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A propósito del libro dedicado a Luis Gómez Llorente

Jaime Pastor. Público, 18/10/2013 | 21 octubre 2013

luis-gomez-llorenteUn debate crucial en medio de la Transición política española

 

JAIME PASTOR*

La publicación del libro colectivo Luis Gómez Llorente. Educación pública y socialismo, coordinado por Antonio García Santesmases y Manuel de la Rocha, contribuye a rememorar una fase clave de la Transición política en la que el homenajeado jugó un papel destacado.

En efecto, Gómez Llorente fue, además de enseñante ejemplar y veterano afiliado de la UGT, un dirigente socialista relevante durante los años de crecimiento del «renovado» PSOE tras su ruptura con el sector «histórico» de ese partido. Desde su responsabilidad como Secretario de Formación y como miembro de su Ejecutiva, fue uno de los protagonistas de la polémica abierta en torno a la propuesta de abandono del «marxismo» que hizo Felipe González en mayo de 1978 y que centraría la polarización que se produjo en el XXVII Congreso de ese partido un año después. Hoy, cuando a la luz de la crisis de régimen que estamos viviendo actualmente encuentran mayor receptividad las lecturas críticas de aquella mitificada Transición, parece oportuno recordar lo que estaba en juego en esos momentos.

Eran tiempos en los que las elites reformistas del franquismo y las procedentes de la oposición habían llegado ya a un «consenso» en torno al pasado (mediante la Ley de Amnistía) y al presente (con las reglas electorales y excluyentes que impidieran un proceso constituyente), mientras se iban sentando las bases del que iba a presidir el futuro a partir de los Pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978. No obstante, todavía se vivía en tiempos de profunda inestabilidad política y social que no permitían predecir hasta qué punto iba a poder consumarse esa «Transición».

Uno de los pilares necesarios para estabilizar el nuevo sistema político, junto con la monarquía y una descentralización controlada que contrarrestara las presiones vascas y catalanas, era el basado en garantizar la «gobernabilidad» a través de la alternancia entre dos grandes partidos pero muy pronto surgieron obstáculos para ese proyecto. Por la derecha, la Unión de Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez había servido como puente entre el franquismo y el nuevo régimen en formación pero estaba mostrando ya sus limitaciones, pese a su victoria en las elecciones generales de marzo de 1979, para contrarrestar el ascenso de las fuerzas de izquierda en las elecciones municipales de abril de ese mismo año, sobre todo en las grandes ciudades. En cuanto a la Alianza Popular del exministro franquista Manuel Fraga, su credibilidad como recambio de la UCD era entonces muy limitada, dados sus lazos con el «bunker» franquista.

En esas condiciones las expectativas electorales del PSOE empezaban a crecer y fueron muy pronto acompañadas por una apuesta cada vez más clara de su equipo dirigente por ofrecerse como único partido capaz de garantizar la consumación de la Transición y la estabilidad del nuevo régimen. Por eso, entre otras muestras de su voluntad de acabar con la sospecha de que tuviera un «programa oculto» rupturista, como le acusaban sus oponentes, Suárez entre ellos, Felipe González optó por proponer en mayo de 1978 el abandono de la mención al «marxismo» introducida en el XXVII Congreso de ese partido, celebrado a finales de 1976, según la cual era un «partido de clase y, por tanto, de masas, marxista y democrático». Coincidía por cierto, apenas medio año más tarde, con la que hizo Santiago Carrillo al PCE de renunciar al «leninismo», finalmente aprobada en su IX Congreso de 1978, no sin una grave y prolongada crisis interna que tendría su mayor manifestación en el PSUC.

Más allá de lo que para quienes nos encontrábamos a la izquierda de ambos partidos se percibía como la mera disposición a formalizar lo que ya era un hecho cada vez más evidente, o sea, la adopción de unas prácticas políticas que estaban muy alejadas de esas referencias ideológicas, no cabe duda de que esas iniciativas tenían una función simbólica muy significativa. Se trataba de tranquilizar a los «poderes fácticos» respecto a cuál era la voluntad de cambio efectiva de las direcciones de estos partidos acotándola a las restricciones que desde aquéllos se seguía imponiendo. Buscando, eso sí, hacerlas compatibles con una versión «mediterránea» del «modelo» del Estado de bienestar, cada vez más menguante a medida que se iría viendo afectado por el inicio de la contrarrevolución neoliberal tras el golpe de estado chileno de 1973 y la derrota de la revolución portuguesa a finales de 1975. La decisión de Felipe González se encontró muy pronto con una fuerte oposición dentro de ese partido, si bien fue Luis Gómez Llorente el único miembro de su Ejecutiva que se enfrentó al mismo. El debate se desarrolló en medio de una fuerte presión mediática  a favor de González -sobre todo, por parte de la línea editorial de El País- pero, pese a ello, culminó en el XXVIII Congreso en mayo de 1979 con el rechazo del 61,07 % de delegados y delegadas a la renuncia al marxismo. La inmediata dimisión en ese mismo Congreso de Felipe González como Secretario General abrió, sin embargo, una profunda crisis interna y condujo a diferencias dentro de la oposición respecto a la presentación o no de su candidatura a la dirección de este partido frente al chantaje felipista. Finalmente, su renuncia a hacerlo allanó el camino, no sin imponer el sistema de voto conjunto por delegaciones territoriales que dejaba sin voto a las minorías, hacia un Congreso Extraordinario en septiembre del mismo año, del que saldría reelegido González como un líder ya bautizado definitivamente como carismático por los medios.

El contexto, el desarrollo y el desenlace de ese debate son bien descritos por varios de los autores de este libro colectivo, entre ellos Antonio García Santesmases, Manuel de la Rocha y Antonio Chazarra, miembros de la corriente Izquierda Socialista. Recuerdan también cómo, pese a que Gómez Llorente había sido partidario del «consenso» constitucional [1] -no olvidemos que llegó a ser vicepresidente del Congreso-, no por ello consideraba que su partido debía convertirse en un partido electoralista y «atrápalo-todo» y arrastrar por ese camino a una UGT que se había resistido a aceptar los Pactos de la Moncloa. Así, en septiembre de 1979 declaraba: «No se trata de llegar al gobierno como sea y a costa de lo que sea, sino apoyado en un sindicalismo fuerte y militante, y mediante la activa identificación de la mayoría del electorado. Llegar al poder por otros atajos implica la defraudación de las esperanzas que la clase trabajadora ha puesto en el PSOE».

Esa voluntad de transformación acelerada de un partido que se declaraba marxista y autogestionario en otro no ya socialdemócrata sino, como acabaría ocurriendo, social-liberal es la que se prefiguraba a través de la polémica en torno al marxismo. Por eso, aun habiendo dado ya pasos decisivos en ese camino, lo que quedó finalmente derrotado entonces con el retorno triunfal de Felipe González, como recuerda Juan Antonio Andrade en otro trabajo de interés [2], fue la cultura política del tardofranquismo, la que buscaba todavía desbordar los marcos estrechos de un «consenso» que se quería imponer para lo que acabaría siendo un largo futuro. Algo que se confirmaría, tras el 23F de 1981, con la victoria electoral de octubre de 1982 -en detrimento de UCD y PCE- y la conversión ya definitiva del PSOE en «el partido del régimen», encabezado por un «joven nacionalista español», según definición de un periódico estadounidense, dispuesto a asumir la tarea de «modernización» de la sociedad española. Una «modernización» entendida como integración subalterna en la idealizada «Europa» y en una OTAN en plena «guerra fría», espacios en los que Felipe González acabaría ganándose la confianza del bloque de poder dominante hasta que en 1996, víctima de sus propios escándalos de corrupción y de terrorismo de Estado, llegara la hora del relevo por una derecha ya recompuesta, con Aznar al frente.

[1] Aunque él mismo diría en mayo de 1979: «Sin el consenso la Constitución habría sido infinitamente más difícil pero el precio de esta operación ha sido la desmovilización».

[2] El PCE y el PSOE en (la) transición, Siglo XXI, Madrid, 2012.

* Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED.

http://www.publico.es/475520/a-proposito-del-libro-dedicado-a-luis-gomez-llorente