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Una posguerra que dura toda la vida

El Correo.com, 20.12.10 | 21 diciembre 2010

Tres vascos que fueron enviados a México durante su infancia en 1937 relatan su exilio en una película recién estrenada en Euskadi

 

LORENA GIL | BILBAO.

Hasta el final de la Guerra Civil, unos 33.000 niños vascos fueron enviados por sus seres queridos al extranjero para protegerles de los bombardeos. Acompañados por personal educativo y sanitario, dejaron sus casas, su tierra, en lo que se preveía una ausencia temporal. Pero para la mayoría ese ‘exilio’ se prolongaría por el resto de sus vidas. Coincidiendo con el Día Internacional de las Personas Migrantes, la fundación Idi Ezkerra y Moztu Filmak presentaron este fin de semana en las tres capitales vascas el documental ‘Amaren Ideia’ (La idea de mi madre), que cuenta la historia de tres niños de la guerra en su regreso a Euskadi desde México, 70 años después de su partida.

La cinta, que ha contado con la colaboración del Gobierno vasco y EiTB, es el primer documental de Maider Oleaga. Como directora acompañó a Lucía Michelena, Alfredo González y José Henales en los días previos al viaje, así como durante su estancia en el País Vasco en junio de 2008, en el marco del homenaje organizado por Idi Ezkerra. EL CORREO ha charlado con los tres protagonistas de la película para conocer de primera mano su desgarrador testimonio, el de los niños a los que la guerra arrancó de sus raíces.

Alfredo González

«Salimos vivos, así que no me quejo»

Alfredo González, natural de Irún, era el pequeño de cuatro hermanos. Huérfano de madre, tenía ocho años cuando en 1937 su padre, trabajador de la Aduana, le envió a México para alejarle del horror de la guerra. «Se creía que todo acabaría en tres meses, pero después vino la posguerra, el hambre… Al final, fue para toda la vida», relata. Alfredo cruzó el ‘charco’ acompañado por su hermano Emilio, que entonces contaba 11 años, pensando que aquello serían unas «vacaciones». Embarcó en Barcelona, donde se salvó «de milagro» de un bombardeo, con destino al internado de Morelia, en el que compartió estancia con otros 480 niños. «Por el camino se quedó toda una vida», sostiene.

En México eran conocidos como «los niños comunistas». «Morelia era un pueblo católico» y allí «éramos los diablos, los ‘rojos’. ¡Pero qué ideas políticas ibas a tener con ocho años!», expresa. Alfredo no volvió a tener contacto alguno con su familia. «Creo que nunca supieron dónde estábamos», señala. A sus 83 años recuerda cómo todos los niños «iban como pollitos al maíz» cuando alguien gritaba «¡Cartas de España!». «Llegaron muchas, pero ninguna para nosotros», lamenta. González se escapó del internado con 13 años -su hermano se marchó antes y acabó enrolado en la Marina Mercante de EE UU-. «Era un aventurero», asegura. Alfredo trabajó en varios empleos en México, durmió en la calle y pasó temporadas en las que sólo tuvo cáscaras de naranja para llevarse a la boca. Pese a las penurias, no guarda rencor a su familia. «Seguro que pensaron: ‘Mejor que se salve fuera a que muera dentro’. Salímos con vida, así que no me quejo», se sincera. «Ya no tenía a nadie en Euskadi y sólo había estudiado Primaria». Por eso se quedó en el país que le vió crecer. Alfredo, que se casó y tuvo seis hijos en México, rememora con ilusión su regreso a su tierra hace dos años. «Todo había cambiado». En un restaurante, un coro entonó el tango ‘Volver’. «No pudimos evitar las lágrimas», evoca.

Lucía Michelena

«Aquel viaje nos dejó marcados para siempre»

Lucía Michelena cumplió doce años en el barco que le llevaba a México. Era tan sólo una niña cuando le tocó ejercer el papel de madre. Natural de Bayona, aunque sus progenitores procedían de Bilbao y de Irún, tuvo que hacerse cargo de sus hermanos, uno de seis y otro de dos años y medio. «Cuida de ellos, tú eres la mayor», fueron las últimas palabras que le dijo su madre antes de embarcar, mientras el más pequeño se aferraba a los brazos de su madre. «Yo no sé que haría si viese que están matando a mis hijos…», reconoce.

Michelena, que no ha olvidado su época de estudiante en el colegio bilbaíno de Atxuri, se emociona cuando echa la vista atrás, hasta su llegada a México. En el trayecto se alimentaban de pan con mantequilla y mermelada, hasta que alguien gritaba «¡pónganse los salvavidas!», «que les quedaban grandes». «Era su forma de prepararnos ante posibles bombardeos aéreos», apunta. Su hermano pequeño se perdió en el barco y no fue hasta tiempo después cuando lo localizaron en la beneficiencia de Veracruz. «Se había puesto malo y lo llevaron a la enfermería», relata Lucía, que por aquel entonces se encontraba en el internado de Moralia. El pequeño sobrevivió, pero no así el mediano de los tres, que falleció a los quince años en México. Aquel viaje fue sólo un sueño que «dejó marcados a los niños para toda la vida».

Lucía, que se convirtió en una estudiante brillante -cursó Comercio con tan sólo catorce años-, perdió el contacto con su madre, después de que ésta la culpara de la muerte de su hermano. «En cada carta me recriminaba que no había cuidado de él», revela. La herida duele todavía hoy. Tiene una hermana de setenta años a la que ni siquiera conoce. Prefiere no hablar de «las miserias». Se casó y tuvo once hijos, pese a que los médicos la dijeron que no podría quedarse embarazada. Ellos, y sus nada menos que 33 nietos, son su mayor alegría. Se quedó viuda a los 54 años y tuvo que «trabajar de sol a sol». No se considera una persona «valiente», sino «de fe». Por ello, confía en que el documental sirva para que las nuevas generaciones sepan la tragedia que deja tras de sí una guerra.

José Henales

«Desconecté de todo, de mi madre, de la guerra…»

Natural de Balmaseda, recuerda el día que tuvo que abandonar Euskadi «como si fuera ayer». «No se olvida nunca. Estábamos en guerra y separaban a los niños de su tierra», resume. José Henales tenía 9 años cuando su madre le envió a Rusia junto a su hermano mayor, de 11. Y si algo tiene claro es que él «nunca mandaría lejos a un hijo». «Sé que no fue algo bueno», opina. Preguntas como ‘¿por qué nos mandan fuera de casa?’ o ‘¿por qué a mí?’, han recorrido su mente durante mucho tiempo. Nunca olvidó su casa, aunque en los hogares infantiles rusos estuvieron «muy bien atendidos». «Los cuatro primeros años fueron los más felices de mi vida. Era pequeño y desconecté del todo. De la guerra, de mi madre, de mi abuela…», señala.

José volvió a ver a su madre, que había huido a Francia con otro de sus hermanos, en 1964, pero «no fue como esperaba». «Se supone que una madre es lo más grande porque es la que más te quiere, pero no sentí nada», admite. Henales prefiere recordar aquella experiencia «sin resentimiento, sin dolor», pero le resulta difícil. Nunca volvió a España. «No me ilusionaba porque nadie de mi familia me dijo que regresara. Uno siente que algo se perdió para siempre, aunque entonces eras un niño y no sabías hasta qué punto».

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20101220/politica/posguerra-dura-toda-vida-20101220.html