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Heridas en la memoria

Diario de Avisos, junio 16, 2012 | 18 junio 2012

Ángel Fernández y Venus Morales tienen grabados en la memoria los episodios padecidos durante la Guerra Civil, heridas de las que aún quedan restos en el Teide

 

JOSÉ LUIS CÁMARA | Santa Cruz de Tenerife

A pesar del tiempo transcurrido, Ángel Fernández Tijera y Venus Morales Vinuesa no han olvidado los episodios de miedo y sangre que vivieron durante los tres largos años que duró la Guerra Civil. Ambos fueron testigos directos de aquella barbarie, que en el Archipiélago se cobró más de un millar de víctimas, a las que ahora tratan de rescatar desde la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Tenerife.

El proyecto, en el que trabajan un grupo de historiadores y antropólogos canarios, supone la continuación de otro iniciado hace dos años en Las Cañadas, que no arrojó resultados positivos. Por eso, ahora se trabaja en dos nuevas líneas: por un lado, se está llevando a cabo una investigación documental en archivos de la Península, al objeto de buscar datos sobre víctimas mortales y desaparecidos en los primeros meses del golpe militar; paralelamente, otro equipo está realizando entrevistas a represaliados como Ángel y Venus, que padecieron en primera persona la sinrazón bélica. Sus testimonios, junto a los de otras 140 personas, trazan un relato fiel de lo que ocurrió aquellos días en la isla de Tenerife, convertida por Franco en base organizativa y retaguardia del ejército nacional.

Hasta aquí, junto a otros 1.500 prisioneros y presos políticos, fue enviado en 1939 el cántabro Ángel Fernández, apenas unos días después de cumplir los 19 años. De familia católica de pequeños propietarios de tierras en la comarca del Valle de Aras (Santander), ni él ni los suyos habían participado activamente en la II República, ni tampoco militaron en ningún partido político ni sindicato. Sin embargo, al estallar el golpe militar encabezado por Francisco Franco en 1936, fue detenido y encarcelado junto a su madre y una de sus hermanas.

“Nunca comprendimos por qué nos arrestaron, ni quién nos denunció”, expone Ángel, que a pesar de sus 92 años conserva una privilegiada memoria y un físico envidiable. Fue precisamente eso, su buena condición, la que le permitió esquivar la muerte a las pocas semanas de su detención. “Junto a otros 39 presos, una madrugada nos metieron en un camión y nos llevaron hasta el cementerio del pueblo. Pensé que era el final, porque sabía que nos iban a liquidar”, relata. Sin embargo, su arrojo y la oscuridad de la noche le ayudaron en su desesperada huida. “Cuando nos bajaron del camión, apenas se veía. Le dije a la persona que tenía al lado que no me matarían a pies juntos. Así, cuando salí, tumbé a uno o dos guardias civiles y corrí como un cohete. Escuché tiros detrás de mí, pero no me alcanzaron. No paré de correr hasta que llegué a un maizal, a tres o cuatro kilómetros, y me escondí entre los surcos. Me quedé sin aire en los pulmones, tirado en la tierra. Escuché cómo ametrallaban a los demás”, subraya el represaliado cántabro, que deja claro que “no es lo mismo contarlo que vivirlo”. Tras este episodio, se refugió en Santander en casa de una tía suya que estaba casada con un militar de alto rango. Pasó seis meses escondido, sin salir a la calle, antes de que su tío le aconsejase que se presentara ante las autoridades sublevadas, a las que recomendaría que, en la medida de lo posible, lo trataran bien. “Les dijo que me respetaran, que él respondía por mí. Me metieron en la cárcel, donde ya estaban mi madre, de 85 años, y mi hermana, a la que habían acusado de quemar el manto de la virgen del pueblo, una virgen que, dicho sea de paso, no tenía manto, porque era de madera”, denota irónicamente.

“Nos hicieron tres consejos de guerra sumarísimos, donde nos acusaron de barbaridades que no habíamos cometido”, expone Ángel, que pasó tres años en la cárcel de Santa Catalina, en Laredo. “Los falangistas nos sacaban al patio todas las noches; hacían un círculo, nos ponían dentro y nos pegaban puñetazos y patadas hasta que se cansaban. Vi cómo a un hombre, que era secretario del Partido Comunista, le ponían sus partes sobre un ladrillo y se las machacaban con un palo. Auténticas atrocidades”, recalca el represaliado santanderino, que recuerda que estaban hacinados “como perros” y sólo recibían un poco de rancho en una lata de sardinas, una vez al día. “Cada noche violaban a muchas chicas. Una de ellas se tiró de un tercer piso, porque no pudo aguantar más. También prendieron fuego a varios, después de rociarlos con gasolina”.

A su estancia en la cárcel de Laredo le siguió otra en el penal Miguel de Unamuno de Madrid, desde donde fue trasladado a los campos de concentración de Miranda de Ebro (Burgos) y Cádiz. De la ciudad andaluza fue derivado, en la primavera de1939, aTenerife, donde formó parte del 91 Batallón de Penados de Las Cañadas del Teide.

En su opinión, “la Iglesia y los curas tuvieron mucha culpa de algunas de las cosas que ocurrieron, sobre todo en los pueblos pequeños. También las envidias y las rencillas personales”, asegura Ángel, que deja claro que “los que no quieren que todo esto salga a la luz son unos canallas”.

Después de dos años en los campos de trabajos forzados del Teide, Ángel, que había conocido a una joven tinerfeña, fue enviado de nuevo a la Península, hasta que en 1945 regresó para casarse e instalarse en Arafo junto a la que hoy es su esposa. “A pesar de lo que pasé aquí, volví porque me enamoré”, señala con una sonrisa, que se le borra al rememorar los sucesos de aquellos días, fruto, según él, del “fanatismo” de la derecha.

Contra ella y sus postulados nacionalistas se posicionó Francisco Morales Molina, el último alcalde republicano de Los Realejos. Su hija, Venus Morales Vinuesa, es otro de los testimonios con los que trabaja la Asociación de la Memoria Histórica de Tenerife.

Con el poso que dan los años, Venus relata con precisión lo padecido por su familia, castigada, como la de Ángel Fernández, por las “envidias” y “recelos” que existían en aquella época. “Pasé mucho miedo, porque se desconfiaba de todo el mundo. Mi padre, en casa, nunca habló de política. Nunca supimos lo que le pasó realmente por boca de él, porque no quería que sus hijos tuvieran revanchas contra nadie. Quería que lo olvidáramos todo”, cuenta Venus, que explica que su padre sólo fue alcalde tres meses cuando el Frente Popular, a pesar de lo cual estuvo más de tres años en la cárcel, “sin proceso judicial”.

El concepto de propiedad

“Lo mandaron a la cárcel sólo porque le dijo a la gente que trabajaba en las plataneras que si no les pagaban cogieran plátanos para dar de comer a sus hijos. Ese fue su delito”, asegura la realejera, cuyo pueblo, como la mayoría entonces, estaba en manos de un cacique. “El señorito pedía a sus criados que les llevaran a sus hijas, porque decía que eran propiedad suya. También hacía desaparecer a muchas personas, incluso niños pequeños”, recalca.

En casa, Venus y su familia pasaron mucho miedo, y sólo porque su padre era de izquierdas la miraban mal en el colegio. Pese a todo, la amistad de su progenitor y sus tíos con el terrateniente local, les permitió sobrevivir a la barbarie. “Gracias a eso yo podía visitar a mi padre en la cárcel, y también respetaron a mi madre”.

Sin embargo, ello no impidió las torturas y humillaciones sufridas por Francisco Morales, que incluso intentó suicidarse en prisión. Fue precisamente ese hecho lo que le salvó la vida, ya que tras su estancia en el hospital de La Orotava fue enviado a los campos de trabajos forzosos en Los Rodeos. “Subieron a muchos a Las Cañadas y los lanzaron por los barrancos, entre ellos al alcalde de Santa Cruz, José Carlos Schwartz. En Buenavista los tiraban al mar, igual que en La Palma y otras islas”, denota Venus, que deja claro que “hay gente joven que no sabe lo que ocurrió aquí, y es necesario contarlo”.

Después de pasar por los campamentos del Teide y la prisión de Fyffes, el alcalde fue liberado, aunque su sufrimiento no terminaría hasta muchos años después. De hecho, Francisco Morales se refugió en Fasnia con su familia, ya que muchos en su pueblo nunca le perdonaron sus ideales políticos. “Lo pasamos muy mal; incluso teníamos problemas para acceder a los racionamientos. A pesar de que teníamos nuestras cartillas y hacíamos cola durante horas, sólo nos daban las sobras”. “Mi madre no quería volver a casa, pero tres meses después de la guerra regresamos a Los Realejos. Mi padre, que nunca más volvió a hablar del tema, estuvo mucho tiempo yendo sólo a una finca que teníamos, donde jugaba con mis hermanos pequeños, hasta que las cosas se normalizaron y todo se fue olvidando”, concluye la propia Venus.

El rabo de los demonios

Entre las anécdotas que relata Ángel Fernández, una de las más curiosas es la que vivió cuando trabajaba como penado en las carreteras del Teide. Un día, él y sus compañeros bajaron a Vilaflor, donde el alcalde había dispuesto un recinto para que los presos capearan el frío y la lluvia. “Al entrar en el pueblo, un niño gritó “mamá, no tienen rabo”. Cuando preguntamos a la gente, nos dijeron que se había extendido la creencia de que los rojos éramos unos demonios, porque en las ventas había unos pósteres que decían “la barbarie roja”, donde se veía a un diablo con una horca atemorizando a todo el mundo”.

El destierro de Franco

Luana Studer y Guacimara Ramos son los dos técnicos de la Asociación de la Memoria Histórica de Tenerife que están realizando las entrevistas personales, base del relato de los hechos acaecidos entre 1936 y 1939 en el Archipiélago. Tras más de un año de trabajo han recogido unos 140 testimonios, tanto directos como indirectos. En opinión de ambos, “es muy complicado” hablar de cifras de víctimas de la Guerra Civil en Canarias. “Es algo complejo, porque debemos descartar hipótesis y desarrollar los datos y testimonios. Y no sólo hablamos de desaparecidos, sino de víctimas o represaliados en general”, afirma Studer. “Aquí sólo hubo matanzas indiscriminadas”, agrega su compañera Guacimara Ramos, quien recuerda que los muertos en combate tienen una categoría jurídica diferente a la de los desaparecidos. De aquellos días, los historiadores han confirmado el importante papel estratégico que jugaron las Islas. Franco, meses antes del inicio de la guerra, había sido desterrado a nivel político a Tenerife, y eso le ayudó a organizar el golpe militar. De hecho, exponen los técnicos, “cuando dejó el Archipiélago para dirigir la cúpula de los nacionales, siempre mantuvo un gran interés por la Isla; se interesó vivamente por cómo se organizaban las instituciones y por eliminar a sus detractores”.

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