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Edgar Neville: un nombre inaceptable en el callejero de Madrid

José Manuel Pérez Carrera. Crónica Popular, | 2 agosto 2016

03_02_EdgarSi aplicáramos lo dispuesto en el artículo 15 de la Ley de Memoria, su nombre sería cuestionado si ya figurase en el callejero madrileño

 

 

 

José Manuel Pérez Carrera, Profesor de literatura y crítico literario. Secretario de AMESDE ||

El Comisionado para la Memoria Histórica ha entregado al Ayuntamiento de Madrid un listado de veintisiete denominaciones de calles que deben ser sustituidas por otras, en cumplimiento de lo que dicta el artículo 15 de la conocida como Ley de Memoria Histórica de 2007.

Entre los nombres propuestos como sustitutos figura el del cineasta, dramaturgo, escritor y periodista Edgar Neville (Madrid, 1899-1967). En estas notas me interesa señalar cómo el examen de alguna de sus producciones escritas muestra que, si aplicáramos lo dispuesto en el citado artículo 15 de la Ley de Memoria Histórica, su nombre sería cuestionado si ya figurase en el callejero madrileño. Y que resulta una burla y una afrenta a dicha Ley si, precisamente en aplicación de lo que en ella se dispone, se le diera una denominación con su nombre a una calle de Madrid.

El análisis que voy a efectuar se refiere a su libro Frente de Madrid (Espasa-Calpe, 1941), formado por cinco narraciones, alguna de ellas ya aparecidas entre 1936 y 1939 en la revista falangista Vértice. Esta obra ha sido considerada[1] como uno de los hitos de la narrativa fascista sobre la Guerra de España

El primero de los relatos es el que da título al volumen.[2] Es el más extenso de los cinco, 91 páginas. Su protagonista es Javier Navarro, un joven falangista que está luchando en la Ciudad Universitaria, desde donde observa el piso en el que está su novia, ignorante aún de que había conseguido “escapar de los rojos para entrar en la Cruzada” (P.10). Javier había sido un joven despreocupado y frívolo, ajeno a los ideales de la Falange, por culpa de una generación complaciente con una República “que había destruido todo lo que tenía de grato el vivir antiguo” (P.11). Afortunadamente para él, había conocido a Carmen, quien le hizo conocer la nueva generación que “con el mismo brillo en los ojos y la misma fe en el ademán proclamaban la revolución al grito de ¡Arriba España!” (P.12).

Javier “a medida que se iba acercando a los jóvenes encontraba un eco más puro a sus ideas, un eco que ya no le devolvían las paredes almohadilladas de los despachos republicanos. Se volvía a encontrar más joven y le brotaba de nuevo la alegría y la fe” (P.13). Por eso había decidido ingresar en la Falange el mismo día que había estallado la guerra. Y por eso estaba en el asedio a la Ciudad Universitaria, “por alegría y por fe. Pero también porque se había desarrollado en él un sordo rencor hacia aquellos que le habían descaminado. Quería que su novia y su ciudad supieran que estaba allí; no solo por el deseo de su conciencia de purificar el error pasado, sino por la nueva fe, por su nueva juventud” (P.14).

La narración propiamente dicha comienza una tarde imprecisa de comienzos del año 1937 en la que Javier pasa revista a las líneas del asedio con un capitán y comprueban cómo, un día más, les llegan avituallamientos del exterior gracias a la ayuda de Pedro, “un ametrallador rojo que tiraba desde el Puente de los Franceses” (21). Cuando a Pedro le tocaba servicio “podía pasar el convoy sin temor. Tiraba mucho, eso sí; pero apuntaba al agua del río, que se ponía a hervir como cuando empieza a llover en verano. Era su manera de servir a la Causa de España” (21).

Esa noche asistimos a la cotidiana “guerra de los altavoces”. Del lado de los sitiadores, el locutor “con voz reposada y clara decía nuestra Verdad. Nunca había un insulto ni una burla; afecto y comprensión para aquellos que tuvieran las manos limpias de sangre. Las leyes de la ortodoxia falangista impresionaban profundamente a los milicianos, mal trabajados por la propaganda del Komintern. El acento y el estilo les sonaba más familiar que el de sus propios agitadores, y eran frecuentes los cambios del sector en las brigadas enemigas; pero allí donde fueran, les esperaba siempre el altavoz nacional para repetirles la Verdad”. (22)

El narrador nos sigue contando cómo “aquel silencioso escuchar del enemigo expresaba la tragedia de la trinchera de enfrente, el drama de los hombres movilizados por la fuerza. Ya no eran los fanáticos milicianos de los primeros días; hoy solo quedaban las quintas, con sus millares de hombres, que deseaban el triunfo del Ejército de Franco. Continuamente llegaban pruebas de este estado de espíritu, testimonios de héroes anónimos que enviaban granadas con las espoletas mal graduadas, o llenas de serrín, o con planos dentro indicando la situación de la batería. Javier había recogido un cadáver de miliciano en cuyo bolsillo halló un papel que decía: “No me enterréis con los rojos, ¡Arriba España!” (24).

De ahí que el narrador concluya este episodio con la siguiente reflexión: “Por eso, cuando se pensaba en la España futura, se contaba siempre con una gran parte del enemigo al cual se le podían negar todos los derechos salvo el de regenerarse, y al que era injusto confundir con los equipos completos del Komintern; con los asesinos, con los fanáticos, con toda la hez de los bajos fondos, cubiertos de galones, y a los que habría que arrojar al Mediterráneo”. (24)

Ese mismo día se le presenta a Javier la ocasión de servir a su causa y de volver a su novia: por un miliciano desertor se ha sabido que toda una compañía tiene la intención de pasarse al día siguiente al bando de los sublevados. Es el momento para que Javier entregue una carta secreta en Madrid, sustituyendo a uno de esos milicianos. En casa de Carmen, que lo revive con emoción y cariño, se entera de los fusilamientos ocurridos en la ciudad:

“-Han debido de fusilar a muchos.

– A cerca de cien mil. El padre de la doncella tiene un amigo que es el que lleva la estadística de Gobernación. [3]

-¡Qué horror!

– Cien mil madrileños de todas clases: desde el duque al obrero no sindicado (…) Denuncian las feas a las guapas, los amargados a los sonrientes, los torpes a los listos. Toda la hez humana se ha vertido en denuncias; todo lo empozoñado que llevaba dentro la gentuza ha encontrado en ese sistema su forma de expresión. En una mañana de paz, habrá que retener los nombres de los que han denunciado. Se han vendido para el futuro, han mostrado para siempre su alma vil de canalla”. (43-44)

Menos mal que ellos tienen la Falange, que “lleva en sí la solución que aceptamos unos y otros” (44) y, sobre todo, a Franco que es “el sentido común. Franco –dice el uno al otro-modera el desenfreno. Tiene la virtud de rara de enterarse de las cosas y de tener en cuenta en cada caso la opinión adversa; pulsa, mide y hace o deja hacer lo que sea de razón” (45).

Reconfortados con esa esperanza, van a visitar al destinatario de la carta secreta, quien resulta ser nada menos que el Director General de Comisarios Políticos del Ejército, pero que en realidad es un militar franquista que tiene como “prisioneros” a dos jefes de Estado Mayor que le asesoran en sus tareas de sembrar el terror entre la población. Con las informaciones que Javier les ha entregado, la quinta columna madrileña podrá hacer explotar depósitos de municiones y otros atentados que vayan minando la moral de los defensores. Y es que, en realidad, “no había tal defensa heroica de Madrid de que hablaba la literatura marxista del mundo. No había sonado la hora del ataque aún, y las grandes batallas sólo habían sido desesperados esfuerzos para levantar el asedio”. (54).

En la Dirección General del Comisariado Político Javier observa el entrar y salir continuo de comisarios de batallones que traían las nuevas desmoralizadoras de los soldados: “No les interesaba la política ni la guerra, ni la causa del pueblo, ni la dictadura del proletariado. Les tiene sin cuidado que ganen unos o que ganen otros, lo que quieren es que se acabe la guerra para irse a sus pueblos y labrar la tierra”. (67)

Concluida su misión en Madrid y tras algunas peripecias, Javier vuelve a su puesto en la Ciudad Universitaria. Días más tarde, decide volver a la ciudad a ver a su novia pero es herido y en una trinchera agoniza junto a un miliciano tras un diálogo de exaltación falangista: “Un día se cubrirá de banderas Madrid. De banderas de España y de banderas de Falange; y desfilarán por las calles legiones de hombres con la camisa azul”. (81) Su último pensamiento antes de morir lo dirige a su novia y a su España en un delirio en que se mezclan a la vez, incoherentemente, la unidad de las fuerzas sublevadas, el odio al enemigo y una hipotética reconciliación: “Todo quedaba en orden tras de sí: su corazón y su patria. La guerra había salvado a España, uniendo a sus hijos para siempre. La Universitaria era una prueba de ello. Nada, nunca más, podría diferenciar ni dividir ya a los españoles que estaban allí. Todos defendían lo mismo y para siempre. ¡Ay de aquel que quisiera dividir, diferenciar a aquellos españoles que habían luchado juntos por un mismo ideal, mezclando sus sudores! ¡Ay del que quisiese buscar diferencias en la fraternidad imperial de los peninsulares y los moros! (…) Unión de españoles, los buenos, los nobles de los dos lados contra los infames y los asesinos vinieran de donde vinieran”. (90)

Analizado con detenimiento ese relato, no merece la pena hacer lo mismo con el resto, que repiten, de una u otra manera, todos los tópicos de los sublevados. En La Calle Mayor se nos cuenta la existencia idílica de unos personajes en un pueblo, en el que sólo hay un ser malvado, el “Mal bicho”, que de pequeño “pegaba a traición a los más chicos. Cobarde y cruel, perseguía a pedradas a los perros” (102), de joven asediaba a las chicas y hasta daba palizas a su madre y de mayor se afilió al partido comunista. Huyendo del repudio del pueblo se había ido a la ciudad, pero el 18 de julio volvió presidiendo una caravana de camiones: “sus ocupantes daban vivas a Rusia y al Soviet. Algunos llevaban bidones de gasolina, con los que entraron en las casas. Otros apuntaban con sus fusiles a los balcones” (128). Tras incendiar todas las casas de las personas que había sido descritas pormenorizadamente en la primera parte de la narración y matarlas a tiros, el relato termina así: “Por todas partes se oían disparos y llantos. Un miliciano pintaba sobre la fachada la hoz y el martillo” (128).

En el relato F.A.I. se concentran todos los tópicos sobre el “terror rojo”: valientes falangistas, tortuosos milicianos, población acobardada, torturas y fusilamientos en la Dehesa de la Villa. Cuando el protagonista de la narración, el joven falangista Antonio va a morir junto a otras tres personas oye a una de ellas decir: “Esto no es una guerra civil ni una guerra política; es un caso de justicias y ladrones; son las personas decentes de un país que se sublevan contra los asesinos y los ladrones; eso es todo. Estas bandas que saquean y asesinan no tienen ningún fin político ni social y, en cuanto a ese Gobierno que consiente esos desmanes sin hacer absolutamente nada por impedirlos, está, en el fondo, encantado de que le supriman adversarios: ese Gobierno es, sencillamente, el jefe de la banda”. (158)

El relato Don Pedro Hambre es muy diferente de los anteriores: no habla propiamente de la guerra sino de un grupo de españoles residentes en París, adonde han huido desde zonas republicana y que allí esperan el salvoconducto que les permita regresar a Burgos. Ironía e ingenio son los ingredientes fundamentales de una historia sin maniqueísmos ni truculencias. Pero tras ese paréntesis, el Edgar Neville militante de la causa franquista, defensor de la Falange y enemigo de todo lo que significaba la República reaparece en el último relato del volumen, el titulado Las muchachas de Brunete, que narra la historia de dos hermanas falangistas, enfermeras en un hospital rebelde de Brunete, que son apresadas por los republicanos y llevadas presas a Madrid, donde finalmente serán canjeadas por un comunista preso en Burgos.

Como en los anteriores relatos del volumen, se repiten conocidos tópicos: todos los falangistas son valientes, sinceros y sin temor a la muerte; las gentes del pueblo están deseando que las tropas de Franco entren en Madrid, pero no se atreven a manifestarlo, temerosos de ser ejecutadas por torvos comunistas a los que solo mueven la codicia, la venganza y la voluntad de asesinar; los soldados republicanos luchan sin ideales, obligados por sus jefes, y solo esperan la ocasión de pasarse a los sublevados; las causas de la rebelión son siempre ideales y nacidas del amor por España y sus gentes…

Algunos ejemplos de todo ello: cuando los soldados republicanos entran en el hospital, el oficial ordena matar todos los que allí se encuentran, diciendo: “Los fascistas no son ni heridos, ni enfermos, ni médicos; son siempre fascistas y hay que tratarlos como a tales” (194). Liberadas del fusilamiento por un comisario ruso, que espera de ellas algún favor político en el futuro, son enviadas nada menos que al Cuartel General de Ejército republicano donde asisten a una esperpéntica discusión entre el general Miaja y el ministro de la Guerra, Indalecio Prieto: “Cómo explica usted –pregunta Miaja a Prieto- que cuarenta mil hombres, doscientos cañones, ciento cincuenta tanques y cien aviones se estrellen contra un enemigo escaso, mal armado y sin aviación hasta ahora?” (207), a lo que el segundo no puede sino responder (según el narrador): “Nos falta algo difícil de definir; algo que tienen ellos, que tenían los del Alcázar, los de Oviedo. Nos falta, aunque parezca mentira, ganas de vencer (…) Tenemos enfrente a millares de votantes del Frente Popular que podrían pasarse a nuestro campo y no lo hacen, que debieran luchar desganados y se baten como leones, y, en cambio, los nuestros son cada día más blandos y tenemos que vigilarles para que no se pasen en masa…” (208). Y el autor pone en boca de Miaja su propia explicación al triunfo de los rebeldes: “Han debido presentir algo, un motivo lo bastante elevado para jugarse la vida por él. Si solo fuera por defender a duques y a banqueros no irían a la muerte como van. En el campo enemigo hay una presencia inmaterial de un futuro, hay una idea que ya es común al aristócrata, al hombre de carrera y al proletario. De otro modo no estarían muriendo juntos en las trincheras. Ellos se baten no por el pasado, se baten por un provenir que han adivinado. No hay otra explicación”. (209)

De camino a una cárcel de la capital, desde el coche observan un Madrid diferente al que ellas conocían: “Las ciudad estaba invadida por gentes de fuera, por pueblerinos, que le daban aspecto de domingo, y que no tenían aquel respeto hacia la ciudad que tuvieran en otros tiempos, cuando llegaban para las fiestas. Isidros rezagados e impertinentes, que habían entrado en Madrid por las malas, dejando el barro y el polvo de su pueblo en las sedas del barrio de Salamanca. Una multitud sucia y grosera, que había hecho desaparecer al fino madrileño; a esa masa se mezclaban extranjeros mal encarados y que vestían con apresto militar. Esta fauna, vertida en las terrazas de los cafés, llamaba a gritos a los camareros. Era el hampa internacional, llegada de todas las Inclusas de la tierra, de todas las cárceles del mundo, de todos los ghettos de Europa, para auxiliar a la causa comunista”. (213)

Encerradas en una cárcel de Madrid, un miliciano se apiada de ellas y les dice: “¡Qué va a hacer uno aquí! O es uno comunista o le “apiolan”. Para vivir hay que estar diciendo mentiras todo el día. Además, el que más o el que menos sabe que hemos perdido la guerra. -Y bajando la voz, añadió:- Y se alegran”. (220)

***

Las notas precedentes no han querido ser un ejercicio de crítica literaria. Han pretendido, sencillamente, justificar su propio título: Edgar Neville: un nombre inaceptable en el callejero de Madrid. Amparándose en la aplicación del artículo 15 de la Ley de Memoria Histórica el Ayuntamiento de Madrid no puede conceder el nombre de una calle de a una persona como Edgar Neville, cuya creación narrativa más relevante es la que acabamos de analizar. En los relatos que componen el volumen Frente de Madrid se defienden tanto la sublevación militar como la Guerra Civil, motivos precisamente de la obligación de retirar cualquier distinción pública a quienes las justifiquen o exalten. Estoy seguro de que los distintos grupos políticos que conforman el Ayuntamiento rechazarán, por contraria a la Ley, la propuesta que a este respecto le ha elevado el Comisionado de la Memoria Histórica.

[1] Véanse los análisis, ideológicamente contrapuestos, que al respecto hacen José María Martínez Cachero (Liras entre lanzas. Historia de la literatura “nacional” en la guerra civi) y Julio Rodríguez Puértolas (Literatura fascista española). Para la vida y la obra d Edgar Neville vid. J. A. Ríos Caratalá Una arrolladora simpatía: Edgar Neville. De Hollywood al Madrid de la posguerra

2 Este relato fue llevado al cine en 1939 por el propio autor.

3 Recordemos que las cifras más fiables dan un total de doscientos españoles mil asesinados en las ciudades y pueblos de la retaguardia entre 1936 y 1939, de los cuales ciento cincuenta mil se atribuyen a la represión franquista y cincuenta mil a los desmanes en la zona republicana.

http://www.cronicapopular.es/2016/08/edgar-neville-un-nombre-inaceptable-en-el-callejero-de-madrid/