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Las siete pruebas de Enrique Lister (1907-1994)

Fernando Hernández Sánchez, 6 enero, 2014 | 7 enero 2014

enrique_listerLlegaría a ser general de cuatro ejércitos: el de la República Española, del Ejército Rojo de la URSS, del polaco y del yugoslavo

 

Enrique Lister Forján (1907-1994), como tantos otros personajes coetáneos, resume en su biografía todos los avatares, sucesos y contradicciones que jalonaron el convulso siglo que le tocó vivir. Pocas generaciones como la suya fueron llamadas a protagonizar los acontecimientos más decisivos de la Historia Contemporánea: la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la expansión exterior del “socialismo real” y su progresiva esclerosis interna hasta el derrumbe final del modelo en los años 80…. Pocas, también, tuvieron la oportunidad de ver pasar ante sus ojos el ciclo completo de una era, la que conforma lo era que el historiador británico E.J. Hobsbawm ha denominado “el corto siglo XX”.

Lister – cuyo nombre real era Jesús, y su apellido Liste, al que añadió una “r” final para dotarlo de eufonía internacionalista y revolucionaria- nació en 1907 en la aldea coruñesa de Ameneiro y, cumpliendo el destino de muchos gallegos de aquel comienzo de centuria, se vio abocado a emigrar a Cuba, donde además del oficio de cantero adquirió la fe comunista que profesaría hasta su muerte. De regreso a la Península, se afilió al PCE en 1928 y se inició en la azarosa vida del militante clandestino.

Con la llegada de la República y la necesidad de dotarse de un contingente de cuadros capacitados, el partido envió a Lister a la Unión Soviética, donde recibió formación política y militar, y tuvo ocasión de participar personalmente en esa metáfora de la edificación del socialismo que fueron las obras del Metro de Moscú. A su retorno a España, en 1935, fue encargado del aparato antimilitarista en el seno de las fuerzas armadas, paradójica misión para quien llegaría a ser general de cuatro ejércitos –el de la República Española, el Ejército Rojo de la URSS, el polaco y el yugoslavo-. Junto a Juan Modesto Guilloto, compañero de vicisitudes con el que mantendría una dicotómica relación de proximidad y recelo, organizó y adiestró la fuerza paramilitar comunista, las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC). Estas, que operaron en principio como un instrumento de autodefensa, se convertirían en la base comunista de reclutamiento al producirse la sublevación militar contra el gobierno del Frente Popular en julio de 1936. A partir de ese momento, la figura de Enrique Lister iría cobrando una relevancia pública que correría paralela a la del prestigio de la unidad que contribuyó a forjar, el Quinto Regimiento de Milicias Populares, primero, y la XI División del Ejército Popular, posteriormente.

Cuando el gobierno de la República decidió dotarse de una fuerza militar centralizada sobre la base del encuadramiento de las milicias sindicales y de partido, Lister se contó entre los oficiales de nuevo cuño, no profesionales, que nutrieron la médula del nuevo Ejército Popular Regular, esmaltando su historial con los topónimos de batallas libradas, en la mayor parte de los casos, con más valor que medios y más moral que eficacia: el Jarama, Brunete, Guadalajara, Teruel, el Ebro… La figura de Lister adquirió entonces tintes épicos: la propaganda de guerra lo ensalzó, y poetas como Antonio Machado declamaron en versos vibrantes su deseo de trocar la pluma por su pistola.

Pero, al mismo tiempo que para unos se convertía en personalidad legendaria, emblema de una lucha de liberación nacional que llevaba en su seno el germen revolucionario de una democracia de nuevo tipo, para otros se erigía en el verdugo de la auténtica revolución proletaria. La XI División a su mando  fue la herramienta que Negrín, Prieto, el PCE y, en general, los partidarios de recuperar para la República el monopolio de la autoridad juzgaron adecuada para suprimir el poder concurrente del Consejo de Defensa de Aragón, hegemonizado por los libertarios. Durante el verano de 1937, las fuerzas de la XI División ocuparon Caspe y liquidaron el universo de experiencias colectivizadoras emprendidas por los anarcosindicalistas.  Y Lister no dudó en aplicar mano de hierro cuando lo consideró preciso: le precedía una fama en la que no escaseaban las alusiones al empleo de una severidad ejemplarizante e intransigente en la punición de las desviaciones o la tibieza en el combate. Él mismo no lo negaba, pues nada tenía que reprocharse quien había hecho de una acerada disciplina la guía fundamental de su acción política.Las siete pruebas de Enrique Lister.

Porque si hay una palabra que caracterice la relación que Enrique Lister mantuvo con la fuerza política a la que perteneció desde 1928 es “disciplina”. La disciplina era la garantía de la preservación de la unidad del partido, el valor supremo al que había que supeditar todo interés personal. Incluso en los momentos más difíciles, la disciplina se impuso sobre la tentación de emprender una batalla política interna: “Me retenía siempre lo mismo: el temor al daño que con ello pudiera causar al Partido […] La unidad del Partido estaba por encima de todo otro interés o de todo otro sentimiento. Ese era el deber supremo y a ello debía estar supeditado todo lo demás” [1]

Esa disciplina fue puesta a prueba en distintas ocasiones, hasta que en agosto de 1970 el veterano dirigente se encontrara, por primera vez en cincuenta años, excluido de las filas del PCE. El pretexto, el rechazo a la condena de la intervención soviética de 1968 en Checoslovaquia, constituiría el último eslabón de una prolongada cadena de fricciones, cuyo origen se remontaba al periodo final de la guerra civil española, y cuyos eslabones se habían ido soldando unos a otros a lo largo de un cuarto de siglo de pertenencia a los órganos de dirección.

La primera prueba: el fin de la guerra civil.

Los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar a partir del 5 de marzo de 1939 no solo lastraron durante décadas las relaciones entre las fuerzas del exilio antifranquista; las diferencias de criterio en el seno del PCE acerca de cuál debería haber sido la reacción correcta de sus dirigentes ante la rebelión de Casado, determinaron también la aparición de líneas de fractura que solo se suturaron a golpe de escisiones y purgas en los años subsiguientes. Algunos de los más significados cuadros políticos y militares del PCE fueron llamados a capítulo por la Internacional Comunista para explicar su comportamiento durante los días transcurridos entre la sedición del Consejo Nacional de Defensa (CND) y su salida de España. Lister informó personalmente a Dimitrov a su llegada a Moscú, el 14 de abril de 1939[2].

Lister manifestó su descontento por la forma en que se condujo la campaña de Cataluña y la evacuación de Barcelona. También se mostró sumamente crítico con el hecho de que la plana mayor del partido se hubiera trasladado casi íntegramente a Cataluña, siguiendo al gobierno Negrín, descuidando la zona central y evidenciando una total falta de previsión para la adopción de medidas preparatorias  del paso del partido a la clandestinidad. Sus críticas alcanzarían tonos más acerados cuando constató que no todos los que habían alcanzado refugio momentáneo en Francia tenían previsto retornar a España para continuar la resistencia: “En el avión en que salí de Toulouse para la zona centro-sur –recordaría más tarde- la noche del 13 al 14 de febrero de 1939 […] íbamos trece pasajeros a pesar de que el avión tenía 33 plazas. Es decir que veinte iban vacías”[3].

El ambiente en la zona central era cada vez más hostil contra Negrín y el PCE. Un creciente sector del arco político y militar republicano confiaba en que una negociación directa entre elementos castrenses de ambos bandos, prescindiendo tanto del gobierno que apostaba por la resistencia como de los comunistas que lo apoyaban, y con la ayuda de una mediación internacional de carácter diplomático y humanitario, podía conducir a un armisticio pactado. En estas circunstancias, la promoción por el gobierno Negrín de Lister, Modesto, Cordón y otros militares de adscripción comunista –con el correlato de una previsible intensificación de la resistencia y una prolongación de la guerra-  fue el pretexto que arguyeron los partidarios de la rendición para sublevarse.

La desorientación, la imprevisión y la desmoralización se apoderaron de los mandos comunistas concentrados en el aeródromo de Monóvar la madrugada del 5 al  6 de marzo de 1939. Se tomó la decisión de que Dolores Ibárruri, Pasionaria, emprendiera el camino del exilio junto a Negrín, El resto de la dirección presente (Vicente Uribe, Manuel Delicado, Modesto, Lister, Enrique Castro Delgado, Luis Delage, Pedro Checa y Alfredo –Togliatti) trató sobre la posibilidad de ofrecer resistencia al Consejo de Defensa. Togliatti interpeló a Lister y Modesto acerca de si el PCE tenía fuerza para hacerse con la situación, a lo que contestaron que no. Lister, en concreto, dijo que “no solo ahora, pero jamás la tuvo el partido solo, para ello”[4].

Con este dictamen, Togliatti convalidaba la decisión de cerrar la página de la guerra,  para pasar a organizar la lucha clandestina y sacar del país a la mayor parte de la cúpula del PCE, que partió hacia Orán entre los días 6 y 7 de marzo. Con la salida de España del grueso del Buró Político, la situación de la organización era crítica: por fuga o por captura de sus principales dirigentes, se encontraba prácticamente descabezada y falta de línea a seguir[5]. Fue en ese momento cuando el sector político-militar comunista rellenó el vacío dejado por la dirección desaparecida. Jesús Hernández se hizo cargo de la resistencia a Casado en Valencia, obteniendo del general Menéndez, representante del Consejo en Levante, ciertas garantías que libraron al partido de una persecución como la que se desencadenó en Madrid, donde los responsables provinciales comunistas combatieron al CND durante una semana. Cuando partieron de Monóvar, algunos cuadros político-militares se habían ido pensando que todo había acabado. Al tener noticia de los sucesos de Madrid, no pudieron por menos que manifestar su contrariedad por haberles privado de la posibilidad de seguir luchando. Lister y  Manuel Tagüeña figuraron entre ellos, y así lo expresaron cuando fueron interpelados en las reuniones de balance sobre el fin de la guerra. Pero, en agosto, el pacto germano-soviético arrojaría una capa de silencio sobre las conclusiones de lo que había sido el primer episodio de combate abierto contra el fascismo en Europa. La línea de Moscú viró 180º, y Lister acató la nueva situación disciplinadamente.

Segunda prueba: La pasividad forzada en la guerra mundial.

A su llegada a la URSS, los evacuados españoles fueron conducidos a distintos destinos, dependiendo de su puesto en el organigrama del partido y de su nivel de especialización. Los dirigentes se instalaron en Moscú, en el famoso “Hotel Lux”, residencia habitual de los representantes extranjeros en la Komintern. Los mandos militares fueron divididos en dos grupos: los de carrera – como Francisco Galán y Antonio Cordón- se integraron en la Academia Superior Vorochilov; los procedentes de milicias -Lister, Modesto, “El Campesino”, Tagüeña…-  lo hicieron en la Academia Frunze. Los demás militantes fueron destinados al trabajo en fábricas de los alrededores de Moscú.

Al producirse la invasión nazi de la URSS, Lister y Modesto  fueron enviados al Cáucaso, tras finalizar su estancia en la Frunze, donde sus resultados académicos no habían sido especialmente brillantes. Cuando pensaban que el mando militar soviético iba a emplearles en el frente de Moscú, recibieron la orden de trasladarse a la retaguardia. Al llegar al lugar asignado en la orden, relataba Hernández en carta a Pasionaria, “sin apearlos del tren, recibieron una nueva orden que les empujaba, ni más ni menos, que hasta el Taskent. Omito describirte la cantidad y calidad de mala ‘molko’ que llevaban los hombres […] Ellos razonaban que una vez que habían sacado los estudios, o bien que les utilizasen en el Ejército o que los liberasen definitivamente y que el Partido los enviase a las fábricas. Lo aceptaban todo menos transformarse en eternos estudiantes sin perspectiva. Según dicen, a todos los camaradas soviéticos que habían acabado el curso con ellos, en cada estación iban llamándoles y dándoles destino. Y ellos ¡evacuados!”[6]

Desde Taskent remitieron varias cartas a Hernández urgiéndole a instar la incorporación de los españoles al Ejército Rojo[7].  Los militares que habían superado los cursos de Estado Mayor de la Academia Voroschilov, como Antonio Cordón, ya habían dirigido peticiones en igual sentido a los máximos dirigentes de la Komintern[8].  Pero el 27 de noviembre de 1942, Modesto se lamentaba: “Desde luego estamos cabreados Jesús, en serio, porque ya está bueno lo bueno. Ya hemos llegado a la convicción de que aquí no se nos utilizará nunca, y entonces nos preguntamos si nuestro destino es ver pasar el tiempo en este Tashkent, yo creo que podemos servir para otra cosa”. Y Lister insistía una semana después:  “Los militares seguimos como antes, nada ha mejorado ni nada ha cambiado, nadie cree en su empleo en el frente, ni en la posibilidad de ir a observar nada al frente […] Nos parece que año y medio enterándose de los tiros desde 4.000 kms. del frente ya está bueno, y no es que nosotros nos creamos que sabemos de la guerra más que nadie, pero no tampoco como se creen […] y si el uniforme y las graduaciones son un obstáculo para nuestro empleo, lo abandonaríamos sin pena con tal de poder hacer algo más útil de lo que estamos haciendo”.

Los dos tuvieron la ocasión de manifestarle sus demandas a Dimitrov en sendas reuniones, el 4 de mayo y el 14 de julio de 1943. Se lamentaban de no haber sido empleados por el Ejército Rojo a pesar de haber concluido los cursos de capacitación hacía más de dos años y solicitaban que, si no podían ser utilizados en la guerra contra los alemanes, se les enviara al exterior, “más cerca de España, para participar en la preparación de la insurrección contra Franco”[9].

La guerra terminó sin que los jefes del antiguo Ejército Popular pudieran poner a disposición de la URSS la experiencia adquirida en España. En compensación fueron enviados a Yugoslavia, en noviembre de 1944, con la misión de asistir con sus conocimientos a las fuerzas triunfantes comandadas por Josip Broz, Tito. Lister, de nuevo, aceptó las órdenes con disciplina.

Tercera prueba: la sucesión en el PCE.

Cuando José Díaz puso fin a su vida, arrojándose por la ventana del hospital en que convalecía en Tiflis, se desencadenó la pugna por la sucesión entre el antiguo Ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández, y Dolores Ibárruri. Como atestiguan muchos de quienes les trataron en el exilio soviético, Lister y Modesto se habían encontrado entre los más fervientes propagandistas de Jesús Hernández y se contaban entre los asiduos a su apartamento del “Hotel Lux” mientras fue considerado el sucesor indiscutible de Díaz[10]. Los puntos de coincidencia entre Lister, Modesto y Hernández habían sido, fundamentalmente, la oposición al arribismo de Francisco Antón. Ambos mantuvieron públicamente una virulenta oposición a la relación entre Antón y Dolores Ibárruri, aunque Lister asegurara años más tarde que sus profundas discrepancias con “los métodos intolerables de dirección [empleados por Antón] y con su conducta inmoral” no significaba necesariamente estar conspirando junto a Hernández:  “Hernández era más antiguo que Antón en el BP. Había desempeñado cargos más importantes que Antón y para toda la emigración aparecía teniendo más responsabilidad que Antón, incluso en las cosas de la emigración en la Unión Soviética […]  Lo que no quería Jesús Hernández, como no lo queríamos ninguno de los que estábamos al corriente de la cuestión, era tener un secretario general consorte. No queríamos a Antón como secretario general del Partido y a Dolores como tapadera” [11].

Cuando Hernández fue enviado a México y expulsado del partido, Lister y Modesto rectificaron radicalmente sus posiciones. Ello les valió la crítica de ponerse a la sombra de quienes combatían a la dirección hasta que, derrotados, volvía a ponerse a la sombra de los dirigentes supremos[12]. Lister tuvo ocasión de lavar su imagen en dos ocasiones, ante la delegación del Comité Central del partido en Moscú, reunido para dar cuenta de la suspensión de militancia de Hernández en México, y en la asamblea de los militares españoles de las academias Frunze y Vorochilov. La autoexculpación  de Lister recorrió los clásicos derroteros de las imputaciones culposas (las relaciones de Hernández “con sujetos políticamente indeseables”, su “actitud desleal y antisoviética”,  la corrupción como resultado de la ambición y la degeneración…), y no estuvo exenta del ingrediente de  sospecha consustancial al estalinismo: Hernández quizás no actuaba por cuenta propia; su sistemática labor de descomposición de la unidad del partido estaba dirigida a, “en el momento que ellos [Hernández y sus acólitos] creyeran conveniente o cuando alguien se lo ordenara, dar el golpe al Partido, golpe que le permitiría alcanzar el puesto máximo en él”[13].

Habiendo sido pública su proximidad al ex-Ministro caído en desgracia, su nuevo posicionamiento trajo consigo que el crédito personal de Lister y Modesto se resintiera entre la emigración. Algunos comentarios sobre el cambio de actitud de ambos generales no podía ser más contundentes (“[Nuestro acercamiento a Dolores] nos ha valido que alguno nos haya dicho en la cara que hemos perdido los cojones de comunistas”), máxime si las autoras eran dos mujeres, Caridad Mercader –madre de Ramón, el asesino de Trotski- y Carmen Parga, la esposa de Tagüeña.

Si Modesto y Lister no solo acataron, si no que defendieron las medidas tomadas contra Hernández y alguno de sus seguidores (como Castro Delgado) –a pesar de sus profundas discrepancias con el círculo allegado a Pasionaria- fue debido a su concepción de que, por encima de todo, se encontraba  la sagrada unidad del partido: “Los hombres mueren, desaparecen, el Partido queda por encima de los hombres, de las personas y de los personajes”. La obediencia obtuvo su recompensa. Lister y Modesto fueron cooptados al máximo órgano de dirección del PCE en la URSS, y los generales envainaron, momentáneamente, el sable de sus críticas.

Cuarta  prueba: la disolución de las guerrillas.

En febrero de 1948 Santiago Carrillo y Enrique Lister viajaron a Belgrado en representación del Buró Político del PCE para entrevistarse con Tito y solicitarle el lanzamiento en paracaídas de hombres y armas sobre el Levante español en apoyo de la lucha guerrillera. Inmersos ya en la escalada de fricciones que llevaría a la ruptura entre su país y la Kominform, los dirigentes yugoslavos pretextaron que sus aviones no tenían suficiente autonomía de vuelo para ejecutar la operación y retornar con seguridad a sus bases, y que tampoco era posible el abastecimiento de hombres y pertrechos por mar, con argumentos técnicos que convencieron a Carrillo pero no a Lister.  La ayuda yugoslava se limitó a la entrega de 30.000 dólares. Tras quince días de estancia en el país balcánico,  los dirigentes comunistas españoles regresaron a París sin conseguir su propósito.

Tampoco encontraron ecos más favorables en otros lugares. En septiembre del mismo año, Pasionaria, Carrillo y Antón se entrevistaron personalmente con Stalin en Moscú. De aquella reunión trascendió la indicación del mandatario soviético sobre la conveniencia de disolver las guerrillas que operaban en la Península, una vez comprobado que el despliegue de la Guerra Fría excluía cualquier posibilidad de intervención aliada en España para derribar la dictadura del más veterano socio del Eje. Un mes después, el Buró Político del PCE trasmitió la consigna de clausurar la etapa de la lucha armada.

Lister, el político disciplinado, no podía dejar de aceptar la nueva línea, máxime si en su origen se encontraba el mismísimo Stalin. Pero Lister, el militar, que había sido encargado por el partido de la coordinación de las fuerzas en armas del partido, no se plegó a conceder incondicionalmente su asenso a una medida cuya aplicación, demorada durante –al menos- dos años, juzgó efectuada en virtud de intereses espurios. Para él, el paso de la lucha guerrillera a otras modalidades de lucha clandestina se hizo en las peores condiciones posibles (de forma gradual, sin medios ni directrices de repliegue…) y, lo que es más grave, sembrando la sospecha y el enfrentamiento entre los integrantes de los propios destacamentos guerrilleros.  Lister veía en ello la mano oculta de quienes estaban imprimiendo bandazos estratégicos a la línea del partido, no con la intención de ajustar sus métodos de lucha al nuevo contexto de una dictadura consolidada en el interior y que recomponía sus alianzas en el exterior, sino con el más mezquino objetivo de escalar posiciones en la dirección partidaria con vistas a un relevo de la vieja guardia. Pero, una vez más, el Lister miembro del Buró Político calló, a pesar de que su confianza en la cúpula dirigente estuviera siendo, cada vez con más intensidad, sometida a duras pruebas.

Quinta Prueba: la  desestalinización.

En febrero de 1956, Lister y el resto de la alta dirección comunista española se encontraba en Moscú para asistir al XX Congreso del PCUS, el primero tras la desaparición de Stalin, muerto tres años antes. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que ocurrió: una de las últimas sesiones fue declarada secreta, y el acceso exclusivamente limitado a los delegados soviéticos. No tardó en conocerse su contenido: Durante horas, el secretario general, Nikita Kruschov, fue desgranando ante los asombrados delegados el relato de la degeneración del proyecto leninista, la conformación de un monstruoso altar de culto a la personalidad, y el terrible correlato de persecuciones y crímenes ejecutados bajo la égida de Josif Stalin.

Cuando los representantes extranjeros accedieron al contenido del denominado “informe secreto”, las reacciones fueron de sorpresa e incredulidad. Pasionaria, Uribe, Mije y Lister pasaron una noche en blanco, prácticamente en estado de shock, analizando las consecuencias del texto. No eran los únicos: cuadros dirigentes de todos los países, intelectuales y compañeros de viaje que habían glorificado al dirigente bolchevique –“cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado”, “guía genial”, “padre de los pueblos”- asistían atónitos a la voladura de un mito. El tiempo verificaba la intuición de Picasso, que había recibido feroces críticas por el retrato que realizara para la edición de L´Humanité que anunció la muerte del líder: “Se quejaban de que no lo había representado majestuosamente, pero quizás llegue el día en que lo que me reprochen sea haberlo pintado”.

Lister nunca metabolizó las conclusiones del informe de Kruschov. En aplicación del principio de “los hombres pasan, pero el partido permanece”, encontró el ámbito de reserva mental suficiente como para cohonestar las críticas a los excesos de Stalin con la caracterización como jefe revolucionario que nunca dudó en atribuir al georgiano. Stalin fue, a su juicio, el Robespierre soviético, y si el rigor –no exento de los abusos inevitables en un contexto de guerra contra el enemigo interior y exterior- del Incorruptible había sido integrado en la interpretación canónica de la revolución burguesa, ¿por qué no habría de ocurrir otro tanto con la lectura de la soviética cuando los historiadores del futuro situaran el foco de su análisis sobre el periodo estalinista? Para Lister, los resultados del régimen le exoneraban en gran parte de los abusos: la conversión de la URSS en superpotencia industrial y militar, la victoria sobre el nazismo, la extensión del “socialismo real” a la tercera parte del globo, absolvían a Stalin de la aniquilación de cualquier tipo de oposición. Como si en el estrangulamiento de la democracia socialista, en la instauración de un sistema de burocracia gerencial  y en la conformación de una economía que primaba la acumulación estatal sobre el bienestar de los ciudadanos no se encontrasen los gérmenes que iban a provocar la esclerosis, primero, y la implosión, por último, del modelo que se pretendió alternativo a la hegemonía mundial del capitalismo.

Quizás Lister estaba incapacitado para percibir el calado del daño infligido por el estalinismo al proyecto socialista, deslumbrado -como lo estaba su generación- por la percepción del recuerdo de la ayuda soviética a la República española. Él, como el resto de los líderes del PCE durante la guerra civil –Dolores Ibárruri, Uribe, Antón…- tenían muy difícil reelaborar un imaginario en el que Stalin ya no ocupase el lugar de preferencia. Lo cierto es que tampoco ellos iban a tener mucho tiempo para adaptarse al nuevo discurso: por desplazamiento, cese o depuración, la mayoría habrían de ceder su puesto ante el empuje de una nueva generación  que se creyó legitimada por la nueva coyuntura para tomar las riendas del partido.

Sexta prueba: el ascenso de Santiago Carrillo.

Las relaciones entre Lister y Santiago Carrillo nunca fueron cordiales. Para el gallego, el asturiano representaba el ascenso de un grupo generacional dentro del partido que, debiendo –por edad- haber empuñado las armas contra el fascismo, se había emboscado en la retaguardia o en un distante exilio en tierras americanas, desde donde había aguardado el momento de asaltar la cúpula de la organización. La primera vez en que Lister compartió responsabilidades con Carrillo fue ya en Paris, tras el fin de la guerra mundial. Semprún recuerda los cumplidos envenenados que se dedicaban si, por casualidad, ambos accedían al mismo tiempo al local donde se reunía el Buró Político: “Monsieur le Géneral, s´il vous plait”… “Aprez vous, monsieur le Ministre…”

Los choques se sucedieron a medida que Carrillo y sus adláteres ocupaban posiciones de mayor responsabilidad. El disciplinado Lister siguió callando en público, pero en privado no dejó de prestar atención a cuantas quejas se le trasmitían sobre el comportamiento de Carrillo, cuya estrategia de acceso al poder percibía jalonada de deslealtades personales y colectivas, de persecuciones a competidores y adversarios, y hasta de tentativas de eliminación.

No es que Lister se escandalizara por la severidad practicada contra quienes pudieran considerarse enemigos de la línea del partido: ni durante la guerra ni en el exilio le tembló el pulso a la hora de sancionar las desviaciones de la ortodoxia. La cuestión, ahora, era que las purgas se dirigían no contra infiltrados o desviacionistas, sino contra militantes probados en las duras luchas de la guerra mundial y la resistencia, y en última instancia, contra aquellos que conformaban el friso de la dirección partidaria durante la epopeya de la guerra civil. Cayó Uribe en el congreso de Praga de 1954; Antón fue enviado de forma humillante a la cadena de montaje de una fábrica de motocicletas en Varsovia; Pasionaria recibió un impulso hacia la presidencia honorífica del partido que, en realidad, enmascaraba una pérdida total de poder ejecutivo… Después de 1956, Santiago Carrillo y su cohorte de antiguos miembros de la dirección de la JSU (Claudín, Federico Melchor, Ignacio Gallego…) pasaron a dominar la dirección del PCE en detrimento de la vieja guardia, imprimiendo al partido nuevos giros estratégicos que, en un periodo de conmoción del movimiento comunista internacional –con el cisma chino y el impacto de la revuelta húngara de 1956-, no dejarían de tener consecuencias en el seno de la militancia.

Séptima prueba: la ruptura de la fidelidad a la URSS.

Cuando la noche del 20 de agosto de 1968, los tanques del Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para aplastar el experimento reformista conocido como la “primavera de Praga” no solo liquidaron la última posibilidad de evolución democratizadora de un régimen socialista desde dentro, sino que acabaron de volar en pedazos el mito de la comunidad de países socialistas que avanzaban juntos y fraternalmente hacia el comunismo, bajo el liderazgo patriarcal de la URSS. La intervención en Checoslovaquia se reveló como un ataque preventivo inscrito en la mera estrategia soviética de conservación de su glacis defensivo en la Europa central.

Las reacciones contra la invasión, desde dentro del propio mundo comunista, difirieron sustancialmente de las suscitadas por la intervención en Hungría doce años antes. No existía en aquellos momentos un clima de aguda confrontación bipolar, como el de la Guerra Fría, y en el universo progresista, la Unión Soviética, criticada por el maoísmo y cuestionada por la nueva izquierda que surgía en torno a los movimientos del 68, había perdido definitivamente el papel de referente. En este contexto, algunos partidos comunistas de la Europa occidental se desmarcaron de la operación del Pacto de Varsovia: unos, como el italiano, porque precisaban resaltar su autonomía si querían tener opciones de acceder al poder; otros, como el español, porque necesitaban desmarcarse del estigma de la dependencia de Moscú para acrecentar su papel en la oposición al régimen. En este último caso, además, pesaban las derivaciones de la línea de reconciliación nacional y de superación del recuerdo de la guerra que el equipo de Carrillo había imprimido al partido desde su ascenso a la dirección.

La marginación de los viejos mitos emblemáticos de la guerra, unido al alejamiento de las posiciones soviéticas en política internacional – lo que los ortodoxos valoraron como un abandono del “internacionalismo proletario”- fueron los factores que sometieron el proverbial acatamiento de la disciplina partidaria por parte de Lister a su prueba definitiva. Entre la condena del PCE de la intervención en Praga, en 1968, y el verano de 1970, Enrique Lister no cesó de reclamar un pronunciamiento colectivo del partido sobre lo que juzgaba una traición de sus dirigentes a los principios definitorios de la naturaleza del PCE. En ese proceso, desbordados por fin los diques que había autoimpuesto a su crítica durante los últimos veinticinco años, sacó a la luz todos los puntos de discrepancia, desde el final de la guerra hasta la fecha. Pero si contaba con que su carisma de peso pesado podía conservar aún algo de autoridad moral, valoró mal sus fuerzas. La mayor parte de los veteranos no quiso romper con el partido, ni someterlo a las tensiones de un debate interno cuyos resultados, en términos de escisión, se presentían. Al fin y al cabo, se comportaron tal como él lo había hecho durante décadas siempre que habían surgido disidencias: “los hombres pasan, el partido permanece”. Para la nueva hornada de dirigentes jóvenes, Lister era poco más que una figura ligada al pasado, incómoda, incluso, en los tiempos que corrían, en los que la línea del partido se inscribía en un discurso de superación del recuerdo de la guerra.

Lister apenas arrastró consigo a un puñado de cuadros y militantes aunque, cumpliendo una ley implícita de las escisiones comunistas, pretendió que con ellos se marchaba la esencia del partido, dejando para los “revisionistas” apenas la cáscara vacía bajo unas siglas históricas usurpadas. Lister recuperó la antigua denominación de PCOE para su grupo, que tuvo una existencia modesta y poco rutilante, tributaria de un discreto reconocimiento de gratitud por parte de la URSS, que le permitió sobrevivir orgánicamente hasta que la caída de Santiago Carrillo, durante la crisis del eurocomunismo en los años 80, permitiera al veterano comunista gallego retornar al partido de cuyo imaginario había sido un referente emblemático.

Enrique Lister murió en 1994, al mismo tiempo en que se clausuraba una era, aquella que había sido testigo de los afanes de una generación en cuyas manos fue depositada la responsabilidad de liderar las grandes batallas contra la barbarie del siglo, pero que, al mismo tiempo,  no pudo evitar que periclitara la energía que había  erigido la Revolución de Octubre en hito fundacional de un mundo nuevo.

[1] LISTER, E: ¡Basta! Una aportación a la lucha por la recuperación del Partido. Ed. G. Del Toro, Madrid, 1978, pp. 221-222.

[2] DIMITROV, G: Diario. Gli anni di Mosca, Einaudi, Turín, 2002, entrada del día 7 de abril de 1939 y pp. 168-169.

[3] LISTER, E: Así destruyo Carrillo el PCE. Barcelona, Planeta, 1983, p. 16.

[4] DIMITROV,  op. cit., pp. 168-169.

[5] AHPCE,  Documentos, La lucha armada del pueblo español por la libertad e independencia de España, 1939, carpeta 20.

[6] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández, Carta a Dolores Ibárruri, 18/11/41.

[7] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández,  “Informes sobre situación en la URSS”, 31/12.1.

[8] El 23 de noviembre, Dimitrov había recibido a Cordón y le había prometido tomar iniciativas políticas para resolver la cuestión DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 543.

[9] DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 642.

[10] AHPCE, Documentos, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff …, “Informe de Ignacio Gallego”, 6 de mayo de 1944; y AHPCE,  Documentos, caja 25, Reunión del CC. 5/5/44, “Intervención de Enrique Lister”, 1944

[11] LISTER, E, op. cit. p.94-97

[12] VÁZQUEZ MONTALBÁN, M: Pasionaria y los siete enanitos. Barcelona, Planeta, 1995,  p. 244.

[13] AHPCE,  Documentos, 1944, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff…6 de mayo de 1944.

http://laestaciondefinlandia.wordpress.com/2014/01/06/las-siete-pruebas-de-enrique-lister-1907-1994/