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27 de septiembre de 1975: la noche más larga

Ignacio Fontes de Garnica. Anatomía de la Historia, 21-01-2015 | 22 enero 2015

Primera-portada-censurada-Cambio16_N200_6-10Oct1975Tres crónicas en Cambio 16 para tres ejecuciones

 

 

Al dictador Francisco Franco le quedaban por delante apenas un par de meses, los peores de su vida, una larga y espantosa agonía, como una maldición, iniciada con un infarto, de tres, veinte días después de perpetrar su última infamia: el fusilamiento de cinco condenados por delitos de terrorismo, tras indultar a otros seis, en la mañana del 27 de septiembre de 1975.

Tres crónicas en Cambio 16 para tres ejecuciones

Ignacio Fontes, secretario general de Redacción de Cambio 16, fue testigo de las últimas doce horas de los tres fusilados del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriótico) en Madrid: José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz (los etarras Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot, ‘Txiki’, fueron fusilados en el penal de Villalón, Burgos, y en un bosque cercano al cementerio de Cerdanyola del Vallés, Barcelona, respectivamente); vivió como reportero tanto la vela de la “capilla” en la cárcel de Carabanchel como la escena de la triple ejecución, a unos centenares de metros del lugar. Luego, la pelea con el Ministerio de Información y Turismo para informar de lo acontecido en las páginas del semanario, con un régimen asustado por la contundente y violenta reacción internacional contra un dictador cuyo rastro de sangre, la mayor parte de inocentes, podía seguirse desde hacía 40 años. La Embajada española en Lisboa fue destruida y millones de manifestantes en casi todas las capitales europeas y en otras del planeta causaron destrozos en las propiedades españolas; los embajadores de los países de la CEE fueron llamados a consulta por sus respectivos Gobiernos e incluso se solicitó la reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU para votar la expulsión de España de los organismos internacionales…

El autor rememora para los lectores de Anatomía de la Historia aquel acontecimiento a través de tres crónicas suyas: una primera escrita en 1996, 21 años después de los hechos, para un número extraordinario de Cambio 16, y dos de las tres crónicas que escribió para el número 200 del semanario, correspondiente al 6-12 de octubre de 1975, el mismo día 27, tras volver a Madrid desde Hoyo de Manzanares: la primera, censurada en galeradas por el Ministerio de Información y Turismo, desempeñado por León Herrera, ha desaparecido; la segunda, con el título ‘Las ejecuciones’, también fue censurada pero una vez impreso el número y la tercera, con el mismo título, fue finalmente autorizada. El semanario también tuvo que hacer tres portadas, otros numerosos materiales fueron censurados y reducido el volumen de páginas dedicadas al hecho.

Un hecho que, a juicio del autor, zarandeó de tal manera a la sociedad española que multiplicó la oposición ciudadana a la pena de muerte y fue crucial para su posterior abolición en la Constitución de 1978, que aún exceptuaba lo que dispusieran las leyes penales militares en tiempos de guerra, excepción anulada por la Ley Orgánica del 27 de noviembre de 1995.

 

A pesar de las inevitables repeticiones, se reproducen las tres crónicas por su valor como documento histórico.

1996, dos décadas después

En 1996, para un número especial de Cambio 16, posiblemente con motivo del número 1.300, el entonces director del semanario, Román Orozco, me pidió un artículo con un resumen de mis recuerdos de la experiencia que habíamos vivido juntos aquella noche funesta y terrible. Aunque muy posterior y elaborado con materiales de la memoria, lo coloco en primer lugar porque explica el contexto personal y periodístico en que escribí hasta tres versiones de la misma crónica de aquel horror.

El 27 de septiembre de 1975 en ‘Cambio 16’

El reportero estrella, y subdirector, de Cambio 16 era Pepe Oneto y había puesto de moda poner en sus crónicas notas “de color” sobre el tiempo, la indumentaria o la gastronomía. Y como yo era un joven reportero –y secretario general de Redacción–, escribí: “La mañana, que había empezado con un despuntar del sol, está ahora nublada y fría. ¿Para qué?”. Ricardo Utrilla, director de Publicaciones, me dijo: “Quita el para qué. No estamos para lirismos”. Lo quité de la segunda versión de mi crónica. Era mediodía del 27 de septiembre de 1975 y en la vieja Redacción de la calle de López de Hoyos de Madrid nos afanábamos en confeccionar uno de los números más conflictivos de Cambio 16: el número 200. El redactor-jefe, hoy director, Román Orozco, el reportero gráfico José Luis de Pablos y yo mismo, habíamos vuelto de Hoyo de Manzanares. En el campo de tiro llamado El Palancar del polígono militar de Matalagraja, sito en dicha población del extrarradio madrileño, pelotones de ejecución de la Policía Armada (hoy Policía Nacional) y de la Guardia Civil (hoy Guardia Civil) habían fusilado esa mañana a tres militantes del FRAP. Baena, Sánchez Bravo y García Sanz habían sido convenientemente condenados a muerte por terrorismo –los asesinatos del policía armado Rodríguez y del teniente guardiacivil Pose– y recibido el letal “enterado” de Franco y su Consejo de Ministros.

Durante toda la noche, un numeroso grupo de periodistas velamos la “capilla” de los tres condenados frente a la puerta principal de la cárcel de Carabanchel. Mediante las noticias de familias y abogados –el fallecido y generoso Fernando Salas ya estaba allí, auxiliando a Sánchez Bravo–, acompañamos la angustia de los tres jóvenes. El milagro de un indulto de última hora del dictador acosado por todos los que podían hacerlo no se produjo. De amanecida, un grupo reducido seguimos la tétrica caravana de vehículos oficiales camino del patíbulo.

Los militares de Matalagraja sólo franquearon el paso a cinco periodistas extranjeros y cinco españoles. De éstos, tres éramos de Cambio 16, líder del periodismo escrito, ya se ve por qué; el cuarto era Miguel Ángel Aguilar, redactor–jefe del semanario Posible y mi mala memoria para recordar al quinto ha permitido a media profesión periodística asegurar que también estaba allí. Unos centenares de metros antes del lugar de los fusilamientos, una patrulla militar nos detuvo en el arcén del camino. Permitieron continuar solamente a tres periodistas: Orozco, Aguilar y el alemán Kasselberg, corresponsal del Süddeustche Zeitung. Al llegar al campo de tiro propiamente dicho, los tres periodistas fueron obligados a volver al punto de partida. A las 9’23 sonó la primera descarga de fusilería. A las 9’40, oímos la segunda descarga. A las 10 se produjo la tercera y última descarga. Todas continuadas de sendos tiros de gracia, ‘pacs’ que se expandían por la límpida atmósfera madrileña.

La primera crónica que hice, con mis apuntes y los de Orozco, fue leída atentamente por la troika directiva, el editor Juan Tomás de Salas, el director de Publicaciones Utrilla y el director de Cambio 16 Manuel Velasco. Pero para informarse: no pasaría la censura del Ministerio de Información. Velasco me dijo: “Reescríbela. Como si fuera para agencia”. Al releerla hoy, me sorprende el estilo yerto, el minucioso relato forense de la crónica que iba en el ejemplar impreso que primero fue censurado por la portada y posteriormente, con una nueva portada, por el contenido.

Cambio 16 también era un centro de reunión al que se acercaban políticos de la oposición clandestina, intelectuales y periodistas deslumbrados por la brillantez del semanario y su proyección social. A uno de éstos, que hacía meritoriaje en pasillos y despachos y cuyo nombre tampoco recuerdo [lo recordaba perfectamente, claro: el malogrado José Luis Gutiérrez], Salas y Utrilla le encargaron reescribir mi crónica, ante el estupor de Velasco y Orozco y, como es natural, el mío propio. Cosas de la confusión del momento y del temor a no volver a pasar la censura. Afortunadamente, ante el mediocre resultado del ‘writer’ ocasional, se volvió a imponer el sentido común y se me encargó una tercera versión. Ésta, muy menguada en el contenido, pasó todas las precauciones. Y también la censura, con una tercera portada que ya no era “Contra el régimen: A toda ira” ni “Tempestad sobre el régimen: A toda ira” sino “Siete días de España: Así fue”, y una información también notablemente mutilada.

La tercera y definitiva versión mantenía el mismo estilo impávido y la absurda nota meteorológica –el para qué lírico se había caído en la segunda versión–. Y un párrafo, que se mantuvo desde la primera, que retrataba lo que más me había impresionado a lo largo de todo el tiempo: “Los escasos automovilistas que cruzan la carretera indagan con la vista, asombrados por el número de guardias civiles o por una figura, la hermana de Baena, que, de repente, sale corriendo y llorando por la carretera”. En la puerta del polígono militar, donde esperaban familias y abogados, acababa de conocer por nuestra boca que se habían consumado los fusilamientos. Fue un momento especial: sucedió un silencio absoluto, como el del ‘paso de un ángel’, que se espesó, contra toda lógica, con el llanto desconsolado y la desesperada carrera sin sentido de la joven hermana de Baena.

Segunda crónica: censurada

La primera crónica que escribí sobre los fusilamientos fue tachada completamente por la censura, cosa que rara vez sucedía (a veces, con los editoriales de Juan Tomás de Salas y, en otra ocasión, con la columna titulada “A F.F.” de Carmen Rico-Godoy en el número 204, con fecha 3 de noviembre de 1975 y el dictador agonizando). Esa primera crónica se presentó al llamado “depósito previo” del Ministerio de Información y Turismo, eufemismo con el que se disfrazaba la censura, aparentemente abolida por La ley de Prensa e Imprenta de 1966, la de Manuel Fraga. Esa crónica, como el resto del número, se presentó en galeradas y pruebas de color de la portada y, salvo la portada, que guardé, ha desaparecido en la noche de los tiempos y como “lágrimas en la lluvia”.

El editor, Juan Tomás de Salas, decidió que el segundo intento de pasar la censura fuera impreso, que siempre causaba más reparos en el Ministerio por el sobrecoste que significaba tener que levantar pliegos y destruir lo impreso (en realidad, para no sufrir ese castigo económico, la imprenta, Altamira Rotopress, confeccionaba artesanalmente los diez ejemplares que tenían que presentarse en el Ministerio y esperaba con las rotativas preparadas a recibir luz verde para arrancarlas o, en su caso, sustituir las páginas censuradas por las nuevas que confeccionara la Redacción). No sé qué era lo que le hacía suponer que el desalmado Ministerio de Información y Turismo –que escudriñaba con especial saña cada número de Cambio 16 por su enorme éxito– iba a tener mejores modales económicos que políticos con la empresa editora.

En cualquier caso, no fue así y la nueva portada y los nuevos textos (incluso fotografías, como el plano de la situación que se hizo sobre una panorámica del camino al lugar de ejecución) sufrieron otra implacable censura.

Las ejecuciones

A las diez en punto de la mañana del día 27 se oía en el campo de tiro de El Palancar, situado en el polígono militar de Matalagraja (Hoyo de Manzanares, Madrid), la tercera descarga de fusilería que anunciaba la última ejecución de los tres militantes del FRAP condenados a muerte. Piquetes de las fuerzas del orden público habían cumplido, por fusilamiento, las sentencias dictadas contra aquéllos y de las que el Gobierno había cursado el correspondiente “enterado” en la tarde del día anterior, José Humberto Baena, condenado’ como autor de la muerte del policía armado Lucio Rodríguez, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, reos de haber participado directamente en la del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose, fueron fusilados de pie y sin venda en los ojos, con intervalos de veinte minutos.

A la ejecución de las sentencias impuestas en dos consejos de guerra celebrados en El Goloso (Madrid), había precedido una noche tensa en la cárcel de Carabanchel. En la avenida de los Poblados, ante la entrada principal de la cárcel madrileña, se fue congregando un grupo de periodistas tras conocer, por boca del ministro de Información y Turismo, León Herrera, la decisión gubernamental. Alrededor de las siete, los condenados, conocida la decisión, entraron “en capilla”. Las precauciones alrededor de los muros de la prisión eran extremadas: Policía Armada, Guardia Civil y patrullas motorizadas vigilaban constantemente los muros de Carabanchel, a la luz de los focos de la prisión y bajo un cielo cuajado de estrellas.

A las cinco y veinte minutos de la mañana aumentó la actividad policial. Llegaron dos furgones celulares, nueve jeeps de la Policía Armada y automóviles de turismo sin especial identificación. Tres minutos después, aparecían otros dos furgones y cinco jeeps más. A las seis menos diez se sumaban a ellos tres grandes furgones del Escuadrón de Caballería de la Policía Armada. Bajan de estos vehículos doce caballos y sus correspondientes jinetes, todos entran en el interior de la prisión. A las seis y cuarto llega un jeep del Ejército de Tierra y penetra en Carabanchel; se une a otros dos vehículos militares que habían entrado ocho horas antes, al parecer con los abogados militares de oficio de García Sanz y Sánchez Bravo.

Veinte minutos antes de las siete de la mañana, los vehículos que permanecían estacionados en el interior de la prisión se colocan en caravana, cara a la salida. La reja se abre y ya no se volverá a cerrar.

Comienzan a llegar abogados: Fernando Salas, defensor de Sánchez Bravo, antes de ser sustituido por el de oficio, y Eduardo Carvajal, abogado del indultado Blanco Chivite. No se les permitió la entrada a las dependencias carcelarias. En un Dodge tipo ranchera que llega a las 6,53 viajan el padre y el hermano de Baena. Son atendidos por los abogados y rápidamente introducidos en la prisión para que puedan ver a su familiar. La hora límite para la despedida estaba marcada a las siete, pero a causa del largo viaje desde Vigo, con ambos se haría una excepción.

Baena había pasado la noche con su abogado, Javier Baselga, hasta llegada de sus familiares. Sánchez Bravo, en compañía de su madre y de dos hermanos suyos, además de su mujer, Silvia Carretero, encinta de cuatro meses e internada en la prisión de Yeserías, a la que se consiguió un permiso para visitar a esposo. García Sanz, cuyo único familiar -un hermano hospitalizado en Zaragoza– no pudo ir a visitarle, estuvo acompañado por el abogado Baselga y por el hermano de Sánchez Bravo.

Los abogados del exterior confirman a los periodistas que las ejecuciones serán por fusilamiento y no por garrote. Algo después de las siete dicen no saber dónde se van a llevar a cabo las ejecuciones. Sólo saben lo que han comunicado a familiares y abogados: a las diez deben estar en el cementerio del pueblo madrileño de Hoyo de Manzanares para hacerse cargo de los restos mortales de los tres sentenciados.

A las 7,15 de la mañana, los periodistas asisten a la salida de los familiares de la prisión de Carabanchel. Los gritos y sollozos de los familiares de Baena y Sánchez Bravo cortan las preguntas y los comentarios. A los pocos minutos sale furgón herméticamente cerrado cuyo interior va la esposa de Sánchez Bravo, de vuelta a Yeserías.

Son las siete y treinta y cinco minutos cuando se pone en marcha la comitiva: tres furgones similares al que ha ocupado la mujer de Sánchez Bravo, quince jeeps y dos turismos negros, al parecer con el capellán y el médico que habrá de certificar la defunción de los condenados.

Después de la larga noche de guardia y de tensión, son pocos los periodistas que se aventuran a la incógnita de Hoyo de Manzanares, pequeño pueblo de la sierra madrileña de 2.400 habitantes situado a la derecha de la autopista de La Coruña, en el kilómetro 29,300. La carrera hasta el pueblo está cubierta, cada 300 metros, por efectivos de la Guardia Civil.

Los coches de los periodistas, con cinco españoles·–de los cuales tres son de Cambio 16– y cinco extranjeros, llegan a la pista militar del acuartelamiento. Un teniente de la Guardia Civil, tras consultar por su micrófono, permite la entrada hasta la barrera del acuartelamiento. Un cabo del Ejército, al parecer con instrucciones, permite seguir por la pista tras comprobar la documentación periodística de cada ocupante. Tras siete kilómetros de recorrido por una pista únicamente apta para vehículos militares, llegan hasta la comitiva, formada a unos dos kilómetros del lugar de fusilamiento. Las Fuerzas de la Policía Armada, reunidas en grupos informales, piden instrucciones a sus superiores. En ese momento, 9,23 de la mañana, suena la primera descarga. El leve “tac” del tiro de gracia se pierde entre las lomas de El Palancar. Hasta los periodistas llega un teniente de la Policía Militar, con autorización para que tres informadores le acompañen al lugar de las ejecuciones: los redactores-jefe de Posible y Cambio 16, Miguel Ángel Aguilar y Román Orozco, y el corresponsal del diario alemán Süddeutsche Zeitung, Friedrich Kasselberg. Suben en un jeep de la PM y forman parte de la comitiva –el furgón celular, un autobús con el pelotón de fusilamiento y un jeep de escolta– que lleva hasta el lugar de fusilamiento a Baena, tercer condenado. En el trayecto, 9,40 de la mañana, se oye la segunda descarga cerrada.

Los tres periodistas, que llegan hasta el borde del campo de tiro que sirve de lugar de ejecución, son presentados al coronel que parece mandar las fuerzas militares. Entre éste y un teniente coronel de la Guardia Civil que llega preguntando por la identidad de los paisanos, se produce una conversación cuyo resultado es ordenar al teniente de la PM que había acompañado a los informadores que éstos deben volver junto a sus compañeros. En el mismo jeep que habían llegado son retirados del lugar de la ejecución.

Cuando están reagrupados los periodistas, se oye la tercera descarga, ésta irregular. Un coche con un sacerdote rebasa, a los pocos minutos, a la Policía Armada. En él viaja don Alejandro, el cura párroco de Hoyo de Manzanares, que sólo acierta a decir que ha presenciado las ejecuciones y que ha auxiliado al capellán castrense.

La mañana, que había empezado con un despuntar del sol, está ahora nublada y fría.

Los tres cadáveres son introducidos en un furgón-ambulancia del Ejército, que, con una discreta escolta de la PM, se dirige al cementerio. Un autocar de la Guardia Civil, con el pelotón de fusilamiento, y las Fuerzas de la Policía Armada inician el regreso a Madrid.

El camino de tierra que conduce al cementerio está guardado por fuerzas de la Guardia Civil, que impiden el acceso en tanto no se reciban órdenes de autorización de los jueces instructores, Martín Benavides o Puebla. Hay un momento de tensión cuando las fuerzas comunican que la prohibición momentánea es extensible a los familiares de los fusilados. Uno de los abogados lanza una exclamación de desaliento. El enviado especial de la revista norteamericana Time escribe en su libreta de notas algo parecido.

María Victoria Sánchez Bravo y el hermano y el padre de José Humberto Baena aguantan, entre el llanto y el desconsuelo, la larga espera. Hablan de la noche en la cárcel, del estado de ánimo de los fusilados y de su carácter. Los escasos automovilistas que cruzan la carretera comarcal indagan con la vista, asombrados por el número de guardias civiles o por una figura, la hermana de Sánchez Baena, que, de repente, sale corriendo y llorando por la carretera.

Un motorista del Ejército indica al padre de Baena que le acompañe para gestionar el traslado del cadáver de su hijo a Vigo. A la 1,30 de la tarde los guardias civiles abren paso al cementerio. Los féretros de Baena y García Sanz se encuentran colocados transversalmente sobre otros tantos hoyos de tierra. El de Sánchez Bravo se encuentra dentro del furgón que le trasladará a Murcia, donde reside su hermana. Ésta declara su intención de gestionar el traslado de García Sanz a la misma capital para que sus restos descansen junto a los de su compañero. El padre de Baena también deja para más adelante el traslado de su hijo.

Don Alejandro, todavía emocionado, procede a la ceremonia religiosa del entierro. Con ello finaliza la larga jornada.

Tercera crónica: autorizada

La tercera versión que escribí, y que pasó el fielato ministerial, tenía unas 300 palabras menos, podadas cuidadosamente tanto para que no desvirtuaran la información como para no excitar el celo censor. Como se hizo con el resto de las aproximadamente 30 páginas dedicadas al hecho: empezando por la portada, que del primer “Contra el régimen. A toda ira” se había pasado a un “Tempestad sobre el régimen. A toda ira” y se quedó finalmente en un titular anodino y más plano que un folio: “Siete días de España. Así fue”.

Las ejecuciones

A la ejecución de las sentencias impuestas en dos consejos de guerra celebrados en El Goloso (Madrid), había precedido una noche tensa en la cárcel de Carabanchel. En la avenida de los Poblados, ante la entrada principal de la cárcel madrileña, se fue congregando un grupo de periodistas tras conocer, por boca del ministro de Información y Turismo, León Herrera, la decisión gubernamental. Alrededor de las siete, los condenados, conocida la decisión, entraron “en capilla”. Las precauciones alrededor de los muros de la prisión eran extremadas: Policía Armada, Guardia Civil y patrullas motorizadas vigilaban constantemente los muros de Carabanchel, a la luz de los focos de la prisión y bajo un cielo cuajado de estrellas.

A las cinco y veinte minutos de la mañana aumentó la actividad policial. Llegaron dos furgones celulares, nueve jeeps de la Policía Armada y automóviles de turismo sin especial identificación. Tres minutos después aparecían otros dos furgones y cinco jeeps más. A las seis menos diez se sumaban a ellos tres grandes furgones del Escuadrón de Caballería de la PA. Bajan de estos vehículos doce caballos y sus correspondientes jinetes, todos entran en el interior de la prisión. A las seis y cuarto llega un jeep del Ejército de Tierra y penetra en Carabanchel: se une a otros dos vehículos militares que habían entrado ocho horas antes, al parecer con los abogados militares de oficio de García Sanz y Sánchez Bravo.

Veinte minutos antes de las siete de la mañana los vehículos que permanecían estacionados en el interior de la prisión, se colocan en caravana, cara a la salida. La reja se abre y ya no se volverá a cerrar.

Comienzan a llegar abogados: Fernando Salas, defensor de Sánchez Bravo, antes de ser sustituido por el de oficio, y Eduardo Carvajal, abogado del indultado Blanco Chivite.

No se les permitió la entrada a las dependencias carcelarias. En un Dodge tipo ranchera que llega a las 6,53 viajan el padre y el hermano de Baena. Son atendidos por los abogados y rápidamente introducidos en la prisión para que puedan ver a su familiar. La hora límite para la despedida estaba marcada a las siete, pero a causa del largo viaje desde Vigo, con ambos se haría una excepción.

Baena había pasado la noche con su abogado, Javier Baselga, hasta la llegada de sus familiares. Sánchez Bravo, en compañía de su madre y de dos hermanos suyos, además de su mujer, Silvia Carretero, encinta de cuatro meses e internada en la prisión de Yeserías, a la que se consiguió un permiso para visitar a su esposo. García Sanz, cuyo único familiar –un hermano hospitalizado en Zaragoza– no pudo ir a visitarle, estuvo acompañado por el abogado Baselga y por el hermano de Sánchez Bravo.

Los abogados del exterior confirman a los periodistas que las ejecuciones serán por fusilamiento y no por garrote. Algo después de las siete dicen no saber dónde se van a llevar a cabo las ejecuciones. Sólo saben lo que han comunicado a familiares y abogados: a las diez deben estar en el cementerio del pueblo madrileño Hoyo de Manzanares para hacerse cargo de los restos mortales de los tres sentenciados.

A las 7,15 de la mañana, los periodistas asisten a la salida de los familiares de la prisión de Carabanchel. Los gritos y sollozos de los familiares de Baena y Sánchez Bravo cortan las preguntas y los comentarios. A los pocos minutos sale un furgón, herméticamente cerrado, en cuyo interior va la esposa de Sánchez Bravo, de vuelta a Yeserías.

Son las siete y treinta y cinco minutos cuando se pone en marcha la comitiva: tres furgones similares al que ha ocupado la mujer de Sánchez Bravo, quince jeeps y dos turismos negros, al parecer con el capellán y el médico que habrá de certificar la defunción de los condenados. Después de la larga noche de guardia y de tensión, son pocos los periodistas que se aventuran a la incógnita de Hoyo de Manzanares, pequeño pueblo de la sierra madrileña, de 2.400 habitantes, situado a la derecha de la autopista de La Coruña, en el kilómetro 29,300. La carrera hasta el pueblo está cubierta, cada 300 metros, por efectivos de la Guardia Civil.

Los coches de los periodistas, con cinco españoles y cinco extranjeros, llegan a la pista militar del acuartelamiento. Un teniente de la Guardia Civil, tras consultar por su micrófono, permite la entrada hasta la barrera del acuartelamiento. Un cabo del Ejército, al parecer con instrucciones, permite seguir por la pista tras comprobar la documentación periodística de cada ocupante. Tras siete kilómetros de recorrido, llegan hasta la comitiva, formada a unos dos kilómetros del lugar de fusilamiento. Las fuerzas de la Policía Armada, reunidas en grupos informales, piden instrucciones a sus superiores. En ese momento, 9,23 de la mañana, suena la primera descarga. El “tac” del tiro de gracia se pierde tras las lomas de El Palancar. Hasta los periodistas llega un teniente de la Policía Militar, con autorización para que tres informadores le acompañen al lugar de las ejecuciones. Suben en un jeep de la PM y forman parte de la comitiva –el furgón celular, un autobús con el pelotón de fusilamiento y. un jeep de escolta que lleva el lugar de fusilamiento a Baena, tercer condenado. En el trayecto, a la 9’ 40 de la mañana, se oye la segunda descarga cerrada.

Los: tres periodistas, que llegan hasta el borde del campo de tiro que sirve de lugar de ejecución, son presentados al coronel que parece mandar las fuerzas militares. Entre éste y un teniente coronel de la Guardia Civil, que llega preguntando identidad de los paisanos, se produce una conversación cuyo resultado fue la orden de que los informador volvieran junto a sus compañeros. En el mismo jeep que habían llegado son retirados del lugar de la ejecución.

Cuando están reagrupados los periodistas se oye la tercera descarga, ésta irregular. Un coche con un sacerdote rebasa, a los pocos minutos, a la Policía Armada. En él viaja don Alejandro, el cura párroco de Hoyo de Manzanares, que sólo acierta a decir qué ha presenciado las ejecuciones y que ha auxiliado al capellán castrense.

La mañana, que había empezado con un despuntar del sol, está ahora nublada y fría.

Los tres cadáveres son introducidos en un furgón-ambulancia del Ejército, que, con una discreta escolta de la PM, se dirige al cementerio. Un autocar de la Guardia Civil, con el pelotón de fusilamiento, y las Fuerzas de la Policía Armada inician el regreso a Madrid.

María Victoria Sánchez Bravo y el hermano y el padre de José Humberto Baena aguantan, entre el llanto y el desconsuelo, la larga espera. Hablan de la noche en la cárcel, del estado de ánimo de los fusilados y de su carácter. Los escasos automovilistas que cruzan la carretera comarcal indagan con la vista, asombrados por el número de guardias civiles o por una figura, la hermana de Sánchez Bravo, que, de repente, sale corriendo y llorando por la carretera.

Un motorista del Ejército indica al padre de Baena que le acompañe para gestionar el traslado del cadáver de su hijo a Vigo. A la 1,30 de la tarde los guardias civiles abren paso al cementerio. Los féretros de Baena y García Sanz se encuentran colocados transversalmente sobre otros tantos hoyos de tierra. El de Sánchez Bravo se encuentra dentro del furgón que le trasladará a Murcia, donde reside su hermana. Ésta declara su intención de gestionar el traslado de García Sanz a la misma capital, para que sus restos descansen junto a los de su compañero. El padre de Baena también deja para más adelante el traslado de su hijo.

Don Alejandro, todavía emocionado, procede a la ceremonia religiosa del entierro. Con ello finaliza la larga jornada.

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