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Cuando la libertad era un sueño. 'CAZA DE ROJOS', UN LIBRO SOBRE LA CLANDESTINIDAD DE LOS COMUNISTAS
José Luis Losa - El País - DOMINGO - 26-06-2005


Entonces, lo que se cuenta de Alberti y Miguel Hernández es verdad... A Hernández lo dejaron allí, en el campo de Monóvar, montaron en el Dragón y lo abandonaron, con los italianos acercándose en el horizonte...

En la casa que Simón Sánchez Montero acaba de comprar en la calle Caudillo de España, ¡nada menos!, y en donde va a durar muy poco porque casi inmediatamente el Partido le va a dar órdenes a Simón de que deje allí a su mujer, Carmen, y ocupe un piso no fichado, Federico Sánchez inquiere de Paco Romero Marín, recién llegado a Madrid, la historia, de primera mano, porque Romero Marín estaba allí, en el campo de Monóvar, el 9 de marzo de 1939, esperando otro avión, otro desvencijado Dragón en el que escapar, cuando Alberti se encontró con Miguel Hernández y de esa encrucijada el primero salió hacia el exilio melancólico y dorado y el otro comenzó a desandar el camino de la libertad y a precipitarse hacia la triste muerte del triste hombre que no va a morir de amores sino de tuberculosis en una cárcel de Alicante.

Federico quiere conocer cómo fue ese trágico y terrible desencuentro con Miguel Hernández, esa dejadez de Alberti. Su interés, en general, por saber de las historias de la guerra de España, por los viejos secretos de complicidades, de mugre y de muerte del Partido, es nulo. Pero, en este caso, todavía recuerda las palabras que había escrito él, Federico Sánchez, sobre la poesía de Miguel Hernández y el compromiso, acerca de la poesía militante:

No es posible olvidar que el precursor de todos nosotros, el maestro inigualable, fue Miguel Hernández. Su poema de Viento del pueblo dedicado a Pasionaria es prototípico.

Y decía Miguel Hernández:

A Pasionaria

Moriré como el pájaro: cantando, / penetrado de pluma y entereza, / sobre la duradera claridad de las cosas.

Cantando ha de cogerme el hoyo blando, / tendida el alma, vuelta la cabeza / hacia las hermosuras más hermosas.

Una mujer que es una estepa sola / habitada de aceros y criaturas, / sube de espuma y atraviesa de ola / por este municipio de hermosuras.

Dan ganas de besar los pies y la sonrisa / a esta herida española, / y aquel gesto que lleva de nación enlutada, / y aquella tierra que de pronto pisa / como si contuviera la tierra en la pisada.

Fuego la enciende, fuego la alimenta: / fuego que crece, quema y apasiona / desde el almendro en flor de su osamenta.

A sus pies, la ceniza más helada se encona.

Vasca de generosos yacimientos: / encina, piedra, vida, hierba noble, / naciste para dar dirección a los vientos, / naciste para ser esposa de algún roble...

Los herreros te cantan al son de la herrería, / Pasionaria el pastor escribe en la cayada / y el pescador a besos te dibuja en las velas.

Oscuro el mediodía, / la mujer redimida y agrandada, / naufragadas y heridas las gacelas / se reconocen al fulgor que envía / tu voz incandescente, manantial de candelas.

Quemando con el fuego de la cal abrasada, / hablando con la boca de los pozos mineros, / mujer, España, madre en infinito, / eres capaz de producir luceros, / eres capaz de arder de un solo grito.

Pierden maldad y sombra tigres y carceleros.

Por tu voz habla España la de las cordilleras, / la de los brazos pobres y explotados, / crecen los héroes llenos de palmeras / y mueren saludándote pilotos y soldados.

Ardiendo quedarás enardecida / sobre el arco nublado del olvido, / sobre el tiempo que teme sobrepasar tu vida / y toca como un ciego, bajo un puente / de ceño envejecido, / un violín lastimado e impotente.

Tu cincelada fuerza lucirá eternamente, / fogosamente plena de destellos.

Y aquel que de la cárcel fue mordido / terminará su llanto en tus cabellos.

Y ahora Federico Sánchez escucha a Paco Romero Marín la narración de lo que sucedió aquel día en el campo de aviación de Monóvar. Aquellos aviones franceses que iban recogiendo de manera selectiva a un pasaje privilegiado entre una militancia que superaba las posibilidades de evacuación. Mientras Miguel Hernández ha conseguido llegar a Alicante y vaga en medio de la gente, ya en Monóvar, en ese campo del cual, en efecto, como atendiendo a lo premonitorio de su poema, va a volar Pasionaria, dejando atrás, abajo, sin futuro, a unos hombres para los cuales las únicas instrucciones de un partido que no ha preparado ningún plan de resistencia ante la inminente derrota serán tan vehementes como suicidas:

-¡Ahora, todos a las sierras!

Y es verdad, como dice Hernández:

Crecen los héroes llenos de palmeras. / Y mueren saludándote pilotos y soldados.

Mientras Pasionaria se aleja...

Neoseñoritismo de mono azul
Versos aterradores por visionarios los de Miguel Hernández, que entonces se mueve aturdido en ese sálvese quién pueda de Monóvar. Es entonces -cuenta ahora Paco Romero Marín-, que allí estaba, y que de allí pudo volar, en el último Dragón -encañonando a un piloto remiso a poner rumbo a África-, cuando Hernández se encuentra con Rafael Alberti y María Teresa León. Es Alberti el que lo ve. Hace más de dos años que no se hablan, desde la bronca pelea en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas que presidía Alberti, en Madrid, en el palacio de los Heredia Spinola, en el primer año de la guerra. Llegaba cada día Miguel Hernández del frente, donde participaba activamente, animaba a las tropas y llegó a ser comisario político con El Campesino. Y se encontraba con el ambiente de francachela de aquel oasis de neoseñoritismo de mono azul y alpargatas, en cuyas mesas corría el vino y se tomaban las más peregrinas decisiones sobre suertes ajenas. Un día, indignado por el contraste entre la situación dantesca que viven los soldados en el frente y lo que ve en el palacio de los Heredia Spinola, aún con los restos de una buena comida en la mesa, se acerca al encerado que preside la sala, todavía Miguel Hernández con el uniforme transpirando el sudor del frente y escribe:

-Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta.

A la vista de que la única mujer presente en la sala era María Teresa León, ésta arremete contra Hernández y le asesta un puñetazo de inusitada contundencia, que le voltea y le rompe un diente. Habían dejado de hablarse; era el otoño de 1936. Ahora, en Monóvar, Alberti, que ha visto acrecentarse su poder durante la guerra, intenta congraciarse con el poeta de Orihuela:

-Tú ya sabes cómo son las mujeres, Miguel. Pero si tú quieres, te puedes venir con nosotros. Arreglo las cosas para que se te haga un hueco en el avión y te vienes con nosotros a Argelia.

Miguel Hernández contestó secamente:

-Yo me vuelvo a mi pueblo.

De esa historia será testigo Irene Falcón. Ella va a compartir con Alberti y María Teresa, y a quedarse aún un día más, una vez que la pareja haya volado rumbo a Orán, una hermosa casa cercana al helipuerto, en donde toman té ruso con unos dulces... mientras en los alrededores, en Elda, en Monóvar, cunde el pánico. Irene Falcón se lo contará todo a Romero Marín con cierta ingenuidad.

Falsear la verdad
Alberti va a sellar ese encuentro suyo con Miguel Hernández con la llave del silencio. Tiene la percepción de que, en la medida en que hubiese suturado la herida de esa enemistad, podría haber evitado la muerte de Miguel Hernández. Va a contar la historia, tiempo después, y tergiversada, a algunos amigos, pero en el caso de que Alberti escriba unas memorias, y de que a éstas le dé por llamarlas La arboleda perdida, se apresurará a falsear la verdad abiertamente cuando afirme que "la última vez que vi a Miguel fue en Madrid, cuando después de intentar convencerle de que se refugiase en la Embajada de Chile, escuché de Hernández que se iría andando a su pueblo".

-Tú lo que deseas es que te maten, Miguel. Es al único sitio donde no puedes ir.

Y se habrían fundido en un abrazo.

Hombres veo que de hombres / sólo tienen, sólo gastan / el parecer y el cigarro, / el pantalón y la barba.

En el corazón son liebres, / gallinas en las entrañas, / galgos de rápido vientre, / que en épocas de paz ladran / y en épocas de cañones / desaparecen del mapa.

Estos hombres, estas liebres / comisarios de la alarma, / cuando escuchan a cien leguas / el estruendo de las balas, / con singular heroísmo / a la carrera se lanzan.

Huis y huis, dando al pueblo, / mientras bebéis la distancia, / motivos para mataros / por las corridas espaldas.

Solos se quedan los hombres / al calor de las batallas, / y vosotros, lejos de ellas, / queréis ocultar la infamia, / pero el color de cobardes / no se os irá de la cara.

Los amigos del poeta
El resto de la historia la conocen, obviamente, Simón Sánchez Montero y Federico Sánchez. La primera estancia de Miguel Hernández en la cárcel de Porlier, en Madrid, donde su protector, José María de Cossío, había logrado su liberación. El empeño en volver a su pueblo, a Orihuela, donde fue detenido y devuelto a presidio a la capital. Y allí, los esfuerzos de Vicente Aleixandre que le mandaba, siempre por persona interpuesta, alimentos a la cárcel y dinero para su mujer. Y la movilización de Cossío, de Sánchez Mazas y de Dionisio Ridruejo, que lograrían la conmutación de la pena de muerte por doce años de cárcel. Pero

... aquel que de la cárcel fue mordido / terminará su llanto en tus cabellos.

Federico Sánchez ha terminado de escuchar una de esas historias de mezquindades del Partido y la guerra; una de esas viejas historias de las que nadie quiere saber. No son suyas. Sí consideraba suyo el poema de Viento del pueblo que Miguel Hernández había dedicado a Pasionaria.

Prefiere en ese momento Federico no recordar su propia exaltación como rapsoda de Dolores Ibárruri, el poema que un día Jorge Semprún le dedicó. Pero las palabras se le vienen a la mente, como un mantra:

Tu sonrisa, Dolores.

Yo me acuerdo.

Era una tarde tibia de marzo en el destierro...

Se abrió la puerta. Entraste. Nos alzamos / de nuestras sillas. Fuiste estrechando manos, / sonreías.

Y entonces estalló la primavera.

Pero Federico quiere huir ahora mentalmente de ese absceso de culto a la personalidad que un día incubó.

Mira a Carmen, la mujer de Simón, limpiando los hornillos de la diminuta cocina de la casa de Caudillo de España, 14. Y se presta a ayudarla.

Recuerda Federico el nombre de Dionisio Ridruejo, presente en el relato que le acaba de hacer Romero Marín sobre los intentos por salvar la vida de Miguel Hernández en la cárcel... Va a hablar de Dionisio para ahuyentar de su mente la rapsodia a Pasionaria.

-¿Sabes, Paco, que me he entrevistado hace unos días con Dionisio Ridruejo?

El entusiasmo de Romero Marín ante la noticia es perfectamente descriptible. Para él, que no es un ideólogo, sino que conserva en esencia la mentalidad de un militar, el nombre de Ridruejo va asociado al del uniforme azul y los correajes, el de los discursos de los falangistas revolucionarios que tomaban en plena guerra civil la emisora de Radio Valladolid para lanzar soflamas anticapitalistas contra la oligarquía. El Ridruejo coautor del Cara al Sol, responsable, en concreto de dos estrofas:

Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz.

El Ridruejo de la División Azul, que no llegó, claro, ni mucho menos, a Leningrado, donde estaba El Tanque, Roman Romanovich. Pero bajo la apariencia rocosa de mentalidad cuartelera, esconde Romero Marín la mente de un estratega sagaz y velocísimo, desde luego no sutil en materia política, pero sí un rápido fagocitador de nuevas situaciones. Si la política de reconciliación nacional que Carrillo acaba de instaurar como doctrina en el Partido pasa por considerar de extrema relevancia considerar a Ridruejo un aliado, él va a seguir de modo férreo ese papel. Aunque en su fuero interno siga viendo al falangista de la primera hora.

-Javier Pradera le preguntó si estaba dispuesto a entrevistarse con un miembro de la dirección del Partido Comunista de España -continúa explicando Federico Sánchez.

Javier Pradera, para Paco Romero Marín, también sería, de acuerdo a esa visión guerracivilista que en el fondo nunca le va a abandonar, otra anomalía histórica. Él se fue de España con el abuelo de Pradera, Víctor Pradera, y con el propio padre de Javier, fusilados por el bando republicano. Y ahora cruzaba una España con calles dedicadas a Víctor Pradera, en San Sebastián; o en Madrid, precisamente en el lugar, en la lápida donde venían de depositar una corona de flores los falangistas que habían tenido el choque con los estudiantes detrás de los cuales estaba, entre otros, ¡Javier Pradera! Llegaba Romero Marín a una España donde la viuda de Víctor Pradera era, con doña Ramona, la mujer del director de la Guardia Civil, Camilo Alonso Vega, de las pocas que tenía acceso directo a doña Carmen, en El Pardo. Y ahora, Javier Pradera había conspirado con Dionisio Ridruejo para que éste tuviera una entrevista con un miembro de la dirección del Partido Comunista de España, Federico Sánchez, nieto de Antonio Maura.

Paco Romero Marín, hubiese superado o no esos vuelcos de las familias y los bandos a efectos mentales, va a establecer una estrecha relación de confianza y amistad no sólo con Federico, sino también con Javier Pradera. Y de Dionisio Ridruejo, de su dignidad inquebrantable, le ha hablado ya Juan Antonio Bardem, quien en su estancia en la cárcel había encontrado en Ridruejo no sólo un apoyo moral -esa fortaleza extraña que sacaba de un cuerpo tan menudo, la que le había convertido en un enardecedor de las masas en la España del falangismo febril-, sino, en un plano más prosaico, el oportuno abastecedor de un laxante que había solucionado a Bardem los problemas intestinales derivados del estado de nervios que había sufrido en su estancia en la celda.

Y ahora Federico se ha entrevistado con Dionisio Ridruejo. Dionisio había venido perseguido por el sino de estar rodeado de comunistas siendo él el único desconocedor de esa circunstancia. Y así, cuando, al salir de la cárcel, tras los disturbios estudiantiles de febrero, algunos le critiquen por verse enredado en esa trama de comunistas, Ridruejo se encrespa, mueve los brazos como aspas, desde su menudencia física y su grandeza expresiva, para decir que cómo pueden atreverse a suponer que Pradera o que Enrique Múgica, "buen chico, algo rebelde", podían pertenecer al Partido Comunista.

Ya superado el breve periodo carcelario, Pradera se atreve a deshacer el entuerto, a poner las cartas boca arriba.

-Oye, Dionisio, que somos comunistas.

La cita con Federico Sánchez es en una cafetería de Goya, en el entresuelo. En una mesa un poco apartada. Se imponen esas medidas de seguridad cada vez más necesarias. Pradera y Ridruejo, al fin y al cabo están recién salidos de la cárcel, y ahora, ambos se reúnen con el responsable de la dirección del Partido Comunista, ese hombre que, sin llegar a los extremos de su hermano, lleva un peinado, un corte hirsuto, que sigue resultando ajeno a la moda en España.

Se ven con toda la discreción porque Federico Sánchez ya sabe que su nombre ha comenzado a cotizarse en la cima de la Dirección General de Seguridad, después de que el Arriba haya publicado extractos de su artículo en Mundo Obrero reivindicando la agitación de febrero: "¡Contra la Falange y el monopolio seuista de la Universidad!".

Pero aún no le han puesto cara. Aún no tienen en la DGS una descripción fisonómica de El Pajarito. Ya se sabe, Federico odia las fotos. Tampoco puede haber fotos en la vida de un clandestino.

Estreno de 'Calle Mayor'
Federico ha aparecido en la revista Objetivo, que dirige Ricardo Muñoz Suay, firmando como Federico Artigas un artículo en el que destaca la crítica de la decadente burguesía veraniega que Luis García Berlanga ha realizado (¡sin ser el mismo Berlanga consciente!) en Novio a la vista. Y el colmo ha sido ya el estreno de Calle Mayor en Madrid, en el cine Gran Vía, convertido en un acto de concentración espontánea de toda la crema antifranquista del mundo del espectáculo. A Bardem, en lo que a Federico le pareció excesivo, se le había ocurrido ponerle a uno de los personajes de la película de su Isabel, de su Betsy Blair, el nombre de ¡Federico Artigas!

En ese estreno de Calle Mayor estaba presente el director general de Seguridad, Francisco Rodríguez, también conocido como Paco el Fumeta. Pero Rodríguez es un peculiar responsable de la DGS, sin duda mucho menos amenazador de lo que después va a venir, Carlos Arias Navarro.

Francisco Rodríguez es un gran amante del teatro, mantenedor de una primera actriz del Teatro Español. Otro falangista "que no se la pilla con papel de fumar", y que, en materia sexual, es contrario a tanta represión.

A Rodríguez van a ir a verlo, a comienzos de 1957, unas damas de una asociación en defensa de la moral y las buenas costumbres, indignadas por lo que está sucediendo en el cine Bilbao, en cuyos palcos, las parejas se meten mano sin mesura.

-¡Bueno, y qué quieren que hagan! ¡Lo grave sería que tuviesen multicopistas!


José Luis Losa

'Caza de rojos. Un retrato urbano de la clandestinidad comunista'. Espejo de Tinta. En este libro se reconstruye de forma novelada los años más febriles de la reorganización del PCE en Madrid en los años cincuenta y sesenta. Una recuperación de la memoria histórica protagonizada por Carrillo, Semprún, Sánchez Montero, Enrique Múgica, Javier Pradera, Haro Tecglen, entre otros. El autor (Santiago de Compostela, 1960) es periodista y ha enfocado su actividad profesional a la política y el cine.