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“Un mantón de manila, una moto Alemana y dos cafeteras rusas”

Miguel Ángel Melero Vargas, | 20 mayo 2014

BLOG 1Atipicidades en el estudio de un contexto local de guerra

 

Lo importante es alcanzar un objetivo, aun cuando sea distinto del planeado. Es lo que debieron pensar los proyectistas y ejecutores de los decretos y leyes que desde el 18 de julio conformaron en toda su extensión un espacio de “pseudo-legalidad” en el que el Franquismo iba a establecer su justificación ideológica, como de legitimidad para su violencia política.

Un ejemplo, de ese proceso de militarización de la justicia, de represión radical, aún desde la legalidad, de cualquier atisbo de cuestionamiento, crítica, oposición o duda acerca de los inmutables principios del Movimiento Nacional, como forma efectiva de control social, en las retaguardias sublevadas primero, como en el conjunto de España a partir del final de la guerra civil.

Efectivamente la multiplicación de leyes y normativas desde los primeros momentos que siguieron a la sublevación, constituyó una de las estrategias fundamentales del Régimen para la consecución de una legitimidad de la que carecía, por la propia naturaleza de su acceso al Poder, como por pretender –y desde luego, conseguir- sustentarla en parámetros de violencia política, control social y represión.

Y aquí radica la importancia de la relación entre legislación y represión, como sobre la forma en que la primera sostiene jurídicamente a las diferentes ramificaciones de la segunda, en el caso de esta entrada de Blog la de tipo económico y patrimonial; una variante que descansa sobre una base jurídica que podría haberse mostrado en la práctica como una operación fallida, si reducimos la mirada a la no-consecución del objetivo originario de recaudación económica y despojo patrimonial, pero que sin embargo terminó constituyendo una nueva y efectiva acción auxiliar de control social y paralización del enemigo por el miedo y el sometimiento.

De hecho será a esta finalidad a la que este campo concreto de la legislación franquista, represora como maleable al interés que las circunstancias le proporcionen en cada momento, se oriente, a través de la evolución de leyes y decretos que se sucedan a lo largo de tres décadas, desde el primero de septiembre de 1936 hasta que justo treinta años después noviembre de 1966 traiga consigo un indulto general, como una paralización definitiva de todos los procesos, pero siempre contemplando como punto de inflexión la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939.

La muerte, la reclusión y en internamiento, el destierro, el exilio y la huida, la vejación y el escarnio público, o la represión laboral, no fueron suficientes para los vencidos, no fue suficiente para los vencidos, y la voraz maquinaria franquista, en su afán de desmantelamiento definitivo del sistema político y social republicano, como en la aniquilación de sus protagonistas, iba a valerse de una represión económica para buscar la paralización, la anulación contestataria y disidente, el moldeamiento, la re-educación y el re-direccionamiento de los considerados enemigos de la Nueva España.

Unos enemigos a los que ciertamente “poco más se les podía exprimir ya”, y que en el caso andaluz eran en buena parte los mismos que ya habían sido principales destinatarios de las otras manifestaciones de la represión sublevada y franquista, los jornaleros y pobres campesinos, demonizados como responsables únicos de la cruenta conflictividad socio-laboral en el campo andaluz durante la etapa republicana y que junto a sus familias tendrían que soportar, desde su más absoluta insolvencia, cargas que volvían a poner a prueba su ya maltrecha capacidad de resistencia.

En todo caso una nueva manifestación de castigo, sublimación de la “justicia al revés” franquista como soporte fundamental en la estrategia legitimadora para la consolidación del Régimen, a través de la creación de la figura del delincuente civil y político.

Nos detenemos en esta entrada en la primera etapa de este proceso de despojo económico, material y patrimonial, la que hace referencia fundamentalmente a las propiedades de los huidos ante el avance de las tropas sublevadas o de aquellos que, permaneciendo en los pueblos y ciudades, eran considerados desafectos al Nuevo Estado, y que va a convertirse en un fenómeno tan intrínseco como espontáneo a la propia ocupación territorial, adelantándose incluso a las primeras prerrogativas que, en relación a la intervención del “patrimonio enemigo” se dicten desde las autoridades militares sublevadas.

Así recordaba María, del anejo de Villanueva de Cauche cómo al regresar de su huída de la carretera de Málaga a Almería, “veía a otras niñas con mis vestidos puestos”, mientras que Concepción, de Bobadilla, señalaba que “a la vuelta, cuando llegamos aquí, nos encontramos las mecedoras con los guardias civiles sentados en ellas en las puertas, pero no se las podíamos pedir, no podías decirle –eso es mío-“.

El caso es que, bien de forma anónima, o parapetados bajo el salvavidas que representaban la camisa azul, el tricornio, o el caqui del uniforme, no pocos vecinos, grupos militares y paramilitares y autoridades aprovechan la ocupación de los pueblos y ciudades por las tropas sublevadas para el ejercicio de actos de pillaje y apropiación descarada e impune sobre las viviendas y pertenencias de los huidos.

En Antequera el general José Varela, jefe de las fuerzas de ocupación, emitiría en agosto de 1936 un Bando en el que establecía las máximas sanciones sobre aquellos que fueran descubiertos en posesión de objetos procedentes de registros y saqueos, toda vez que “el nivel de acaparamiento, de aprehensión o simplemente de pillaje de bienes y efectos abandonados llega a tal intensidad y desorden” lo hacía necesario.

Era el inicio de una serie de medidas para intentar canalizar este despojo económico y patrimonial del vencido, que se continuarían con los bandos de agosto y septiembre de Queipo de Llano en 1936, que se consolidarían con el Decreto-Ley de enero de 1937, pero que alcanzarían un verdadero punto de inflexión en la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939.

Con el médico Agustín Checa y su familia se cumplió de forma fiel la secuencia trazada en el guión represivo franquista. Agustín, de 38 años, médico titular del por entonces anejo antequerano de Villanueva de la Concepción, fue fusilado el 29 de agosto de 1936, al aplicársele el Bando de Guerra, pocos días más tarde de que la casa donde solía habitar su madre fuera registrada y saqueada por un grupo de seis falangistas, y que por cierto a partir de octubre sería requisada por la Autoridad militar para albergar en ella a un Tabor de Regulares de los que constituían la guarnición fija de la ciudad.

Finalmente una vez muerto se le incoó expediente de incautación de bienes, afectando al líquido que la víctima poseía en diversas cuentas corrientes, y que ascendía a más de 21.000 pesetas, y que en mayo de 1937 se decreta sea embargado “a favor del Estado”, y tras comprobar que el resto de la familia –su madre y sus hermanas- no se encontraba incursa en expediente de incautación de bienes.

Hasta aquí un proceso que podría denominarse como “normal”, en cuanto al protocolo represivo seguido sobre las víctimas: la represión por la responsabilidad civil, a través del Bando de Guerra o el proceso militar; en ocasiones el aprovechamiento a partir del registro y el saqueo –por lo general amparados en el contexto de ocupación militar- y finalmente la condena de tipo económico y patrimonial, bien por incautación de bienes o por responsabilidades políticas, aún consumada ya la muerte, y que por extensión convertía a la familia en sometida subsidiaria.

Por eso debió coger de sorpresa a todos, incluido al Titular del Juzgado Militar Nº8 de los de Málaga en Antequera, la denuncia que ante el mismo presenta en junio de 1937 Rosario Checa, una de las hermanas del fusilado, contra los falangistas Manuel Cruz –de Montilla- y el antequerano Teodoro Sánchez por, en compañía de los también falangistas Manuel Rojas, Manuel Heredia, Agustín Zurita y Ricardo León, saqueo y robo de objetos de valor de la casa materna, en agosto de 1936.

No constituía ya de principio, y como decimos, el guión normal por el que el represaliado o su familia son sometidos y silenciados, y mucho menos cuando el Juez aceptara a trámite la denuncia y diera orden al inicio de las diligencias de investigación para esclarecer los hechos, aunque algo debió influir el hecho de que la familia fuera señalada como “de orden”, “de posición social alta y reconocida” y “fervor cristiano”, o que como parte de la misma formaran parte, aunque de carácter político, un yerno Capitán de Infantería en el Ejército sublevado, y otro Juez Instructor Estepa, tras la ocupación del municipio sevillano; factores en definitiva que debieron suplir la “mancha” que suponía que el probablemente díscolo Agustín hubiese muerto a los pocos días de ocupada la ciudad.

En todo caso toda una rueda de declaraciones e interrogatorios se sucederían a partir de la denuncia; desde los vecinos que afirman no haber visto nada, a los diversos jefes locales de Falange que se sucedieron en el puesto desde la ocupación de Antequera y que declaraban, ni conocer nada del suceso ni mucho menos haber dado órdenes para el registro, “toda vez que el dueño de la casa es amigo personal” –aunque aportando los informes más favorables sobre Teodoro Sánchez- y pasando por los implicados directos en la denuncia, como en sus acompañantes y que, si bien reconocen el registro de la casa, eludirán responsabilidades personales de robo o saqueo.

Así Manuel Rojas Arreses-Rojas, miembro de otra conocida y muy acaudalada familia antequerana, y hermano del que hasta hacía pocos meses había sido uno de los gestores nombrados por Varela tras la caída de la ciudad, o Ricardo León, señalarían a Teodoro Sánchez y a Manuel Cruz como responsables del robo.

De la misma forma Manuel Heredia apuntaría como instigadores y ejecutores principales del saqueo a Manuel Rojas y Ricardo León.

Este último sin embargo declararía que, tanto él como Manuel Rojas permanecieron en la puerta, y que fueron el resto los que entraron, mientras que por otro lado Agustín Zurita declara no recordar ningún registro.

Y mientras tanto Teodoro Sánchez Olmedo como Manuel Cruz Bujalance, que permanecen mientras se instruye el expediente en los frentes de Peñarroya y Baena respectivamente, son llamados a declarar. El primero carga toda la responsabilidad sobre Manuel Cruz –del que afirma que se alistó en regulares para “tapar todas las faltas que poseía”- como sobre Manuel Heredia, mientras que el segundo es concluyente en su declaración: “algunos más y otros menos, pero todos llevaban paquetes” –aunque su intención era llevarse una moto Alemana para ponerla a disposición del Ejército- señala, a la vez que añade que no recordaba de quien partió la idea de llevar a cabo el registro, pero que “en aquellos días primeros de la entrada de las fuerzas nacionales se practicaban muchos registros y requisas en domicilios de elementos marxistas. Que por ello el declarante no dio importancia a aquel hecho que era uno de tantos que aquellos días se practicaban muy justamente en reparación de los grandes daños que los marxistas habían ocasionado”, y parece que de manera muy especial en el caso del domicilio de los Checa, ya que “aquella casa era de un rojo”, y la intención del saqueo era “patentizar el coraje que todos sentían por el tal Checa, que siendo hombre de buena posesión fuera rojo”.

Se había mostrado taxativo Manuel Cruz, mostrando de manera inmejorable como el castigo al enemigo debía realizarse sin contemplaciones, máximo si éste alteraba el “orden natural” de las cosas, practicando una ideología política no acorde con la que se supone debía emanar de su posición económica y social.

Tras la declaración de ambos Manuel Cruz y Teodoro Sánchez fueron detenidos durante varios días hasta ser devueltos a sus respectivas unidades en el frente. Mientras, representantes del Juzgado de Antequera efectuaban, en Antequera como en Montilla, registros en los domicilios de los falangistas. En Antequera encontrarían dos cafeteras chinas, y en Montilla el elemento más preciado por la denunciante: un mantón de manila, herencia familiar, y que son devueltos a la denunciante tras ser reconocidos como suyos.

Con estos registros, que se extenderían en los días siguientes a los domicilios de los padres y cuñadas del soldado Manuel Cruz –con resultado infructuoso- y donde participarían con nuevas declaraciones vecinos, familiares, o trabajadores especializados haciendo las veces de peritos tasadores en tejidos y joyas, se concluyen las diligencias previas de un proceso que entre septiembre de 1937 y agosto de 1942 permanecería estancado.

En ese tiempo Teodoro Sánchez había terminado su servicio en la guerra civil y había decidido enrolarse en la aventura franquista en la Segunda Guerra Mundial a través de la División Azul.

Mucho antes Manuel Cruz, parecía hacer honor a todos los informes de conducta sobre él recabados y que resaltaban su “alto espíritu militar y arrojo y valentía extraordinarios”, y moriría en el frente pacense de Granja de Torrehermosa en octubre de 1937.

Con el sobreseimiento definitivo para el “caído” Manuel Cruz en 1942, un año más tarde el Fiscal establece una pena provisional para Teodoro Sánchez de 2 años, 11 meses y 11 días, que el Consejo de Guerra ratifica en mayo del año siguiente, con la accesoria de pagar a la dueña de los objetos el importe en que éstos hubieran sido valorados.

Sin embargo, en la lectura de sentencia que tiene lugar el 27 de abril de 1945, se decreta la libre absolución para Sánchez Olmedo, al señalar que “si bien el registro no fue realizado con las prescripciones legales, hay que situar su realización en las circunstancias excepcionales de plena guerra, y hecho por fuerzas que acababan de liberar la plaza de Antequera, y en la que la Autoridad Militar de ocupación era la máxima y única que regía y la orden verbal de registro era suficiente para el mismo, no constando que el procesado cometiese actos delictivos, que por el contrario aparecen realizados por el individuo ya fallecido Manuel Cruz Bujalance”.

Lo mismo señaló en su momento el que fuera Jefe Local de Falange, Ricardo Burgos García, al declarar que “en los primeros días de la entrada de las Fuerzas Nacionales, ocurrieron algunos hechos como el que es objeto de estas actuaciones, que eran inevitables e hijos de las circunstancias y de los momentos anormales que se vivían”, sobre todo, como señalaba el falangista y luego Regular Cruz Bujalance, al tratarse de la casa de “un hombre que siendo de buena posesión, era rojo”.

En todo caso, la excepcionalidad de una guerra, en la que tenían aceptación actitudes que, aunque con una finalidad lucrativa y de abuso, bien podían ser justificadas –y desde luego asimiladas- desde la consideración de servicios a la Patria, así como el oportunismo de la muerte en combate del héroe de guerra, pero al que en definitiva se le deja señalado como único culpable, son las conclusiones principales extraídas de una sentencia con flagrantes irregularidades, como la de presentar como hecho probado que todos los bienes habían sido recuperados por la denunciante, cuando en realidad el porcentaje recuperado sobre el total del valor tasado no superó el 1,55%, o el hecho de que desde años antes del fallo de la sentencia, la denunciante no hubiera reclamado sobre la tardanza en la ejecución del expediente.

Constituía ésta en definitiva, una nueva historia impregnada, a partes iguales, en muerte y silencios.

Ningún documento arroja por ejemplo información sobre las causas por las que el médico miembro de una muy adinerada y socialmente reconocida familia antequerana, había muerto por aplicación de Bando de Guerra, en el mismo contexto en el que lo hicieron los que fueron apresados como principales responsables por ejecución o inducción, de la violencia en la retaguardia republicana, como del protagonismo político y sindical en los años precedentes.

No ha podido ser encontrada sobre él ni una referencia a su filiación o ideología, solo la consideración de “rojo” y “extremista” que de él propagan los falangistas encausados, y que contrasta con un controvertido relato que sobre los últimos momentos de Checa Perea destaca un colega de profesión en su autobiografía:

“Al día siguiente de la toma de Antequera empiezan los consejos de guerra sumarísimos… Entre los desgraciados que tienen que ser pasados por las armas, se halla un médico… Tuve que asistirle, como a otros tantos, en sus últimos momentos, y sentía tal admiración por el general Varela, que no pudiendo testimoniarlo de otra manera, saca la pluma estilográfica del bolsillo de su americana y la pone en mis manos con el ruego encarecido de que la entregue al general… pero el general, algo supersticioso como buen andaluz, no quiere ni tocarla siquiera”.

En el otro extremo, y a pesar del denso expediente, ningún informe ni declaración aporta un hecho tan significativo como el de que el padre del encartado e incluso detenido Teodoro Sánchez Olmedo, el industrial Teodoro Sánchez Puente, o su tío, el conocido abogado local y en esos días Juez Municipal, Antonio Sánchez Puente, así como sus cuatro hijos, los hermanos Sánchez Aguilar –todos de filiación falangista con anterioridad a la guerra- habían sido asesinados entre el 4 y el 5 de agosto de 1936, víctimas de la violencia desarrollada en la retaguardia republicana antequerana, y muy pocos días antes de que la ciudad fuera ocupada por las tropas comandadas por Varela.

Y, al margen de todo ello, ¿qué factores influyeron, en un contexto de brutal represión, a que la denuncia de la hermana de un “rojo” represaliado física y económicamente, contra un hijo, sobrino y primo de “caídos por España” y un “héroe de guerra”, prospere a pesar de su desenlace final?

La respuesta queda de momento pendiente de una respuesta definitiva y fidedigna, pero constituye en todo caso una buena introducción para comprender que los patrones que sobre el estudio de la guerra civil española se nos presentan como ya tipificados, inamovibles y estancos, cambian su consideración cuando, al amparo de la riqueza de matices que solo pueden ser perceptibles desde un plano individual, y en un marco local, las relaciones e influencias personales pueden conseguir supeditar la férrea dicotomía del vencedor y el vencido, del héroe y el rojo, del salvador y el enemigo de la verdadera España.

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