Sosiego tras enterrar los restos de sus padres
Recuperación de restos de la guerra civil en Kaseda
Sus historias no han sido contadas, pero debe hacerse porque estas reflejan las tragedias y penurias que tuvieron que soportar muchas personas a consecuencia de la Guerra del 36 y la posterior dictadura. Francisco Oneca y Pedro Dolorea acaban de vivir uno de los dÃas más emotivos e inolvidables de su vida, al enterrar los restos de sus padres en el cementerio de su localidad. A pesar de los 76 años transcurridos, tampoco han olvidado cómo fueron detenidos y el posterior fusilamiento.
Maider EIZMENDI
Uno ha convertido su vida en una odisea con el fin de hallar el cuerpo de su padre; el otro optó por desligarse de su localidad natal y de aquel fatÃdico hecho que ha marcado casi inconscientemente su vida. Ambos comparten ahora una sentimiento similar, una sensación de sosiego que no alcanzan a explicar con palabras.
Los padres de ambos fueron detenidos y fusilados en setiembre de 1936 en la localidad navarra de Kaseda, una población especialmente castigada por el alzamiento fascista y la posterior dictadura, ya que 51 personas fueron fusiladas.
Francisco Oneca, que en aquel entonces tan solo tenÃa 6 años, recuerda perfectamente el dÃa en el que arrestaron a su padre: «Vinieron a buscarlo a casa y yo vi desde el balcón cómo se lo llevaban atado. Corrà rápidamente detrás de él y los hombres que se lo llevaban al edificio que aquellos dÃas les servÃa de cárcel. Lo vi asomado a la ventana, me lanzó un beso y me pidió que me marcharse de allû, relata emocionado. Un dÃa más tarde regresó al mismo lugar y llamó a su padre para que se asomase a la ventana, pero para entonces habÃa sido trasladado y fusilado.
Pedro Dolorea tenÃa cuatro años y como cada dÃa acudió a la huerta a llevarle el almuerzo a su padre, pero no estaba allÃ. Su madre, que le esperaba en casa, no dudó ni siquiera un momento de la razón de aquella ausencia. Tal y como recuerda, su madre se echó las manos a la cara. En casa de los Dolorea se lloró, pero se hizo en silencio y apenas se habló durante muchos años de lo ocurrido.
En casa de los Oneca no hubo otro remedio que hablarlo porque, además de fusilar a su padre, sus dos abuelos fueron detenidos y llevados a prisión y su madre y su abuela fueron humilladas públicamente: «Les cortaron el pelo y, junto a otras mujeres, las pasearon por todo el pueblo como si fuesen ovejas. Las esposas de los falangistas salÃan a la ventana para contemplar aquella imagen», recuerda Oneca. Después llegó la penuria económica, el hambre.
Años más tarde, y tras abandonar su localidad natal para trasladarse a Santurtzi, la búsqueda del cuerpo de su padre se convirtió en una de sus mayores obsesiones: «Cada vez que tenÃa algún dÃa libre me acercaba a Kaseda para excavar con la azada el lugar en el que, según se decÃa, abandonaron los cadáveres», explica. Hubo testigos del fusilamiento y posterior depósito de los cuerpos, porque «incluso los mismos que ejecutaban aquellas muertes no tenÃan ningún problema en contar y alardear de lo que habÃan hecho». Mientras, las vÃctimas guardaban silencio por temor a represalias.
Oneca participó también en la búsqueda de los restos de otros vecinos fallecidos: «Hallamos varias fosas en localidades cercanas y repartimos los restos en base a la cantidad de personas desaparecidas en cada localidad». En 1979, en el cementerio de la localidad navarra se dispuso un panteón en el que se depositaron aquellos restos y en cuya lápida se inscribieron los nombres de todas aquellas personas que desaparecieron durante aquel trágico periodo. «Como no habÃamos encontrado a nuestro padre, introdujimos en el panteón una botella con tierra del alto de Aibar, como sÃmbolo». De alguna manera desistió en la búsqueda, pensando que nunca obtendrÃa el resultado esperado.
El yate Azor
En casa de los Dolorea la muerte de su padre tampoco fue la única consecuencia trágica que provocó la instauración de la dictadura franquista. Años después de la muerte del padre, ya en 1957, Pedro Dolorea perdió a su hermana Andresa, de 26 años de edad, en el «accidente» marÃtimo registrado en la bahÃa de la Concha el 19 de agosto. Aquel dÃa Andresa viajaba en una de las motoras que recorrÃa el trayecto entre el puerto y la isla Santa Clara, cuando esta fue embestida por el yate Azor, el barco de recreo del dictador Franco. El impacto partió en dos la motora, que se hundió prácticamente en el instante. Junto a Dolorea fallecieron otras cuatro personas que también viajaban en la misma embarcación. Tal y como se recogÃa en un reportaje publicado en GARA el 13 de octubre de 2008, se sabe que «Franco iba en el yate» y que «lo primero que hicieron fue llevarle a Aiete y después volver a por los accidentados». En casa de los Dolorea llovió sobre mojado.
Pedro Dolorea subraya que desde que abandonó Kaseda para acudir al servicio militar tan sólo ha visitado la localidad navarra en una ocasión. «Fueron unas navidades. Tras cenar en familia, yo y mis hermanos optamos por salir a la calle a pesar de que mi madre nos rogó que no lo hiciésemos», recuerda. Aquella noche mantuvieron una discusión con algunos vecinos a los que se refiere como «los ricos», tras lo cual incluso tuvieron que acudir a la comandancia de la Guardia Civil. Tras aquel hecho, se prometió a sà mismo que no regresarÃa más a Kaseda, promesa que incumplió el pasado 25 de noviembre cuando acudió a recoger y enterrar los restos de su padre.
Los cuerpos fueron hallados el 6 de abril de 2010. El alcalde de Oibar consideró que tenÃa una deuda pendiente con los familiares de estas cuatro personas que se suponÃa que estaban enterradas en su localidad. Por ello, al saber que los técnicos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi trabajaban cerca, no dudó en ponerse en contacto con ellos y pedirles que buscasen en el lugar. «Gracias a las tecnologÃas de que disponen, localizaron el lugar exacto en el que se hallaban los restos; estaban a una profundidad de dos metros», explica Oneca. Las pruebas de ADN han confirmado lo que todos sabÃan: que aquellos restos pertenecen a José Oneca, Segundo Dolorea, Blas Dolorea y Gregorio Oroz.
Ambos reconocen que el hallazgo y, sobre todo, el hecho de haber depositados los restos de sus padres en el cementerio de Kaseda, les ha proporcionado una sensación interna que difÃcilmente pueden describir. «Yo les digo a mis hijas que ahora ya me puedo morir tranquilo, sabiendo que mi padre no está en una cuneta; mi mayor temor era morirme sin hallarlo, al igual que mis hermanos», afirma Oneca, visiblemente emocionado. Dolorea describe un sentir similar: «Durante mi vida no he sentido un vacÃo o una gran intranquilidad por no saber dónde estaba el cuerpo de mi padre, no al menos conscientemente. Pero tras hallarlo y enterrarlo, siento una tranquilidad que no habÃa sentido hasta ahora. Supongo que nunca habÃa sido consciente de la necesidad que tenÃa de ello», comenta.
Oneca no quiere concluir su relato sin hablar de la palabra «perdón», la petición que nunca ha escuchado, la palabra que quizás no le tranquilizará tanto como el hecho de haber encontrado y enterrado a su padre, pero que considera que debiera pronunciarse de boca de aquellos que, precisamente, «se llenan la boca exigiéndola».
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