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Cuando acabe la guerra

Hugo Beccacece. La Nación.ar, 19-11-2011 | 24 noviembre 2011

Las memorias de infancia de un poeta español exiliado que se refugió en la palabra

 

Aquel infierno empezó hace 75 años, en julio de 1936. «Fuimos los primeros en defender la democracia», decían muchos de los refugiados que habían escapado de España después de que el general Franco ganó la Guerra Civil. Decían esa frase con orgullo, pesadumbre y un resto de reproche a los países democráticos, que no habían sabido ni querido defender sus ideas en el debido momento y terminaron inmolando millones de soldados y civiles durante la Segunda Guerra Mundial. Se ha publicado mucho sobre la tragedia española; pero hay un texto notable que muestra un aspecto poco tratado de ese período: en el libro de memorias Cuando acabe la guerra (editorial Pre-texto), el poeta y ensayista Enrique de Rivas cuenta lo que fue su niñez y adolescencia de precoz refugiado político.

Enrique pertenecía a una familia prominente. Su padre era el escritor y prestigioso director teatral Cipriano de Rivas Cherif, que estrenó con la compañía de Margarita Xirgu La zapatera prodigiosa , Yerma y Doña Rosita la soltera , de Federico García Lorca. Además, una hermana de Cipriano, Dolores («Lola), estaba casada con Manuel Azaña, el presidente de la República cuando empezó el levantamiento de Franco, por lo que Azaña era cuñado de Cipriano y tío de Enrique.

El primer recuerdo del autor relacionado con la guerra se desarrolla en circunstancias muy particulares. Tenía cinco años. A comienzos de 1936, su hermano mayor fue llevado a un «preventorio» porque sufría de una afección en los ganglios. Al mismo lugar, fue a parar Enrique, pero no porque padeciera de ningún mal físico. Con esa internación, intentaban curarlo de los frecuentes berrinches infantiles que infligía a su entorno. Una tarde, mientras él y su hermano descansaban al sol en el jardín del preventorio, llegaron un tío materno y «unos señores de uniforme militar» y los metieron en un coche. En verdad, los rescataron porque Francisco Franco se había levantado en armas contra la República. Los pequeños De Rivas comenzaron aquella tarde una peregrinación angustiosa que duraría varios años. Al principio, regresaron a Madrid. Pero no se quedaron mucho tiempo en la capital porque los pusieron en un tren y después de un largo viaje en el que cruzaron Francia, llegaron a Ginebra.

Con el cambio de país, los hermanos De Rivas ingresaron en una escuela internacional de método Montessori y allí empezaron a notarse las primeras secuelas de la Guerra Civil. En las clases de dibujo libre, Enrique sólo desarrollaba temas bélicos: cañones, cañoncitos y aviones que se caían. La maestra contemplaba con horror esas figuras que eran las pesadillas diurnas de un niño. El exilio introdujo tradiciones nuevas entre los españoles como el árbol de Navidad, el Día de la Madre y, más tarde, Papá Noel. Pero el aspecto más importante de ese período suizo fue el reemplazo del idioma materno por el aprendizaje del francés. Primera pérdida, primera ganancia de un exiliado. De todos modos, Cipriano combatía el olvido del castellano de sus hijos por medio de lecciones impartidas en el hogar con tiza y pizarrón.

Otra señal de que la guerra no había sido dejada atrás: antes de invitar a sus pequeños amigos a casa, los niños De Rivas debían informar al padre y a la madre (Carmen Ibáñez), de qué se ocupaban los padres de sus nuevas amistades. Si las ocupaciones respectivas no afectaban de un modo u otro la causa republicana, se los recibía. En una ocasión, quisieron invitar a un nuevo amiguito que los había conquistado por completo con su simpatía, pero sospechaban que el padre tenía ocupaciones reñidas vaya a saber de qué manera con la República, de modo que cuando Cipriano y Carmen les preguntaron cuál era la actividad de ese señor, los chicos dijeron que era preferible no formular esa pregunta para no enterarse de algo que impidiera la relación naciente. El niño de orígenes neblinosos fue recibido sin interrogatorio.

En enero de 1938, los De Rivas regresaron a España por un lapso breve. Se instalaron en las afueras de Tarrasa, cerca de Barcelona, en una finca llamada La Barata, donde un escultor esculpía el busto del tío Azaña. La casa estaba protegida por el ejército y, por la noche, podían ver a lo lejos cómo bombardeaban Barcelona. La derrota hizo que todos los habitantes de la propiedad debieran buscar asilo en Francia. Del otro lado de la frontera, una vez más, se adaptaron a nuevos usos. En Francia, los hermanos De Rivas iban a una escuela comunal, uno de cuyos maestros tenía como costumbre pegarles en los nudillos con una regla a los alumnos revoltosos: algo inconcebible para un ex alumno Montessori. Los chicos volvieron a expresarse casi solamente en francés, por lo que el padre les hacía leer en casa unos feos libros españoles de tapas grises. A los ocho años, Enrique se puso a escribir una novela donde contaba la historia de una familia que salía de su país a causa de una guerra y, tras muchas peripecias, unos acababan en Moscú, y otros, en México (texto profético). La novela quedó inconclusa.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, hubo que mudarse de nuevo. Primero fueron a Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos. Vivían en la Villa L’Éden. Allí escucharon la típica acusación que se hace a los extranjeros en tiempos de crisis, sean o no exiliados; eran culpables de no ser nativos y de haber ido a Francia a comerse el pan de quienes habían nacido del lado bueno (por el momento) de la frontera.

Una vez que los franceses se rindieron a las fuerzas del Tercer Reich, los alemanes llegaron al balneario. Los chicos de la ciudad se dividieron entre los que les prestaban servicio a los soldados del Führer comprándoles cigarrillos, bebidas, comidas y haciéndoles pagar precios mucho más caros, además de la propina, como una forma de atacarlos, y los muchachitos que se negaban a tener cualquier tipo de contacto con el enemigo. Enrique pertenecía al último grupo; su hermano mayor, en cambio, se ufanaba de esquilmar a los invasores.

Las desdichas se precipitaron. Cipriano de Rivas fue apresado y, poco tiempo después, Manuel de Azaña murió en Montauban. Los De Rivas Cherif, privados del padre, lograron embarcarse en Marsella, rumbo a la isla de Martinica, después pasaron un breve período en Nueva York y, por último, se radicaron en la ciudad de México en calidad de refugiados políticos. El libro hace una distinción: «Nótese que entonces, y por muchos, muchísimos años, se ha hablado de «refugiados» y no de «exiliados», término elegante y con un no sé qué de literario dorado que para nada tenía que ver con nosotros (?). Al exiliado se le echa para que no estorbe; el que se refugia, lo hace para conservar la cabeza».

En México, los De Rivas se encontraron con la «gran familia» de los refugiados. Enrique y su hermano fueron al colegio Madrid, en el que sólo había niños de familias republicanas. La incorporación de los Estados Unidos y de México a las fuerzas aliadas produjo un cambio en los ánimos: los niños de la escuela se acostumbraron a una nueva frase llena de esperanza: «Cuando acabe la guerra?» Nadie dudaba de que el Eje sería vencido y como consecuencia inmediata el régimen franquista se derrumbaría. En esa espera, la sociedad republicana en el exilio se iba desgastando casi sin darse cuenta; pero también se convertía en una especie de institución que dejaba su sello en todos los países que habían acogido a los fugitivos, entre ellos México. Los colegios españoles del Distrito Federal, por la calidad de su enseñanza, se llenaban de niños y adolescentes mexicanos y eso acrecentaba la solidaridad entre los extranjeros y los nativos. En 1944, Enrique entró en uno de esos establecimientos secundarios, el Instituto Luis Vives, y, poco a poco, pasó a tener dos patrias.

La familia se la pasaba esperando las cartas de Cipriano, enviadas desde una cárcel. Esas páginas estaban escritas con un código familiar, especie de clave que lograba sortear la censura franquista. La madre para explicar a los hijos el código, que aludía a otros tiempos, debía hablar del pasado, de las calles de Madrid, de anécdotas históricas y así recreaba escenarios ya borrosos. Cipriano, que se había esforzado en Suiza y en Francia para que sus hijos no perdieran la lengua española, recibió en prisión uno de los primeros poemas de Enrique, un soneto sobre Madrid. Con sinceridad implacable, no le ocultó al hijo las debilidades de esos versos. Pero comprendió que las lecciones de castellano no habían sido inútiles.

Llegó la paz y Franco no cayó. La familia seguía sin poder volver a España, pero el padre fue puesto en libertad y, por fin, pudo unirse a los suyos en México. Todo había cambiado, empezando por el cuerpo de los niños, que ya no eran niños. Y también había cambiado la idea misma que Enrique se hacía de la patria. El exilio le había enseñado que la patria no sólo tenía que ver con el padre y la tierra, sino con el propio ser, con los antepasados que no había conocido, con las costumbres forjadas durante centurias. Todo ese tesoro pervivía en el idioma. Limitar el ser a las fronteras era mezquino para un poeta. «La patria real, la inamovible, estaba ahí, dentro de mí para siempre, acrisolada en un idioma que era el mío (?). El ser era lo que te daba la patria y el ser yo se lo debía a muchas personas en cadena interminable concretada en un eslabón indestructible que eran padre y madre. A ellos se lo debía, no ciertamente a un pedazo de papel en el registro civil o en un consulado.» Conmovedora conclusión de un poeta para el que la verdadera patria del hombre es la palabra. © La Nacion.

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