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Los presos que Franco almacenó en Oia

El País, 16/08/2011 | 17 agosto 2011

El deterioro del monasterio pontevedrés compromete la memoria de un tesoro arquitectónico que fue campo de concentración durante la Guerra Civil

 

SARA ALONSO RODRÍGUEZ – Santiago –

Cuando las cunetas comenzaron a aparecer teñidas de injusticia, Eduardo Pérez Míguez acababa de estrenar la decena. Hasta entonces, los recuerdos de su infancia habían jugueteado en el anonimato de las tardes de rayuela y canicas. Pero la Guerra Civil le hizo enfrentarse a los infiernos cuando aún vestía dientes de leche. La que fuera villa de privilegios reales y milagros redentores, coto vacacional de los Alfonsos y Fernandos de las Cortes castellanas, había pasado a formar parte de la familia cartográfica de la represión fascista.

Entre los muros del monasterio de Oia, Eduardo pasó de monaguillo a sacristán, para luego convertirse en testigo de los horrores acontecidos tras su transformación en presidio entre 1937 y 1939. Ahora, a sus 84 años, quisiera no recordar. Pero no puede olvidarlo.

Cuando el 20 de febrero de 1939 fondeaba en Baiona un vapor con 2.000 prisioneros capturados en el frente de Cataluña, en la sacristía del cenobio de Oia se discutía sobre socialismo. En intensas conversaciones con don Claudio, «que además de ser cura, era también un hombre», Eduardo empezó a abrazar unas convicciones no muy distintas de los que, apiñados en camiones procedentes del puerto baionés, eran encerrados en las dependencias del monasterio.

Por ellas se internaba el sacristán tres veces al día. En cada una de sus visitas, cargaba sus humildes bolsillos con trozos de pan para repartir entre los presos. Su llegada provocaba un alboroto de alegría entre la rutina del hambre y el frío. Desde las celdas, los reos extendían sus manos al paso de Eduardo. «El peque es amigo», decían. Pero los chuscos no alcanzaban para todos y el sacristán sufría con la suerte de los que no recibían nada. Los remordimientos lo invitaban a cortar por lo sano. El párroco le hizo razonar. «¿Por qué vas a dejar de llevar el pan? Mejor a uno que a ninguno. No les puedes dar a todos, son 3.500 los hombres que hay ahí».

El hacinamiento era de tales proporciones que semejaba que los mandos militares calculaban en centímetros el ancho que podía ocupar cada preso. En cada una de las angostas celdas que rodean al claustro, otrora ocupadas por hábitos negros adoradores de lo divino, ahora apuntaladas y carcomidas por el descuido, los cuerpos de los republicanos formaban figuras retorcidas, casi cubistas, distorsionándose las fronteras entre las distintas almas. Respirar casi requería fuerza de voluntad.

Especialmente entre los meses de febrero y abril de 1939, cuando el mando del campo de concentración correspondía al capitán Maximino Pérez Varela. Bautizado por los presos como Capitán Castaña, el mísero régimen alimentario al que los sometía llevó a la tumba a 20 de los 24 fallecidos que durante esta etapa aparecen recogidos en el Registro Civil de Oia.

«Vi hacer cientos de veces la comida, si es que se le puede llamar así. Aquello era agua negra. Al que le tocaba una castaña pilonga era feliz». Eduardo recuerda como los cautivos aprovechaban la bajamar para llevarse a la boca la limosna que el Atlántico depositaba en la antigua camboa, instalada por los monjes en la ensenada. «Cuando los prisioneros se fueron, no quedó un solo cangrejo, un solo centollo, una sola alga». A muchos la disentería los maltrató con más virulencia que los propios soldados.

En Oia ningún preso murió en el paredón. Su función en el entramado penitenciario del franquismo era otra: ser la antesala de la muerte, el almacén donde hacinar a los enemigos de la patria hasta que los sumarísimos dictaran arbitraria sentencia. Clasificados en cuatro categorías según el alcance de su delictivo compromiso con la República, el sambenito con el que los presos eran etiquetados decidía el destino de su calvario.

Los más afortunados vendían su esperanza al ansiado «alabado sea Dios»: la llegada de documentos o la peregrinación de familiares que acreditaran su condición de afectos al Movimiento. Escuchar el nombre propio resonando a través del altavoz del campamento era señal de que los avales habían llegado. Pero para algunos, como Juan Itarch Pascual, el tiempo jugó en su contra. Eduardo aún visualiza como horas después de que el joven hubiera fallecido, sus padres entregaban a los responsables del campamento los papeles para sacarlo allí. Cuando les comunicaron que su hijo había muerto de hambre no podían comprenderlo. Había sido empleado de banca «y tenía dinero para comerse una gallina diaria».

Para los que la muerte no era la peor de las posibilidades si no su inminente futuro se reservaban 12 kilómetros de caminata hasta el vecino campo de concentración de Camposancos, donde el ciclo represivo llegaba a su fin. Hasta el memorial que en el cementerio de A Guarda se creó en honor de los 300 republicanos allí ejecutados se acerca muy habitualmente Eduardo. «Hay algo allí que me llama y me atrae. Es una obsesión que tengo. Aunque no sé si conozco a los allí enterrados, sabiendo las miserias que vi, imagino lo que pudieron sufrir allí».

En Oia no tiene manera de rendirles digno homenaje. El olvido sobre lo allí ocurrido crece como las hierbas que cubren el osario parroquial, donde los restos de los presos fallecidos esperan identificación. Pero en el monasterio las paredes aún hablan. Y cuentan lo que en los archivos históricos no se puede encontrar. A lápiz y muchas veces reflejando verdadero talento artístico, los prisioneros plasmaron su presencia sobre los tabiques que los encerraban. Alguna de las inscripciones tiene la firma de Juan Salvador Castellá. Quizá en unos días, cuando vuelva a Oia como cada verano, pueda reencontrarse con Eduardo. Porque aunque ninguno recuerde el nombre del otro, compartieron las desgracias de aquella cárcel de cuando la propia España era una inmensa prisión.

Un patrimonio que agoniza

Una larga lista de singularidades engrosa el invaluable currículo del cenobio oiense: miembro de la Carta Europea de Abadías Cistercienses, monumento histórico-artístico de interés nacional desde 1931 o único monasterio de la Orden del Císter en la península situado a orillas del mar. Y, sin embargo, la joya monumental de Santa María de Oia se cae a pedazos.

Aunque su deterioro se ha ido fraguando desde que la desamortización de Mendizábal lo convirtiera en bien adquirible por manos privadas, ha sido en la última década cuando el peso de sus ocho siglos de historia ha comenzado a coquetear con la decadencia.

A pesar de ser comprado en 2004 por la empresa Vasco Gallega de Consignaciones, que anunció la rehabilitación del edificio y su transformación en un complejo hotelero de cuatro estrellas, la falta de entendimiento entre el grupo propietario y el Ayuntamiento de Oia ha impedido la puesta en marcha del proyecto. Seis años no han sido suficientes para que el inmueble cuente con los permisos requeridos para que las obras puedan iniciarse.

Desde el despacho de la consignataria aseguran que será finalmente este mes de agosto cuando el pleno municipal de Oia debata la aprobación del ámbito de actuación y la conexión del monasterio con el suministro de agua, necesarios para obtener el certificado de habitabilidad, últimos obstáculos a salvar. Sin embargo, el alcade de la localidad, el popular Alejandro Martínez, lo niega y asegura que el problema es que «la empresa aún no ha presentado el proyecto» y que, por tanto, «el Ayuntamiento no puede hacer nada». Mientras, entre acusaciones y desmentidos, el abandono merece el calificativo de vergonzoso. Goteras y humedad amenazan a las inscripciones y dibujos que el lápiz de los presos ha mantenido 75 años. Paredes y techos apuntalados anuncian inminentes desplomes. Juan Manuel Cabano, presidente de la Asociación de Amigos do Mosteiro de Oia, lo admite: «Hoy el monasterio es una ruina semi-visitable».

http://www.elpais.com/articulo/Galicia/presos/Franco/almaceno/Oia/elpepiautgal/20110816elpgal_8/Tes?print=1