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Memoria histórica

Francisco Carantoña. Asturias 24, | 8 marzo 2016

_PrAsturias24El pasado día 3 hizo cuarenta años que cinco obreros fueron asesinados a balazos por la policía en las calles de Vitoria

 

FRANCISCO CARANTOÑA ÁLVAREZ

MARTES 08 DE MARZO DE 2016

El pasado día 3 hizo cuarenta años que cinco obreros fueron asesinados a balazos por la policía en las calles de Vitoria, los heridos por arma de fuego se contaron por decenas. Nadie fue procesado, ninguna autoridad dimitió, ni siquiera el gobernador civil y, todavía, jefe provincial del Movimiento, menos aún el ministro de Gobernación, Manuel Fraga Iribarne. Sin duda, la matanza influyó en descrédito del proyecto neofranquista de Fraga y Arias Navarro y en la propia caída del gobierno en julio, pero en este 2016 solo mereció reportajes en El País, en Público y en la prensa vasca, además de un homenaje a las víctimas en la capital alavesa.

Podría decirse que España lleva unos meses con la historia a flor de piel. La escandalosa manipulación informativa que frustró, una vez más, la desaparición de los símbolos y los nombres de calles franquistas de Madrid coincide con una oleada de aniversarios de acontecimientos del final de la dictadura y la transición que han sido desigualmente recordados.

Creo que es cierto que no existe y, en sentido estricto, no puede existir una memoria colectiva, pero todas las comunidades humanas, no solo los Estados o las naciones, tienen su memoria pública, plasmada en los llamados lugares de la memoria –conmemoraciones, fiestas, himnos, símbolos, parajes, monumentos, calles, leyendas, personajes…–, que marcan una percepción compartida, aunque no sea unánime, de su pasado. Ciertamente, en una democracia no tiene cabida una historia oficial, canónica, establecida por el poder o por alguna entidad más o menos académica vinculada a él, pero también es verdad que, desde que existe, la historia ha sido utilizada por las instituciones o por las diversas facciones políticas como instrumento de legitimación o propaganda. Con frecuencia, ese uso influye notablemente en la idea predominante del pasado.

La audinotada madrileña sirvió de pretexto para que plumas y voces conservadoras cargasen con ímpetu renovado contra los defensores de recuperar la memoria histórica, acusados de querer ganar la guerra civil décadas después, y contra la cátedra madrileña que lleva ese nombre. Quizá, como señalan bastantes historiadores, la locución memoria histórica sea desacertada, pero que se haya impuesto es síntoma de que existe un problema.

Si el conservadurismo predominante hasta 1931 había sido renuente con la memoria y los símbolos liberales, la dictadura del general Franco hizo casi tabla rasa de ellos y se inventó otros, dentro de una peculiar concepción de la historia que parecía pararse en el siglo XVII y solo resurgir en 1936. España se encontró en 1977-1978, como en otros momentos del pasado, con que nacía una democracia huérfana de símbolos y de referencias históricas. Hubo que inventar una nueva fiesta nacional –la cuarta–, lavarle la cara a la bandera, cambiar el escudo e intentar que el himno dejase de ser identificado con el viejo régimen. No se atrevió nadie a recuperar el pasado liberal, la Segunda República todavía quemaba. Se “perdonó” a quienes habían luchado contra la dictadura y, con ellos, a los que hasta ese mismo momento habían protagonizado la represión. No hubo héroes, no se les otorgó ningún reconocimiento. El 23-F, la efeméride más recordada en 2016, aunque solo cumplía unos impares 35 años, sirvió para crear tres: Juan Carlos I, Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado, todos procedentes del franquismo.

El curioso uso de la historia alcanzó su máxima expresión con el casi total olvido del cuarenta aniversario de la muerte de Franco. Los acontecimientos no se recuerdan por su importancia o porque, como sucede habitualmente, los aniversarios terminen en cero, sino porque conviene. Las imágenes de los actos de noviembre y diciembre de 1975 todavía resultan incómodas, como el vídeo de Fraga explicando, en 1976, que la responsabilidad de sucesos como los de Vitoria correspondía “íntegra” a los que sacaban la gente a la calle porque el gobierno no iba a aceptar planteamientos “anarquistas” y recomendando “que este triste ejemplo sirva de lección para todo el país”. Todo ello mientras encarcelaba a líderes obreros y protegía a los que habían disparado.

Suele atribuirse a Fraga el mérito de haber atraído a la derecha franquista hacia la democracia y contribuido a evitar la aparición de un partido fuerte de extrema derecha. Vistas hoy las cosas, no estoy seguro de que haya sido muy saludable. No tanto porque, hasta 2015, la unidad haya favorecido a los conservadores en los procesos electorales, sino porque el PP todavía no ha logrado liberarse del lastre de su raíz franquista. Es cierto que algunos de sus fundadores, tras la desaparición de UCD y AP, procedían de la oposición moderada o no habían tenido relación con la dictadura, tampoco la tuvo la mayoría sus actuales afiliados, especialmente los menores de 60 años, aunque sí haya alguno con pasado ultraderechista, pero sigue mirando con reticencia, cuando no oponiéndose, a las propuestas de erradicar los vestigios del régimen y de reconocer a los que lucharon contra él. Lo que ha sucedido con la búsqueda de las fosas de los asesinados durante la guerra es paradigmático. Su falta de democracia interna y sus veleidades autoritarias también tienen mucho que ver con su origen.

Como sostiene Manuel Ortiz Heras en su libro La violencia política en la dictadura franquista 1939-1977, no tiene sentido mantener una “guerra civil” de memorias. No se trata de borrar la historia, por desagradable que nos parezca, ni de eliminar la tradición conservadora, tampoco de sustituir un maniqueísmo por otro, sino de asumirla en su integridad y, a la hora de reconocer acontecimientos, instituciones o personajes públicamente, hacerlo de acuerdo con los valores de nuestra democracia.

No quiero terminar sin un recuerdo a Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, Pedro María Martínez Ocio, Bienvenido Pereda Moral y José Castillo García –el primero tenía 17 años, el segundo 19–, que dieron su vida, un 3 de marzo de 1976, por defender sus derechos laborales y la libertad.

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