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¿Dos Españas? Una y cabreada, si acaso

Juan Carlos Escudier. El Confidencial, 17/04/2010 | 18 abril 2010

Se trataba de hacer justicia y no de reescribir la historia, que de eso ya se ocupan con cierto éxito de ventas los Moas y Vidales de turno

 

El intensísimo debate acerca de si Garzón prevaricó en su malograda instrucción sobre los crímenes del franquismo ha dado paso a la consabida disputa entre izquierda y derecha acerca de la conveniencia o no de mirar a los ojos al pasado y reparar definitivamente a las víctimas de la dictadura, algo que para unos es una cuestión de justicia y para otros constituye un vano intento de cambiar la historia, socavar los pilares de la democracia que la Transición puso en pie y alentar el espíritu guerracivilista de las dos Españas.

Vaya por delante el modesto juicio de que las dos Españas dejaron de existir hace ya bastante tiempo salvo en la imaginación de algunos, y que lo que hay es una única España bastante cabreada, por cierto, aunque su enojo vaya por barrios según el tema del que se trate. Si en algo llevaba razón Alfonso Guerra es que a este país no lo reconoce ni la madre lo que parió, y hay que concederle el mérito de su profecía. Obviamente, esta España no se parece en nada a la del 36, ni siquiera a la del 77. No hay grises por las calles, la gente ya no pone naftalina en los armarios para que las polillas no se coman los abrigos, los televisores no son en blanco y negro sino que vienen con la TDT incorporada y la formica ha dejado paso en las cocinas a los lacados y al silestone.

Lo más importante es que la inmensa mayoría no tiene en sus preocupaciones cotidianas establecer un régimen de libertades, porque nadie se lanza a conquistar un territorio que ya es suyo y por el que transita desde la cuna. Franco es sólo un nombre sobre una lápida de granito del Valle de los Caídos. Muchos no han ni oído hablar de él. Vivimos en una democracia asentada, madura incluso, muy capaz, por tanto, de volver la cara y contemplar a sus fantasmas si es que todavía siguen allí. Mirar al pasado es, en cualquier caso, un buen ejercicio para aprender de los errores cometidos, que los hubo y en cantidades nada despreciables, y una forma de desterrar algunos mitos tan falsos como persistentes.

Uno de ellos tiene que ver con la Transición, un periodo del que sólo hemos escuchado alabanzas, fundamentalmente porque todas las retrospectivas que se han ofrecido incorporan el testimonio de sus protagonistas hablando de sí mismos y de lo bien que lo hicieron. Lo que suele soslayarse es que el tránsito de la dictadura a la democracia fue un proceso vigilado por los jerarcas del franquismo y, sobre todo, por el Ejército, a cuyos mandos hubo que engañar para legalizar al descuido el Partido Comunista. Fue en esas circunstancias como se alumbró una ley, la de Amnistía, que durante años se presentó como el acto de reconciliación nacional por excelencia, cuando lo cierto es que las únicas renuncias recayeron en las víctimas de la dictadura, a las que se permitió salir de la cárcel a cambio de que abdicaran de su derecho a exigir justicia.

La prueba de que nada fue tan perfecto es que en la actualidad no hay quien se abstenga de maldecir algunas de las decisiones que se tomaron entonces. Hay cierta unanimidad en considerar un grandioso error el famoso “café para todos” que se inventó Clavero Arévalo para calmar a unos militares que veían en la autonomía vasca y catalana el principio de la disgregación nacional. Y pocos son quienes a la vista de la Constitución no cambiarían algo, ya sea el papel florero del Senado, la inviolabilidad del Rey, el machismo en el acceso al trono, el coladero de las competencias autonómicas o la disposición que permite a Navarra incorporarse al País Vasco si le place, por poner algunos ejemplos. Nadie regateará méritos a lo conseguido por aquella clase política, pero habrá que reconocer sus lagunas. Hicieron lo que pudieron y, sobre todo, hicieron lo que les dejaron hacer.

La ley impide una reparación efectiva ante los tribunales

Han pasado, como se ha dicho, más de tres décadas. A estas alturas no es posible abrir ninguna herida porque el franquismo está muerto y sus prebostes enterrados, pero sí cerrar otras que quedaron abiertas, y ello desde el corazón de una sociedad que no tiene ningún cainismo adormecido ni está dispuesta a revivir ningún duelo a garrotazos por muy goyesco que sea. Conviene en este punto cargar las tintas sobre el Gobierno, que lejos del radicalismo del que se le acusa desde la derecha, ha sido extraordinariamente pacato y temeroso con una ley de la Memoria, que no es sino un bodrio que impide una reparación efectiva ante los tribunales, más allá de los diplomas de buena conducta, y que exime al Estado de su obligación de asumir las exhumaciones de quienes fueron arrojados sin vida a las cunetas.

Volviendo a Garzón y a su intento de juzgar al franquismo, ya se explicó aquí lo difícil que es sostener que sus resoluciones han sido injustas o disparatadas a la luz del Derecho -que es uno de los requisitos inexcusables del delito de prevaricación-, habida cuenta de que fueron ratificadas por, al menos, tres magistrados de la Audiencia Nacional. Lo que sí es evidente, en cambio, es que sentarle en el banquillo, a instancias de los herederos intelectuales de la dictadura, consagra la citada ley de Amnistía como una ley de punto y final, que es lo que siempre fue.

Se trataba de hacer justicia y no de reescribir la historia, que de eso ya se ocupan con cierto éxito de ventas los Moas y Vidales de turno, que pretenden incluso enmendar la plana al propio Franco y fijar el año 34 y no el 36 como el inicio de la Guerra Civil. Establecer judicialmente que el general fue un asesino despiadado, que el suyo fue un régimen criminal, al que ponía voz Quipo de Llano pidiendo tirotear a cada republicano y dejar vivas a sus mujeres para que fueran violadas por sus valientes legionarios, consagrado al exterminio de sus opositores, no hubiera alterado la convivencia de los españoles.

Ni tampoco la altera ni representa ninguna llamada al golpismo, como desde la enajenación se ha interpretado, que se critique a los miembros del Tribunal Supremo en un acto público, aunque lo allí manifestado haya hecho añorar a algunas de sus señorías, poco acostumbradas a que se les lleve la contraria, el desaparecido delito de desacato. Quizás al ex fiscal Jiménez Villarejo se le fuera la mano cuando afirmó que el Supremo ha acabado convirtiéndose en “un instrumento de la actual expresión del fascismo español”, pero tampoco está de más que se recuerde que la Judicatura fue cómplice hasta el último día de las torturas de la Brigada Político-Social y que la sumisión a la dictadura llegó a tales extremos que ni una sola vez en cuarenta años se abrió causa alguna por lesiones o coacciones a los opositores al franquismo.

Nuestra democracia es lo suficientemente robusta para que no se resienta del vapuleo a Garzón o al Supremo, que en eso hay alternancia, de la misma forma que ha resistido otras descalificaciones más feroces al poder ejecutivo o al legislativo para los que, al parecer, no rige ninguna veda. Está preparada igualmente para encender una luz en su pasado más negro. No es verdad que estén reapareciendo las dos Españas. Si acaso, las habrá en el fútbol, aunque viendo jugar al Barça el bando que represento sólo puede rendirse y enarbolar una bandera blanca hecha con la camiseta del número 9.

 http://www.elconfidencial.com/sin-enmienda/espanas-cabreada-acaso-20100417.html