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Criminales de guerra

Pablo Antón Marín Estrada. Asturias24.es, 12-05-2014 | 14 mayo 2014

_PrAsturias24Mi tío abuelo, el practicante Eduardo Cadórniga, no murió aquella madrugada terrible del 27 de octubre del 37 en Valdediós

 

Lunes12 de mayo de 2014

Su nombre no aparece en ninguna de las listas conocidas sobre la masacre del 27 de octubre de 1937 en Valdediós y que estuvo allí y se salvó de milagro, era un secreto que se contaba en voz baja en la familia de mi padre. Se llamaba Eduardo Cadórniga, estaba casado con mi tía-abuela Redención y era practicante. Había llegado al destacamento médico del antiguo monasterio procedente del Hospital de Sangre de Covadonga, donde había prestado sus últimos servicios, atendiendo a los combatientes heridos en los últimos bastiones republicanos del frente oriental.

La historia de cómo se libró de la muerte -tal como la conozco de los testimonios familiares- se resuelve en lo que pudo ser un simple azar mundano: el capricho de alguien, un mando, que en esos momentos tenía en sus manos la facultad de decidir quién iba a morir y quién no.

Eduardo tuvo la “fortuna” de que el jefe de los asesinos le perdonase la vida y es aquí cuando interviene el elemento, casi milagroso o mágico, de un talismán. Por lo visto, durante la estancia en Covadonga, lo fue a visitar su mujer y allí, en las tiendas de recuerdos y objetos religiosos del Santuario, Redención -a pesar de no ser una persona especialmente devota le compró una medallina de la Virgen de la Cueva para que le acompañase y protegiese en aquellos días de guerra atroz. Ése fue el talismán que le salvó la vida. Su nombre estaba en la lista que, al parecer, un motorista trajo desde el Oviedo sublevado de Aranda y cuando fue llamado por su nombre, el oficial que mandaba a las tropas franquistas, reparó en aquella medalla de la Santina y le apartó de la fila de los que iban a ser fusilados.

En mi familia se solía remarcar este posible carácter milagroso de la salvación de Eduardo, atribuido a la Señora de la Cueva, en la que siempre han creído y siguen creyendo tantos asturianos, católicos o no y cuyo culto parece remontarse a tiempos precristianos, a la adoración de una divinidad femenina relacionada con el culto a las aguas y a la fertilidad: la Deva, que sigue conservando el nombre en el río que nace bajo el actual santuario. Como muestra del significado que tenía en aquellos años para buena parte de la población asturiana, es conocido el episodio de la evacuación de la Imagen de la Santina a Francia, durante la guerra, organizada por Indalecio Prieto, para evitar que sufriese daños o fuese destruida.

El caso es que en el secreto en voz baja por el que se contaba entre los míos la historia de cómo logró el marido de mi tía abuela Redención salvarse de la suerte que iban a correr varios de  sus compañeros y compañeras del hospital instalado en el Conventín se hacía mención destacada del posible milagro. Con todo el respeto y cariño a la memoria familiar, yo me inclinaría a especular que los criminales de Valdediós, aquel Batallón Arapiles Nº7 de las Brigadas Navarras, requetés tradicionalistas y ultracatólicos, que venían fogueados de los frentes vascos y cántabros, con sus rosarios y escapularios, vieron en la medallina de Eduardo una especie de signo providencial que les advertía de que matar a un hombre protegido bajo el amparo de la Virgen, tal vez no fuese bien visto a los ojos omnipresentes de Cristo Rey. Es la interpretación que se me ocurre, la de su fanatismo religioso, más que en un acto de clemencia o humanidad de quienes demostraron en su actuación allí y en toda la campaña de ocupación de Asturias una violencia homicida rayana en el sadismo.

Mi tío abuelo, el practicante Eduardo Cadórniga, un demócrata moderado que simpatizaba con la Izquierda Republicana de Azaña, no murió aquella madrugada terrible del 27 de octubre del 37 en Valdediós, pero presenció, con otros supervivientes, todo el horror de la masacre: la borrachera y la fiesta siniestra de la soldadesca bailando con las enfermeras, antes de violarlas y hacerles cavar su propia fosa, con sus compañeros de infortunio; las ráfagas brutales del fusilamiento en masa y los tiros de gracia con los que fueron rubricando su hazaña los valerosos requetés del Batallón Arapiles. Desde aquel día, en el que el mismo oficial que decidió que viviera, le ordenó marcharse del lugar sin volver la vista atrás, el hombre que se había librado de la muerte se convirtió en un muerto en vida. Yo le recuerdo en fotografías de viejos álbumes familiares con esa expresión sombría y aterrada que les queda a los que vieron la muerte muy de cerca y las atrocidades que son capaces de cometer los seres humanos con otros seres humanos.

Su nieta Isabel –que conserva como oro en paño la medalla de Covadonga, como el más preciado tesoro y fetiche de la memoria familiar- me habló del miedo metido en el cuerpo con el que pasó Eduardo cada día de su vida hasta el último. Era un hombre aterrorizado, alguien que temblaba como una vara verde cada vez que se cruzaba en su vivienda de Sama con un vecino que era policía de la Brigada Político Social y que hacía callar a sus nietas, desencajado, cuando, inconscientes de lo que decían, jugaban a corear una consigna que habían aprendido en la calle de unos mineros que corrían delante de los Grises en los últimos años del franquismo: “¡UHP! ¡Viva la Huelga! ¡Viva la Internacional!”. Se murió así, mandando callar a los suyos si hablaban de Franco o de cualquier otra cosa comprometida y temblando como una vara verde, por si a última hora aún llegaba una contraorden que anulase la decisión del oficial de requetés que le había perdonado la vida en Valdediós.

Ahora el Ministerio de Defensa y el Ayuntamiento de Pamplona (con el apoyo de UPN y el Partido Popular) van a homenajear al  hoy llamado Batallón América 66, el antiguo Batallón América  23, la Unidad Militar en el que se encuadraron las Brigadas Navarras y aquel Batallón de Arapiles que masacró a diecisiete hombres y mujeres en Valdediós. Eran las tropas de choque que el general Mola fue desplegando desde Pamplona por todo el frente norte republicano y que se recuerdan, no por sus campañas victoriosas, sino por la brutalidad y barbarie que fueron sembrando a su paso en los frentes superados y en sus civiles retaguardias. Fueron el brazo ejecutor más aplicado en cumplir las directrices ordenadas por Mola de aniquilar y exterminar al enemigo por encima de cualquier otra táctica de avance militar.

Hay en change.org una campaña de firmas para oponerse a este homenaje a los criminales de guerra de las Brigadas Navarras. Leo por la red que ya se han sumado más de veinte mil firmas a la petición. En memoria de mi tío abuelo Eduardo y en la de todas las víctimas de aquella soldadesca sin derecho a ningún honor, aquí está la mía para señalar con dedo acusador a los que siguen sin reconocer los crímenes de la represión franquista y aún tienen la inmoralidad de homenajear a los asesinos que los cometieron.

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