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La niña de las huelgas del 62

Lne.es, | 28 mayo 2012

Severino Arias, el minero que puso nombre a USO, recuerda el mayo de hace medio siglo, cuando se fraguó la reunión con el ministro Solís y nació su primera hija

 

 

. L. ARGÃœELLES

«Qué cabrones sois los mineros, fíjate que hacer esperar a un ministro una hora». El cordobés de Cabra José Solís Ruiz, la «sonrisa del régimen», como llamaban sus propagandistas al titular de la Secretaría General del Movimiento, miraba el reloj y hacía gala de su cultivada campechanía mientras, disimulada la ansiedad por aquel encuentro sin precedentes, alargaba la mano en busca del papel recién mecanografiado. A su lado, el gobernador civil, Marcos Peña Royo, ponía cara de circunstancias, igual que Noel Zapico, vocal de la Junta del Combustible. Ambos celebraban contenidamente las ocurrencias de su jefe, el gracejo de falangista andaluz.

La primavera pugnaba por abrirse paso en los cielos de Oviedo aquel 16 de mayo de 1962, cuando un ministro de Franco, siguiendo instrucciones del general, decidió viajar a Asturias, hasta la fragua misma de aquella huelga minera. Ni la declaración de Estado de excepción, ni los despidos, las palizas o los encarcelamientos habían doblegado el brazo de los trabajadores desde que el 7 de abril, en el pozo Nicolasa, en Ablaña (Mieres), prendió la chispa de la protesta. La empresa Fábrica de Mieres suspendía de empleo y sueldo a siete picadores y abría el telón, sin sospechar las consecuencias, de un conflicto que despertó la solidaridad nacional e internacional y llevó al franquismo contra las cuerdas.

Severino Arias Morillo, el asturiano que puso nombre al sindicato USO, era uno de aquellos mineros a los que Solís tendía su mano ministerial en busca del documento que contenía, negro sobre blanco, las reivindicaciones para resolver aquella huelga de todos los demonios. El franquismo estaba en un serio aprieto. La represión que empleó a fondo con los mineros y sus familias amenazaba con arruinar su escaso crédito internacional. Y lo que era más importante: dinamitar la petición española para obtener un tratado preferencial con la Comunidad Económica Europea (CEE), antecedente de la actual UE. Las democracias no querían saber nada con una dictadura que pisoteaba las libertades más elementales, incluida la sindical.

«Solís era un trilero que hacía que nos escuchaba, pero con prisas por viajar a Madrid y consultar cuanto antes si el régimen podía aceptar aquel documento». Medio siglo después, a sus 78 años y con una minuciosa memoria indesmayable, Severino Arias recuerda aquella tarde de mayo de 1962, cuando el franquismo dio muestras de debilidad, de ser vulnerable ante una oposición rejuvenecida en la que el PCE era la principal fuerza de choque, pero no la única. Por primera vez en la larga posguerra, un ministro negociaba con una comisión obrera elegida por los trabajadores en asamblea y al margen del Sindicato Vertical.

«Los comunistas tuvieron mucho mérito, pero la lucha no fue sólo cosa suya», recuerda Severino Arias, mierense de Santa Cruz afincado en Gijón que recuerda con respeto, desde su militancia socialista, a los veteranos militantes antifranquistas del PCE. «Mis dos escuelas fueron la JOC, de la que procedo, y mi relación con los comunistas en la cárcel de Segovia», subraya.

Pero Severino Arias tiene su propia historia, ligada a aquella tarde en la que hicieron esperar a Solís sesenta largos minutos, mientras una funcionaria mecanografiaba las reivindicaciones de los mineros. Y no sólo porque en aquel folio estuviera la base del decreto que una semana después, el 24 de mayo, el Gobierno publicó en el BOE: «Le doblamos el brazo a Franco por primera vez; hay en ese texto una claudicación que es, en mi opinión, histórica».

Severino Arias hace resaltar que el decreto del 24 de mayo, que puso fin a la primera gran huelga de 1962 (habría más ese mismo año y en los sucesivos), recoge el incremento de 75 pesetas por tonelada de carbón vendible, a repartir entre los trabajadores. Y, además, incluye la posibilidad de crear comisiones reforzadas, constituidas por representantes obreros, para negociar los conflictos futuros. Aquella concesión era un reconocimiento, más o menos explícito, de que el Sindicato Vertical era un zombi.

Hasta el 14 de mayo, el Gobierno había fracasado en su doble estrategia (represiva o por la vía del sindicalismo oficial) de poner fin a la huelga. Conspicuos intelectuales y curas que nada tenían ya que ver con la Iglesia que llevaba a Franco bajo palio apoyaron la protesta, cuyo origen estuvo en un extendido malestar social por los bajos salarios y la falta de libertad. Algunos párrocos de las Cuencas abrieron comedores sociales para socorrer a la población. Aquel lunes viajó hasta Mieres José Gómez Redondo, presidente del Sindicato Nacional del Combustible, de quien dependía la minería española.

«Redondo hizo una soflama, que el Gobierno estaba dispuesto a mejorar nuestras condiciones», explica Severino Arias, entonces inquieto oficial mecánico de Minas de Figaredo. Tenía 27 años y firmes convicciones democráticas y humanistas, mamadas en la JOC. Aquel 14 de mayo, en la Casa Sindical de Mieres del Camino, levantó la mano y le espetó al gerifalte del Combustible: «Si quieren conocer nuestras reivindicaciones tienen que hablar con gente que nos represente de verdad, y para eso deben dejar que podamos reunirnos y elegir libremente». La Guardia Civil obtuvo el visto bueno de Madrid. Así se hicieron las primeras asambleas permitidas excepcionalmente por el franquismo.

Severino Arias era un joven vigoroso pero picoteado por la preocupación. Su mujer, Berta Vázquez, estaba a punto de dar a luz a su primogénita. Aun así, se reunió con un grupo de mineros de Barredo, del que recuerda la solvencia intelectual de Ernesto Pérez del Olmo, otro demócrata de izquierdas. Y de aquel encuentro salió el borrador de la propuesta que se llevaría a los pozos y, finalmente, el documento que el ministro Solís vendría a buscar personalmente a Oviedo.

Un día después, el 17, Severino Arias informó de aquella reunión a sus compañeros en Minas de Figaredo. A mediodía dejó la plazuela del pozo y corrió, primero hasta su casa y después hasta el Hospital de Murias, en Mieres, donde su mujer sufría un parto complicado. El minero pasó allí la noche y permaneció al lado de su esposa el día siguiente, 18, hasta que nació su primera hija, Berta, la niña de las huelgas del 62: «Mi premio mayor en aquella lucha fue, junto al logro de nuestras reivindicaciones, mi hija». No sería el último pulso al franquismo. Berta tendría que cruzar algunos años después junto a Mónica y Adelina, sus hermanas, los barrotes de la prisión de Segovia para poder abrazar a su padre.

http://www.lne.es/gijon/2012/05/27/nina-huelgas-62/1247900.html