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Los rojos de La Roja

Hoy.es, | 14 abril 2011

En el 80 aniversario de la proclamación de la República, recordamos la historia de varios futbolistas que pagaron sus ideas con el exilio

 

PÍO GARCÍA |

Hace hoy ochenta años, Pedro Patricio Escobal López (Logroño, 1903), capitán y defensa del Real Madrid, repartía abrazos, lanzaba vítores y se paseaba ufano por las calles. Era un tipo con suerte. Alto, guapo, de buena familia, ingeniero y futbolista, se llevaba a las chicas de calle y cautivaba a los amigos con su conversación culta y chispeante. En los estadios o en los cafés, le recibían con sonrisas y le llamaban Perico o ‘El Fakir’. Afiliado a Izquierda Republicana, Pedro Patricio Escobal se partiría de risa si viera los sueldos que se gastan ahora Cristiano Ronaldo o Iker Casillas. En esos años, Escobal trató de formar un sindicato de jugadores de fútbol para exigir a los clubes un salario digno. No lo consiguió.

El 14 de abril de 1931, Perico creyó sinceramente que en España se abría una nueva era. Pero la cosa se fue torciendo y el odio entre facciones políticas adquirió pronto una consistencia tenebrosa, casi sólida. Escobal buscó la tranquilidad de su tierra: regresó a Logroño, ocupó una plaza de ingeniero en el Ayuntamiento, se casó y militó en el club de fútbol local, que acababa de inaugurar el campo de Las Gaunas. Su retiro, sin embargo, estuvo a punto de convertirse en su tumba.

Escobal, que llegó a integrar la selección española en los Juegos Olímpicos de París (1924), que había conocido la fama y la vida bohemia, se vio de pronto encarcelado en el frontón de Logroño, entre piojos y ratas. Por cuatro veces esquivó el pelotón de fusilamiento. Pasó dieciocho meses enfermo de tuberculosis, sin poder moverse, en un camastro infecto, con el alma en vilo cada vez que los militares entraban en prisión para ejecutar a unos cuantos compañeros. Se vio tan acabado que, delante del temible Millán Astray, reunió las pocas fuerzas que le quedaban para, en voz alta, cagarse en Franco.

Perico sobrevivió. Gracias a los oficios de su familia política, bien posicionada, logró salir de la cárcel y marchar al exilio. En 1940, cogió un buque en Portugalete y acabó en Estados Unidos. Lo pasó muy mal, pero acabó inventándose una nueva vida: aprendió inglés, recuperó su antiguo oficio y terminó planificando el alumbrado público del barrio de Queens, en Nueva York. Mientras trabajaba como ingeniero al otro del Atlántico, Perico Escobal cogió la pluma y se decidió a poner por escrito, como en una novela, su experiencia carcelaria. Publicó el libro en inglés, lo tituló ‘Death Row’ y fue un éxito editorial en todo el mundo anglosajón. A España llegó mucho más tarde, en los años ochenta, convertido en ‘Las sacas’.

Pedro Patricio Escobal López murió de viejo, a los 99 años, en la isla de Manhattan. Había vivido muchas cosas, quizá demasiadas, pero le gustaba recordar, sobre todo, aquellos años locuelos, cuando era un elegante defensa del Real Madrid que causaba incendios entre las mujeres. Cuando era, simplemente, ‘El Fakir’.

La tragedia del portero

Perico Escobal jamás llegó a conocer a Antonio Pérez Balada (Nules, 1919). En 1936, el portero levantino hacía sus primeros pinitos en un equipo de su pueblo, el Peña Misteriosa. Pero a Antonio le quitaron los guantes y lo mandaron con el ejército republicano a la batalla del Ebro y, más tarde, al frente del Segre. Allí se hartó de pegar tiros y, cuando vio que el asunto tenía mala pinta, decidió desertar. Durante varias jornadas, marchó por la montaña, caminando de noche, hasta que pudo cruzar los Pirineos. Había llegado a Francia. Por fin.

Entonces empezó su pesadilla.

Los franceses lo encerraron en un campo de concentración, junto con otros refugiados españoles. No comían apenas nada y bebían agua de mar. En Adge, junto al Mediterráneo, los oficiales les lanzaban lentejas o garbanzos por encima de una empalizada para que ellos se pelearan por las migajas. Antonio se salvó del hambre gracias a su buena planta: «Un cocinero francés homosexual nos ofrecía comida si nos dejábamos tocar. Yo tragaba las tajadas mientras le gritaba: ‘mámamela maricón, mientras yo pueda comer’». Julián García Candau recogió con un escalofrío el testimonio de Antonio Pérez en su libro ‘El deporte en la Guerra Civil’ (Espasa, 2007). Cuando acabó la contienda, Antonio pudo regresar a la península. Jugó en el Castellón, el Atlético de Madrid y el Valencia.

Las biografías de Perico Escobal o de Antonio Pérez son apenas unas gotas pintorescas en un océano trágico, con muchos nombres propios: Luis Regueiro, Salvador Artigas, Isidro Lángara, Ángel Zubieta… Los futbolistas republicanos, por pasión ideológica o simplemente porque la guerra les pilló en zona roja, cortaron sus carreras en seco y tuvieron que reanudarlas en sitios lejanos: equipos como el Girondins de Burdeos, el América de México o el San Lorenzo de Almagro (Argentina) se hicieron poderosos gracias a su talento exiliado.

«Quizá se vieron futbolistas de mayor renombre entre los republicanos que entre los nacionales, pero hubo gente de todos los colores», reflexiona García Candau. Mientras que los componentes del Barcelona o de la selección de Euskadi se embarcaron en giras por el extranjero, otros futbolistas se batían el cobre en las trincheras. Agustín Dolz, por ejemplo, pegaba tiros durante la semana en el frente del Ebro y los domingos bajaba, entre ovaciones, a jugar de medio centro con el Levante.

«Aunque se dice que la Guerra suspendió las competiciones, es mentira -refuta García Candau-. Hubo mucho deporte». A veces, incluso en pleno frente. Era bastante común que los soldados pactaran una tregua informal para echar un partidillo entre enemigos. «Gila me contaba que una vez montaron un partido en el frente de Guadarrama. Ganaron los rojos 7-1 y los nacionales acabaron persiguiéndoles a tiros», recuerda García Candau.

Con el tiempo, algunos de estos futbolistas pudieron regresar. Salvador Artigas, el último aviador de la República, se afincó en Francia y jugó para varios equipos del país vecino. Cuando su amigo y entrenador, Benito Díaz, lo reclamó en 1949 para jugar en la Real Sociedad, Salvador se dispuso a cruzar la frontera. Lo hizo por el paso de Irún, temblando de miedo, con todas sus pertenencias metidas en una caja de zapatos, mientras su mujer, por si las moscas, se quedaba en Hendaya.

Artigas incluso llegó a ser seleccionador nacional. Corrió mejor suerte que otros futbolistas, de los dos bandos, que pagaron con su vida aquel aciago trienio de furia.

http://www.hoy.es/v/20110414/sociedad/rojos-roja-20110414.html