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LA CÁRCEL DE TORRERO, SIN AMNISTÍA
Manuel Ballarín - publicado en La Calle de Todos, n.º 64 (octubre de 2005), revista de la Federación de Asociaciones de Barrios de Zaragoza

El pasado 18 de julio, varias máquinas excavadoras iniciaron la demolición de la cárcel de Torrero ante la satisfecha (¿aunque nostálgica?) mirada de numerosos vecinos que acudieron a presenciar el evento. Previamente, una “jornada de puertas abiertas" permitió a la ciudadanía contemplar in situ siquiera una mínima parte de las sórdidas instalaciones carcelarias. El emblemático edificio, protagonista de buena parte de la historia del popular barrio de Torrero, había sido inaugurado por el dictador Primo de Rivera el 5 de octubre de 1928, el mismo día, curiosamente, que la Academia General Militar.

Este centro penitenciario de infausto recuerdo acogió a lo largo de su historia, además de a los reclusos comunes, a miles de presos políticos y sociales. Apenas dos años después de su apertura, sus celdas sirvieron para custodiar a un buen número de opositores a la monarquía encartados en la “sublevación de Jaca", en la célebre intentona de Galán y García Hernández. Ya durante el régimen republicano, a pesar de las teorías correccionalistas imperantes y de la impronta dejada por la bienintencionada obra de la directora general de Prisiones, Victoria Kent, en sus dependencias se hacinaron, en condiciones deplorables, cientos de obreros presos tras los frecuentes conflictos sociales e intentonas insurreccionales registrados durante ese período; singularmente, anarcosindicalistas detenidos tras el pustch de diciembre de 1933 y afiliados de significación marxista (de las Cinco Villas, fundamentalmente), a raíz de las jornadas revolucionarias de octubre de 1934, de los famosos “sucesos de Asturias".

Tras la sublevación militar de julio de 1936, la cárcel provincial volvió a abarrotarse de militantes antifascistas. Hombres, mujeres (a veces, acompañadas de sus niños), alimentados fundamentalmente a base de pan, patatas y legumbres (carne, pescado y leche estaban reservados para los enfermos), padecieron unas vergonzantes condiciones de salubridad que propiciaron constantes episodios de tuberculosis pulmonar y terribles epidemias de sarna, tifus y viruela. Según cifras del mejor estudioso de la cárcel de Torrero, el historiador Iván Heredia, el culmen del hacinamiento se alcanzó en julio de 1939, poco después del final de la guerra. En ese momento la cárcel alcanzó unas cifras de población penal inconcebibles: nada menos que 4.740 reclusos ocupaban un recinto concebido o­nce años antes para 150. Para colmo, los presos sufrieron hasta un bombardeo de “los suyos", de la aviación republicana, saldado con un muerto y decenas de heridos. La fecha del luctuoso suceso, el 5 de noviembre (de 1937), todavía sirve, por cierto, para dar nombre a una de las calles de la parte posterior de la cárcel.

Pero, además de la privación de libertad, de las condiciones infrahumanas de aquel espacio para el castigo y la vejación, muchos de los presos sintieron en sus carnes los efectos últimos de la máquina represiva facciosa, la que, por medio de ejecuciones arbitrarias, fruto de sacas incontroladas o de fantasmales juicios sumarísimos, se llevó por delante a varios miles de ellos, incluido un altísimo porcentaje de los mejores cuadros sindicalistas o del Frente Popular.

El 1 de enero de 1940, había en la provincia de Zaragoza 6.428 reclusos. En la cárcel de mujeres de Predicadores se hallaban 656; en las también habilitadas de Casablanca y de San Juan de Mozarrifar, 601 y 935 presos, respectivamente. Por su parte, las prisiones de los partidos de Calatayud y Ateca, más los diferentes depósitos municipales, albergaban otros 169 penados; mientras que la cárcel de Torrero (donde, como expresó gráficamente uno de sus “huéspedes", el cenetista Ramón Rufat, no había espacio “ni para mover los ojos") contabilizaba 4.067. En aquellos momentos, como han señalado destacados estudiosos del fenómeno represivo, toda España era “una inmensa prisión". Tanto es así que las autoridades franquistas, ante la saturación de los espacios de internamiento, tuvieron que empezar a conmutar penas altas por otras inferiores o a conceder la libertad condicional en el caso de condenas moderadas.

Durante la interminable dictadura, por la indeseada trena de Torrero pasaron maquis, militantes de la oposición antifranquista, ilustres nacionalistas como Jordi Pujol, activistas del movimiento obrero, estudiantil y ciudadano, testigos de Jehová, homosexuales... La amnistía promulgada tras la muerte del dictador supuso, en cierta medida, un punto y aparte en la historia de la prisión, aunque lo riguroso de su reglamento y las lamentables condiciones de sus instalaciones dieron ocasión a sonados motines de los presos comunes agrupados en la COPEL.

El 31 de julio de 2001, la obsoleta cárcel provincial fue por fin clausurada. Algunas voces que clamaban por la conservación del edificio, atendiendo a sus valores arquitectónicos y a su carácter simbólico, no han sido escuchadas sino parcialmente. Definitivamente, la cárcel de Torrero no se benefició de una amnistía plena. Si muchos de sus desdichados inquilinos habían caído delante de un piquete, Torrero acabó a manos de la piqueta.