¿Revisar la AmnistÃa de 1977? Hay que salvar la Transición
Resulta intolerable una iniciativa que, volviendo imprudentemente los ojos al pasado, ponga en cuestión o relativice uno de los logros esenciales de la Transición, si no la Transición misma
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Izquierda Unida e Iniciativa per Catauña, Llamazares y Herrera, han tenido la osadÃa de proponer en el Parlamento una modificación de la ley de AmnistÃa de 1977 para introducir en ella los criterios de imprescriptibilidad y persecución universal de los delitos de lesa humanidad. Esto es, para dar finalmente la razón en su pleito contra el franquismo, que le está costando su procesamiento por presunta prevaricación.
Sea cual sea el juicio que merezca el «caso Garzón», resulta intolerable una iniciativa que, volviendo imprudentemente los ojos al pasado, ponga en cuestión o relativice uno de los logros esenciales de la Transición, si no la Transición misma. Hacer polÃtica, a estas alturas, no puede suponer un cuestionamiento de aquella magnÃfica reconciliación de hace ya más de treinta años. Hagamos, por si acaso, una breve recapitulación de aquella gesta.
A la muerte de Franco, la gran preocupación de la inmensa mayorÃa de demócratas -o, más ampliamente, de personas de buena voluntad deseosas de que España saliera de la excepcionalidad de la dictadura- podÃa resumirse en el designio de instaurar pacÃficamente un sistema pluralista, acogedor e integrador, sin convertir el tránsito en un desquite traumático. Acertadamente, el Rey, apoyado en la audacia polÃtica de Adolfo Suárez y con la creciente aquiescencia de todos los grupos polÃticos del momento, planteó aquel proceso como una evolución jurÃdica del sistema anterior hasta provocar una verdadera mutación que alumbrara la democracia, sin familiaridad alguna con el precedente. Buena parte de los actores del régimen franquista se prestaron a la maniobra -la ley de Reforma PolÃtica, clave de la operación, fue aprobada por las Cortes orgánicas de la dictadura- y la prodigiosa Transición desembocó felizmente en la Constitución de 1978, que, mal que bien, ha hecho de este paÃs una potencia orgullosa de sà misma.
Pieza angular de aquel tránsito fue la ley de AmnistÃa de 15 de octubre de 1977, que declaraba amnistiados en su artÃculo primero «todos los actos de intencionalidad polÃtica, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al dÃa 15 de diciembre de 1976». La norma, una verdadera ley de punto final, extinguÃa todas las responsabilidades antiguas, reparaba entuertos, rehabilitaba y resarcÃa damnificados y constituÃa el pilar esencial sobre el que enterrar el fantasma sobrecogedor de las machadianas dos Españas.
Opinión cuasi unánime
El balance de aquella sabia estrategia, desarrollada entre procelas y borrascas por una generación magnÃfica de verdaderos patriotas de derechas y de izquierdas, es espléndido. Asà lo corrobora la opinión cuasi unánime de la sociedad española e incluso de la comunidad internacional, que presenció el experimento con asombro y admiración. Los autores de aquella proeza han legado a las generaciones siguientes una España en paz, que ha sido capaz de salir del subdesarrollo polÃtico y material hasta encumbrarse a la cabeza de las naciones desarrolladas en un marco pletórico de libertades sin parangón.
Dicho esto, es cierto que, más allá de la clausura de la antigua querella de la guerra civil y del archivo de la ulterior dictadura, han quedado algunas heridas abiertas y supurantes, algún agravio todavÃa sangrante, alguna provocación enhiesta. Y todo ello puede ser finalmente resuelto ahora que ha pasado el tiempo suficiente para que la sutura de unas heridas no abra otras nuevas. La Ley de Memoria Histórica, un intento no plenamente acertado en esta dirección, pretendÃa abordar estos restos humanÃsimos de resquemor. Se trataba, entre otras cosas, de exhumar a los muertos que aún no habÃan encontrado el descanso digno que merecÃan? Hoy no hay razones objetivas ni subjetivas, en efecto, para negar este postrer resarcimiento a una parte de las vÃctimas de aquella cruenta sinrazón que, por algún motivo, no se beneficiaron del apaciguamiento de la transición.
Bien está, en fin, que se ultimen estos detalles que han de clausurar definitivamente una historia antigua, bien poco edificante, que ya a nadie, o a casi nadie, sirve de referencia. Pero este empeño legÃtimo no ha de poner en cuestión todo el camino andado, ni mucho menos la transición entera. De ahà que algunos sÃntomas preocupantes, relacionados todos ellos con esta infortunada peripecia de Garzón, hayan de ser atajados cuanto antes. No se puede permitir que quienes, de un lado o de otro, pretenden reavivar tizones apagados por más de treinta años de cordura, logren su siniestro objetivo. En este paÃs ya no hay, no puede haber, ni franquistas ni antifranquistas, como ya no quedan tampoco fernandinos ni liberales decimonónicos. Aquel torrente se disipó en el mar de una España plural y unida, en la que cada cual encuentra su cobijo. Y si aún quedan apóstoles de la división, habrá que apartarlos al cajón inservible de los anacronismos.
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