Dictadura hasta el final
Un libro narra la represión en el estado de excepción del 69, en los últimos años de Franco
OLIVIA CARBALLAR SEVILLA
Si tú estabas en la cárcel y te metÃan una sanción de celda de castigo, como me pasó a mÃ, y salÃas en libertad sin cumplir toda la sanción, cuando volvÃas porque te detenÃan otra vez, aunque hubiesen pasado años, tenÃas que cumplir la parte que te faltaba. Eso es terrible, eso es una cosa tremenda. ¿Eso lo sabe la gente? ¿Eso quién lo sabe? Nadie. La Real Academia de la Historia ha dicho que no era dictadura». El sindicalista Eduardo Saborido recuerda asÃ, junto a varios compañeros presos polÃticos en un encuentro con Público, las perrerÃas que sufrieron en el estado de excepción declarado por Franco en 1969, un periodo, los años finales de la dictadura, poco conocido y en ocasiones dulcificado.
Sus vivencias acaban de ser publicadas en La dictadura en la dictadura, una obra editada por la Fundación de Estudios Sindicales y Archivo Histórico de CCOO-AndalucÃa, coordinada por Alfonso MartÃnez Foronda. «Se habla de que la dictadura en esos años ya no era dictadura y no es verdad. Es un genocidio que dura desde el 39 hasta el 75», concluye el investigador. «Si las celdas de castigo eran una cárcel dentro de la cárcel, los estados de excepción fueron una dictadura dentro de la dictadura», sostiene el histórico antifranquista Nicolás Sartorius, que ha prologado el libro. Escrito también por EloÃsa Baena e Inmaculada GarcÃa, el documento dibuja la dureza de un régimen que, consciente de su debilidad a medida que aumentaban las protestas, se revolvÃa recrudeciendo la represión.
«Es un genocidio que dura desde el 39 al 75», sostiene Alfonso MartÃnez
«El cuerpo se lo pusieron morado, macerado ya y con heridas abiertas de las palizas que le habÃan dado en los oÃdos, en los costados, en la espalda y en los muslos… Era horroroso lo que le hicieron (…) Cuando lo volvà a ver fue en la cárcel. HabÃa perdido 14 o 15 kilos. Era otro Curro», cuenta Francisco Sánchez Legrán en el libro. Hoy ese Curro, Francisco RodrÃguez, se muestra impresionado cuando lo ve escrito. Era verdad, no lo habÃa soñado ni se lo habÃa inventado. «Eso es lo que me impacta hoy realmente, leer cómo otras personas cuentan cómo me dejaron», explica tras hacerse una foto con sus antiguos compañeros en las obras de la antigua prisión de Ranilla, en Sevilla, que será la sede de la Jefatura de PolicÃa Local.
«Hace cuarenta y tantos años y, desde entonces, no he querido nunca pasar por esta calle. Hoy es la primera vez», cuenta Mercedes Liranzo, que acudÃa a aquel rellano en busca de noticias de su novio, Ramón Sánchez. «Y yo pensaba, pero bueno, ¿mi marido qué es lo que ha hecho? ¿Ha matado? ¿Ha robado? ¿Qué ha hecho mi marido? Si lo único que ha hecho ha sido defender a la clase trabajadora. Qué hija de la gran puta, me decÃan, hasta que no lo ha visto no se va», reflexiona indignada MarÃa José, que parió en una tabla como un animal en El Aaiún, donde fue acompañando a su marido, José MarÃa Arévalo. Él fue uno de los deportados oficialmente, pero las mujeres, los hijos, los amigos… también fueron deportados, concluye la investigadora Inmaculada GarcÃa.
Soledad e indefensión
La soledad y la indefensión fueron las principales sensaciones a las que se enfrentaron estos luchadores por la libertad, de quienes a veces lo único que querÃa el franquismo es que supieran quién mandaba allÃ. «Ya se te acabó el cuento de las 72 horas, ¿eh? Ahora ya te podemos tener aquà lo que nos dé la gana. Me temblaban las piernas», cuenta Ramón Sánchez. El estado de excepción ocho veces declarado hacÃa saltar por los aires el plazo máximo para retener a una persona en comisarÃa.
Las tortura psicológica llegaba a ser incluso peor que la fÃsica
Y si la tortura fÃsica era inaguantable, la psicológica podÃa llegar incluso a producir un mayor dolor, como cuenta Manuel Velasco, que era menor cuando fue detenido, o José MarÃa GarcÃa Márquez, que mientras era interrogado vio a otro compañero, José Luis Guillén, muerto de miedo: «Recuerdo la nuez cómo subÃa y cómo bajaba, eso lo tengo grabado». Estaban a merced de los represores. «No sabÃas lo que te iba a pasar, te chuleaban, jugaban con que alguien habÃa hablado de ti y que, dijeras lo que dijeras, ellos ya sabÃan quién eras y si no se lo inventaban. Te dejaban en el calabozo sucio y oscuro, con un banco de mármol frÃo, solo con tus pensamientos y tus miedos», añade Saborido.
El único momento de relajación llegaba al pasar a la cárcel, aunque antes aún habÃa que superar la prueba de los jueces, la «prolongación» del mecanismo represor. «Ese asunto puede levantar ampollas», dice MartÃnez Foronda. Según los investigadores, no hay ningún caso en que jueces o médicos, tras comprobar el estado fÃsico de los torturados, denunciaran estas prácticas. Estaban solos dentro, pero también fuera, en la sociedad civil. «Salvo contadas y honrosas excepciones», como recuerda MartÃnez Foronda, hubo provincias donde ni siquiera encontraron abogados que los defendieran.
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