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«Billy el Niño me metió la pistola en la boca y apretó el gatillo»

Interviú, 11/12/2017 | 12 diciembre 2017

Por primera vez, el padre del dirigente de Podemos Miguel Urbán cuenta su sufrimiento

Ana María Pascual

Los métodos de tortura usados en los interrogatorios por los miembros de la Brigada Político Social eran tan eficaces que algunos militantes antifranquistas acabaron confesando y delatando a sus compañeros. Entonces, la delación significaba la expulsión del partido clandestino. Hoy, delatores y resistentes, unidos en un mismo frente que pide el final de la impunidad para policías como Billy el Niño, preparan sus querellas

Antes de comenzar la entrevista, Luis Miguel Urbán Fernández (Madrid, 1948) advierte de que es la primera vez que va a relatar cómo le torturó la policía franquista. Pide comprensión por si en algún momento las fuerzas le flaquean. “Ni siquiera se lo he contado a mi familia, que algo intuye. Nunca he querido contarlo porque no lo he superado. Ahora creo que ha llegado el momento, no solo de contarlo públicamente, sino también de denunciarlo en los juzgados”, explica  Urbán, padre del eurodiputado de Podemos Miguel Urbán.

Hace tres años que este madrileño del barrio de Las Delicias se jubiló. Urbán ha sido técnico superior en Riesgos Laborales del Ministerio de Empleo. “Nadie se ha imaginado en mi trabajo que Billy el Niño me torturó”, dice. La suya será una de las próximas querellas que se presentarán en breve en los juzgados españoles –ya hay tres presentadas en los juzgados de instrucción de Plaza de Castilla– por torturas contra el exinspector de policía Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño; un apodo que recibió por su arrojo a la hora de desenfundar su arma y amedentrar a los detenidos en la Dirección General de Seguridad (DGS), en la madrileña Puerta del Sol, durante la decada de los setenta, según consta en las denuncias en su contra. “A mí me metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Fue una simulación de ejecución. Lo hacía mucho”, cuenta Urbán.

González Pacheco, de 70 años, fue uno de los agentes destacados de la Brigada Político Social (BPS), encargada de reprimir con mano dura la lucha antifranquista. Cientos de opositores de la dictadura –estudiantes, sindicalistas y miembros de partidos clandestinos– pasaron por el trance de salvajes torturas a manos de los sociales. Cerca de un centenar de ellos fueron asesinados por policías y guardias civiles en los estertores del régimen.

En 1974, con 26 años de edad, Luis Miguel Urbán fue detenido a punta de pistola en plena calle, acusado de pertenecer a la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), partido clandestino de orientación trotskista. Conducido a la DGS, Billy el Niño le esperaba con una sonrisa maliciosa: “Oye, Urbán, cuéntanos qué es eso de la LCR’, me preguntó Billy. Estaba con cuatro o cinco policías de uniforme. Y le contesté que debía ser un tipo de ácido, que yo había estudiado químicas, que era de lo que sabía”. Comenzaron a golpearle entre todos.

La toalla mojada

“Habían detenido a mi compañero de piso y había cantado La Traviata. Además había dicho que yo era un líder de la Liga Comunista Revolucionaria, cuando yo siempre fui un militante de base –relata Luis Miguel Urbán–. Billy era especialista en mandar a la gente al hospital. Quería que delatara a mis compañeros, que diera nombres de otros miembros de la LCR. No me sacaron nada y se ensañaron conmigo”, explica.

En un despacho ubicado en la buhardilla de la DGS, los policías ordenaron a Urbán que se desnudara. “El objetivo era la vejación, hacerme sentir como un animal acorralado para doblegarme –apunta–. Billy me dijo que me iban a llevar a un descampado de Pan Bendito (un barrio periférico de Madrid) y que me iba a pegar un tiro, y que después matarían a mi compañera. A continuación, me aplicaron la toalla mojada, una técnica que consiste en simular un ahogamiento.Trajeron un barreño lleno de agua, me pusieron una toalla en la cara y cada poco tiempo iban echando agua sobre la toalla. Me asfixiaba. Fue un tormento”.

Después de largas horas con la toalla mojada sobre el rostro y recibiendo golpes en las plantas de los pies, los policías se lo llevaron destrozado y en volandas al calabozo, en los sótanos de la DGS. Pasado un rato, volvieron a subirlo al despacho que hacía las veces de sala de tortura. “‘En la próxima tanda te ponemos los electrodos, Urbán’, me amenazaba Billy el Niño”. Cuenta este madrileño residente en la sierra que no recuerda cuántas sesiones de martirio recibió, ni si fueron tres o cuatro los días que permaneció detenido. “No soy un héroe. Recuerdo que llamaron a mi padre, un señor de derechas, y cuando me vio en ese estado me dijo: ‘Hijo, tú te has metido en esto, pero como delates a tus compañeros, te corto los huevos’“.

La delación por parte de algunos de los detenidos que pasaron por la DGS aún sigue siendo un tema escabroso. “A los compañeros que me delataron los comprendo, entiendo que no resistieran porque fue muy grave lo que nos hicieron. No tengo nada contra ellos. He hablado con ellos y se lo he dicho. Lo han pasado muy mal todos estos años por el hecho de delatar”, explica Urbán.

Contar los golpes

Con cierto orgullo pero también con dolor, Adolfo Rodríguez Gil (Madrid, 1953) asegura que fue el único de los seis estudiantes a los que detuvieron tras una manifestación en Atocha que no confesó ni delató a sus compañeros. Jubilado, exasesor del Gobierno en materia de Cooperación Internacional, ha escrito un extenso relato explicando las torturas que sufrió con 18 años y señalando en él a Antonio González Pacheco como el responsable de las mismas. Dentro de pocas semanas interpondrá una querella.

“Conté 257 golpes y puñetazos que me dieron los sociales en la DGS en mayo de 1972. El primer día, más de cien. Billy el Niño se concentró en la zona del riñón izquierdo. También me cogía por el pelo y me golpeaba contra la pared; más que hacerme mucho daño, se trataba de atontarme para que diera alguna respuesta que les permitiera tirar del hilo. Me tocó otro policía, apodado El Gitano, que era una bestia”.

Desvela Adolfo Rodríguez que en el PCE, donde él militaba, les preparaban para soportar las torturas. “Había técnicas como, por ejemplo, concentrarnos en algo mientras recibíamos los golpes. Pensar en tu novia, en tu familia. Mi táctica fue contar los golpes. Había unos gemelos que negaban por activa y por pasiva ser hermanos. Esa fue su táctica”, explica.

El Pato

Una de las técnicas de tortura más eficaces, según este madrileño, es la conocida como El Pato. Él mismo la sufrió. “Es la autotortura por excelencia. Tú mismo te provocas el daño. Consiste en andar en cuclillas con las manos esposadas detrás de las piernas. Es muy doloroso, pero además es degradante por la postura ridícula delante del torturador. Cantas lo que no está escrito con esa tortura. Dos de mis compañeros se autoinculparon siendo inocentes ”, explica Rodríguez.

Diez horas estuvo Javier Navascués (Madrid, 1948) haciendo el pato. Fue en 1973. “En el interrogatorio estuvo Billy el Niño, pero el que me torturó fue otro, no sé su nombre. Me preguntó si hacía deporte y me puso a hacer el pato. Fue algo insufrible”, cuenta este ingeniero de Telecomunicaciones jubilado, que tiene previsto presentar su querella por torturas muy pronto.

“Me he decidido, pese a que no conozco el nombre de mi torturador, porque necesito superarlo. Aquel episodio me ha ocasionado secuelas psíquicas, depresiones. Lo recuerdo nítidamente, como si hubiera ocurrido ayer. La degradación como persona, eso es lo que sentí”, explica Javier Navascués con evidente aflicción.

Para José María Galante, militante antifranquista y una de las caras más visibles de la reinvidicación de justicia para los torturados en el franquismo, la clasificación de héroe o chivato según se hubieran aguantado las torturas no tiene sentido. “Hay un momento en la tortura que como persona no aguantas por tus ideas políticas, sino que aguantas sobre la rabia. En mi caso, después de que uno de los torturadores me apagara un cigarrillo en la cabeza, decidí que no iba a colaborar con ellos en mi destrucción. Aguanté por eso, por mi convencimiento de que era un ser humano y no una cosa, como me quisieron hacer sentir”, cuenta Galante.

Adolfo Rodríguez explica que a los compañeros que confesaban y delataban se les expulsaba de la organización. “No era nada personal, era por razones de seguridad. No podíamos expornernos. Algunos de ellos quedaron marcados”.

La tortura deja huella

La psicóloga Gabriela López, de la Asociación Sira, con sede en Madrid, explica que tras la dictadura argentina salieron mejor parados los torturados que no confesaron. Ella, junto con otros miembros de la asociación, está peritando los testimonios sobre las torturas franquistas, sigiendo el Protocolo de Estambul, ratificado por Naciones Unidas. Cada denuncia lleva su correspondiente peritaje. “El Protocolo de Estambul es un instrumento médico-psiquiátrico para medir el impacto de veracidad del testimonio de una persona torturada, independientemente del tiempo pasado. Se trata de objetivar lo subjetivo. El testimonio es la única prueba de lo que pasó en un espacio privado entre torturado y torturador”, explica Gabriela López.

La Asociación Sira contextualiza y verifica los relatos con fuentes documentales. “Los policías de la BPS tenían técnicas específicas de tortura. Les preocupaba no dejar marcas en los torturados. Por eso se repiten en los relatos técnicas como La Zamarra: les ponían abrigos para que sudaran y no les quedara marca de los golpes”, explica Sara López, abogada de Sira.

Luis Miguel Urbán confirma la no existencia de marcas. “Para todo lo que me hicieron no tenía ni un rasguño, pero los pies, detrozados, inflamados. Lo peor son las secuelas psíquicas. Esas no sé cómo las voy a superar”. José María Galante no pudo volver a jugar al fútbol, una de sus aficiones, después de las sesiones de golpes en los pies. Adolfo Rodríguez no solo ha tenido problemas de riñón, el órgano que le golpeó reiteradamente Billy el Niño: “No puedo ver en el cine ninguna secuencia de violencia. Me supera. Preferiría que me mataran a pasar otra vez por aquel calvario”.

La psicóloga de Sira asegura que “el peritaje les sirve a estas personas para su dignificación. Algunos no lo han contado nunca a su familia o a su entorno por miedo a no ser creídos”.

La impunidad es percibida por este colectivo como una tortura más. Que su sufrimiento no haya merecido un reproche penal no ayuda a que superen las secuelas. También los asesinatos quedaron impunes, en aras de la Ley de Amnistía, de 1977. Luis Miguel Urbán presenció el asesinato de Pedro Patiño, un albañil de CC.OO., durante una huelga del sector de la Construcción, el 13 de septiembre de 1971. Por entonces estudiante de Ciencias Físicas en la Universidad Politécnica de Madrid, Urbán se había integrado en la Liga Comunista Revolucionaria, una vez disuelto, en 1969, el Frente de Liberación Popular, conocido como el Felipe. “En la LCR estábamos gente de CC.OO. Nuestras armas eran las octavillas. Organizamos la huelga, como todas, ilegal. En un momento dado, nos vimos rodeados por la Guardia Civil y echamos a correr.  Se escuchó un tiro y uno de los nuestros cayó. Le habían dado en la espada. Se quedó allí, muerto”. Después de la muerte de Patiño, al que no se le hizo autopsia pese al empeño de su viuda para demostrar el homidicio, algunos opositores se exiliaron. “Yo decidí quedarme. Es lo único heroico que he hecho en mi vida, quedarme”, dice Urbán.

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