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El día que Carrero voló por los aires

Infolibre, 20/12/2013 | 21 diciembre 2013

_PrInfoLibreLa revista tintaLibre analiza las incógnitas de un asesinato que marcó el declive de la dictadura

 

 

Hace 40 años, el 20 de diciembre de 1973, el entonces presidente del Gobierno y sucesor de Franco fue víctima de un atentado de ETA en Madrid

ANTONIO G. MALDONADO

Madrid, finales de 1973. El primer presidente del Gobierno en quien el dictador de España, Francisco Franco, se ha atrevido a delegar las funciones ejecutivas rutinarias, sale de un céntrico cine de la capital acompañado por su escasa escolta. Acaban de ver Chacal, la adaptación que el director Fred Zinnemann había estrenado ese mismo año de la novela de Frederic Forsyth en la que un mercenario, contratado por la Organisation de l´Armée Sècrete (OAS), intenta acabar con la vida del presidente Charles de Gaulle, en venganza por conceder la independencia de Argelia. Cerca estuvo de morir el general, pero, según dijo Carrero a sus guardaespaldas, “eso sólo ocurre en las películas”.

El 20 de diciembre, como cada mañana, el presidente del Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco, de 69 años, sale de su casa en la calle de los Hermanos Bécquer y se dirige a la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano, frente a la Embajada norteamericana. A las 10.30 de aquel jueves tiene previsto reunirse con su Gobierno en Castellana 3 para preparar el Consejo de Ministros de los viernes, en El Pardo. Tiene la costumbre de ir a misa a las9.30. Allí reza y comulga, y luego vuelve a desayunar a su casa, junto a su esposa y su hija. Poco después de salir, se sube a su coche, un Dodge Dart negro sin blindar, al que sigue otro coche de vigilancia. Toma la calle Maldonado, y gira la primera calle a la izquierda y rodea la iglesia y el convento. Avanza por la calle Claudio Coello, y al pasar por el número 304, una enorme explosión tiene lugar justo debajo del coche del presidente.

La confusión es total. ¿Un escape de gas? Uno de los escoltas del coche de vigilancia, tras reponerse de los golpes que ha recibido tras la explosión, transmite por radio un mensaje desesperado a su central: “No veo el coche del presidente”. Sale corriendo en dirección a la casa del presidente, a apenas unos cien metros del lugar, creyendo que hasta allí podría haberse dirigido el coche. Pero no está. Como retransmite la radio de la propia Policía Armada: “Se ha encontrado un coche en la azotea del convento de los jesuitas y parece ser que es el presidente del Gobierno, y parece ser que está muerto, aunque todavía no lo podemos confirmar, ¿eh?”. Las autoridades, desconcertadas, se agarran aún a la hipótesis de una desgraciada explosión de gas. A nadie escapa la posibilidad de que aquello tuviera que ver con el conocido Proceso 1001 que aquella mañana comenzaba en el Tribunal de Orden Público contra la cúpula de las entonces ilegales Comisiones Obreras.

El almirante llega vivo al hospital, pero muere a los pocos minutos. Aquel espectacular vuelo de un coche oficial hasta una terraza sí que no se había visto en ninguna película. Se cumplía el vaticinio que, sollozando, había hecho crípticamente su esposa cuando fue nombrado presidente. “Lloro porque casi todos los presidentes de España acaban siendo asesinados”. Prim en 1870, Cánovas en 1897, Canalejas en 1912, Dato en 1921, y ahora él. En España, el Gobierno da la orden de mantener la hipótesis del accidente mientras no haya más pruebas. El presidente en funciones, Torcuato Fernández Miranda, acude a El Pardo a hablar con Franco. “Se mueve la tierra bajo nuestros pies, Miranda”, le contesta lloroso el Caudillo.

¿Quién era Carrero Blanco y qué significaba para el Régimen?

Aunque en muchos documentos oficiales se dice que Luis Carrero Blanco había nacido en Santoña, Cantabria, en 1903, realmente lo había hecho un año después. Huérfano de madre a temprana edad, hijo de familia de tradición marinera, su padre había falsificado los documentos para que pudiera ingresar antes en la Escuela Naval de San Fernando. De duro carácter y férreo catolicismo, el monárquico Carrero Blanco recorrió los mares de España, tomó parte en las guerras de Marruecos y fue escalando en la jerarquía militar en una época convulsa para España y de desprestigio de su ejército. En 1934 se casó con Carmen Pichot, con la que tendría cinco hijos.

Cuando la guerra civil estalló, Carrero se encontraba en Madrid, y hubo de refugiarse en las embajadas de Francia y México hasta que consiguió pasar a la zona llamada nacional. Pese al teórico dominio que, por las zonas que controlaban, los republicanos debían ejercer sobre los mares, Franco siempre concedió un papel clave a Carrero en la toma de los mismos. Fue en uno de esos barcos cuando se conocieron. El joven Carrero se dirigió en cubierta a un joven pero ya barrigón Franco para ofrecerle algo de comer. “Entro en batalla en ayunas”, le respondió el entonces líder de la insurrección, que además le explicó que lo hacía desde que estuviera a punto de morir en Marruecos tras haber recibido un disparo en el bajo vientre, en 1916, con el estómago lleno.

Ganada la guerra civil española, sobrevino la II Guerra Mundial. España tomó claro partido por el Eje, aunque no dejó de coquetear con los aliados, siempre más prestos a ayudar en asuntos de intendencia alimentaria en una España devastada. En 1940, Franco, atormentado por el baile de máscaras al que jugaba con unos y otros, dudando entre sus preferencias fascistas y la ruina de su país, quedó marcado por el informe que Luis Carrero Blanco, miembro de la secretaría general de la Presidencia del Gobierno, le enviara aconsejando la neutralidad en la II Guerra Mundial. Aquello le supuso el nombramiento como subsecretario general de la Presidencia en 1941.

Franco ya no se separaría de él. Se convirtió entonces en lo que popular e internacionalmente se conoció como “la eminencia gris” del Régimen. Su ascenso a ministro de la Presidencia en 1951 y a vicepresidente en 1967 lo confirmaban como el continuador del Caudillo, como el guardián de las esencias del Régimen que debía perpetuar en la jefatura del Estado el príncipe Juan Carlos, con quien tenía Carrero una cordial relación de protección y asesoramiento.

En junio de 1973, Franco, de 82 años y enfermo, nombró al almirante su primer presidente del Gobierno. Sólo le impuso un ministro, el de Gobernación, el ladino exfiscal Carlos Arias Navarro, ex director general de Seguridad y exalcalde de Madrid, conocido como carnicerito de Málaga por su vesania vengativa como fiscal en La capital de la Costa del Sol durante la posguerra. Nunca confiaría Carrero Blanco en él. Sin saberlo, Franco había desbaratado con este nombramiento una operación que llevaba fraguando meses una organización terrorista vasca a la que las fuerzas de seguridad del momento, obsesionadas con el comunismo y la subversión clásica, apenas prestaban atención, ETA, que había cometido su primer asesinato en 1968.

¿Secuestro o muerte?

Euskadi Ta Askatasuna (ETA), que había nacido en 1958, vivía en las décadas de 1960 y 1970 del pasado siglo una pugna interna que acabó por dividir a la organización en dos tendencias: las conocidas como ETA V Asamblea (más violenta e intransigente) y la ETA VI Asamblea, que apostaba por la posibilidad de un pacto con otras fuerzas antifascistas españolas y una estrategia menos virulenta. Sería ETA V Asamblea la que se quedara con la marca y las pistolas, y la que comenzó a organizar el secuestro del entonces vicepresidente del Gobierno. Tal y como relata Eva Forest, mujer del dramaturgo Alfonso Sastre, en su libro Operación Ogro, un informante misterioso, del que aún se desconoce la identidad, pero a quienes los etarras describieron como un tipo con aspecto de policía de alto rango o diplomático, entregó en la cafetería del hotel Mindanao en Madrid a uno de los etarras, miembro del comando Txikia, encargado de la operación, un papel con información valiosa sobre un alto cargo del Régimen: el vicepresidente del Gobierno viajaba con escasa escolta, y su vida se desarrollaba con una rutina inamovible. De su casa, andando o en coche, iba a la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano y de allí volvía a casa a desayunar. Después, cruzaba la Castellana hasta su despacho, en el número 3, en el Palacio de Villamejor. Su coche no estaba blindado.

Quién y por qué ofreció esa información al comando de ETA es uno de los interrogantes del magnicidio, el que más pie ha dado a las teorías de la conspiración. ¿Un alto cargo del Estado? ¿Un miembro de algún servicio de inteligencia extranjero que veía en Carrero un freno a las reformas que quería implantar el príncipe en España? Incluso, ¿alguien del entorno de El Pardo que deseaba acabar con el mayor protector de don Juan Carlos para favorecer un cambio en la línea sucesoria a favor de la nieta del Caudillo, Carmen Martínez-Bordiú, y su esposo, de sangre real, Alfonso de Borbón y Dampierre?

El comando Txikia, que había tomado su nombre de uno de sus miembros, abatido por la policía en Euskadi, estaba integrado por Iñaki Múgica, Ezkerra; Iñaki Pérez, Wilson; José Miguel Beñaran, Argala; Jesús María Zugarramurdi, Kiskur; y Javier María Llarreategui, Atxulo. Comenzaron a preparar el secuestro con vistas a un intercambio del vicepresidente del Régimen por los numerosos presos vascos de ETA, diseminados en distintas cárceles de España. Organizaron turnos de vigilancia en la iglesia de los jesuitas, y para su asombro, era cierta la información que habían recibido en el hotel Mindanao. La iglesia, con tres salidas, y la escasa escolta del presidente, ofrecían la posibilidad del secuestro. El zulo, tras algunos incidentes con la primera opción barajada, ya estaba preparado. Pero el nombramiento del almirante en junio de 1973 como presidente truncó sus planes. El leve aumento de la escolta, pese a que no conllevó el blindaje del Dodge negro, hacía el secuestro una operación demasiado arriesgada. La cúpula de ETA transmitió la nueva orden a su comando: matad a Carrero.

Libros, cine y televisión

Pese a que la lucha contra ETA no era prioridad de las fuerzas de seguridad, la Policía Armada, alertada por su jefe en Bilbao, José Sáinz, conocido como Pepe el secreta, pisaba los talones a los miembros del comando. Por otro lado, éstos tampoco habían disimulado mucho su presencia en la capital: habían robado carnés de identidad y otros documentos en una comisaría, y habían atracado una armería. Ni siquiera hicieron por disimular su acento y eran conocidos en su barrio como “los vascos”. Unos días antes del magnicidio, fue suspendida repentinamente una redada en uno de los pisos francos pocos segundos antes de que se llevara a cabo. Se alegaron imprecisas “órdenes de arriba”. Dicha actuación habría supuesto la detención del comando y habría evitado el asesinato. ¿Quién dio esa orden? Es algo que se desconoce y otro de los misterios del caso.

Se suma a todo ello que el sótano del número 304 de la calle donde cavaron un túnel hasta el punto exacto por donde debía pasar el coche oficial del presidente, estaba a unos 80 metros en línea recta de la Embajada norteamericana. ¿Era posible que pasaran desapercibidos estos movimientos y los hedores del gas a la seguridad de la legación? Difícil, según muchos, más aún cuando el secretario de Estado, Henry Kissinger, había visitado Madrid el día 19, donde se había reunido con el almirante Carrero en Castellana 3.

Los espacios de sombra del magnicidio no se quedan ahí. El sumario de la investigación judicial de su muerte permaneció inaccesible hasta hace pocos años. Pasó de la jurisdicción civil a la militar, y de ahí otra vez a la civil. Además, el fiscal que investigó el caso, Fernando Herrero Tejedor, murió en un extraño accidente automovilístico en 1975. El sumario que comenzó a instruir recoge todas estas dudas. Dos libros han tenido acceso al mismo, el primero, Todos quieren matar a Carrero (Libros Libres, 2011), del periodista Ernesto Villar, cuyo subtítulo, La conspiración dentro del Régimen, indica a las claras la tesis que defiende, y el más reciente Matar a Carrero – La conspiración (Plaza & Janés, 2013), de Manuel Cerdán, con une tesis parecida pero menos contundente. A principios de los ochenta, los periodistas de El País Joaquín Prieto, Javier García e Ismael Fuente publicaron la menos sensacionalista y más seria investigación, Golpe mortal, ahora descatalogada, y lastrada por el paso de los años y las nuevas revelaciones, pero no por ello un relato menos ejemplar.

También el cine y la televisión se han ocupado del magnicidio. Las películas Comando Txikia. Muerte de un presidente (José Luis Madrid, 1976) y Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979), basada en el mencionado libro de Eva Forest; y la serie de televisión en dos capítulos El asesinato de Carrero Blanco (Miguel Bardem, 2011), quizá la más completa de todas, y, sin duda, la más valiente en sus planteamientos finales. La fuerza de la explosión, sugiere la cinta, se debió al refuerzo que varios mercenarios de la OAS aplicaron en los explosivos del túnel. Sí, esa OAS que intentó matar a De Gaulle en Chacal y que Carrero tomaba por unos fantasmas.

El consenso de los historiadores es que la muerte del presidente del Gobierno no cambió el curso de la historia que acabaría en la Transición. El cambio de Régimen no dependía de una persona, pero la muerte del almirante facilitó el paso a la democracia, y quizá aceleró la decrepitud de Franco. Y, sin duda, evidenció que no todo estaba tan “atado y bien atado”. El llanto en público de un Franco tembloroso dando el pésame a la viuda del almirante fue la imagen más poderosa del declive del Régimen. Los restos de Carrero Blanco descansan en el cementerio de El Pardo, en una de las tumbas menos lustrosas del lugar, en un último homenaje involuntario a la austeridad que todos reconocen al asesinado presidente, un duro pero incorruptible representante de un Régimen que hizo de la corrupción su esencia.

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