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Dos niñas que jugaban

Almudena Grandes. El País, 04/07/2010 | 5 julio 2010

Equidistancia no significa para ellos lo mismo que equidad

 

ALMUDENA GRANDES

Cuando descolgó el teléfono, no reconoció su voz, pero al escuchar su nombre volvió a verla, y se vio a sí misma, las dos tan pequeñas, tan menudas, dos niñas que jugaban en la calle.

–Como ahora eres tan famosa…

No quiso apreciar siquiera un indicio de ironía en este comentario, porque su interlocutora tenía razón. Para su alegría, pero por su desgracia, se ha vuelto famosa últimamente. Esa repentina condición ha infiltrado en su ánimo una sensación agridulce. Por un lado, le resulta muy triste ser famosa más allá de los setenta años por haberse quedado huérfana de padre y madre cuando tenía solo tres. Por otro, después de setenta años de luto oculto, la amargura de un duelo clandestino impuesto primero por las circunstancias, y después por la indiferencia de sus compatriotas, es un alivio que su nombre, su historia, se comenten en los periódicos, en las tertulias de radio, en las conversaciones de las barras de los bares.

Me llamo Balbina Gutiérrez Gayo. Soy republicana, maestra, directora de una escuela. Tengo tres hijas muy pequeñas… Una actriz espléndida narra espléndidamente la historia de su madre, y la de su padre, ambos maestros, fusilados ambos con un día de diferencia en los primeros días de la posguerra, en uno de esos vídeos que han hecho tanto ruido. Esa historia, que ha marcado su vida con la huella de una tragedia indeleble, la ha hecho famosa. Qué horror, y qué alegría. Habría dado cualquier cosa por haber sido una niña normal, con su papá y su mamá, cuando jugaba en la calle con aquella vecina que ha llamado por teléfono, y sin embargo, tantos años después, que la crónica del terror se haga pública la reconforta. Pero ella es mucho más que una huérfana, una mujer muy inteligente, muy culta. Maestra como sus padres, directora de una escuela como su madre, jubilada ya, pero curiosa, atenta a cuanto sucede a su alrededor, modera sus esperanzas. Nada de lo que está sucediendo la sorprende. Ni lo bueno, ni lo malo. Conoce bien la función de los prefijos. Es maestra.

Los que siguen negándose a condenar el golpe de Estado que desató la Guerra Civil recurren a la equidistancia –todos eran iguales– para intentar repartir entre los dos bandos una responsabilidad que, en 1936, en 2010 y en cualquier otro momento del tiempo venidero, correspondió, corresponde y corresponderá exclusivamente a los generales que se sublevaron contra la legalidad. Esa es la función del prefijo de origen griego equi, que significa igual. Pero la etimología, la semántica, y hasta el sentido común se estrellan contra determinadas realidades españolas. Así, los partidarios de la equidistancia no solo no son partidarios de la equidad, sino que reaccionan ante ese término, tan esencialmente vinculado a la palabra que enarbolan como bandera, con una virulencia tal que se diría que les ofende. Responsabilidades y culpas para todos, sí. ¿Los mismos derechos para todos, entonces? ¡Ah! Eso ya no. De eso, ni hablar.

Equidistancia no significa para ellos lo mismo que equidad. Y su reacción frente a una campaña que no es política, que no es ideológica, que es una simple cuestión de derechos humanos que afecta a más de cien mil familias, lo demuestra. Su respuesta, activada por el mismo incomprensible mecanismo que les lleva a oponerse a la ley del aborto, como si estableciera el aborto obligatorio, o a los matrimonios homosexuales, como si fuera a obligarles a casarse por la fuerza con alguien de su mismo género, es, sin embargo, más despiadada que nunca. ¿Tienen ellos algún abuelo en una fosa común? No. ¿Les afecta en algo la reclamación de personas como ella, que solo aspira a recuperar los restos de sus padres para enterrarlos con dignidad? Tampoco. ¿Les impidió alguien a ellos ejercer ese derecho cuando estaban en la misma situación? Todo lo contrario. Y sin embargo, no solo se oponen. También insultan, ofenden, ridiculizan, escarnian a personas como ella. ¿Por qué? ¿Carecen de sensibilidad, de imaginación para comprender el infierno por el que se ha arrastrado durante décadas la vida de tanta gente, sus vecinos, sus compañeros de trabajo, las personas con las que se cruzan por la calle? Que no saben perdonar, les dicen, que no saben olvidar. ¿Es que alguien puede olvidar a sus padres? Para muchos españoles, el perdón y el olvido significan ostentar el monopolio exclusivo de los derechos que les niegan a los demás.

Lleva muchos días, después de demasiados años, dándole vueltas a todo esto. Y lo último que esperaba es que aquella vieja amiga de la infancia le dé una respuesta. Pero así es. Después de contarse sus vidas, sus achaques, lo que han hecho desde que no se ven, se hace el silencio.

–Hay que ver –y es su antigua compañera de juegos quien lo rompe–, qué buena era mi madre, ¿verdad? Mira que dejarme jugar contigo…

(Hilda Farfante Gayo me contó hace muy poco esta conversación. Aunque parezca increíble, ella y yo sabemos que es verdad).

 http://www.elpais.com/articulo/portada/ninas/jugaban/elpepusoceps/20100704elpepspor_15/Tes