Artículos y Documentos

«Niños de la guerra», la historia de un desgarro. Asturianos enviados a Rusia en su infancia a causa de la guerra civil reciben emocionados la visita del ministro Caldera
La Nueva España - 25/01/2005

http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pIdNoticia=252115&pIdSeccion=42&pNumEjemplar=800


Los hermanos Manuel, Mercedes y Joaquina Coto Zapico, de Turón.




Moscú, Vicente MONTES

enviado especial de LA NUEVA ESPAÑA.

«Claro que la ayuda del Gobierno nos permitirá vivir mejor, pero ¿sabe qué haré? Dejar pagado mi entierro y el de mi marido para no traer deudas a mis hijos. Porque morirse aquí cuesta mucho dinero». Lo dice América Guerra García, ovetense, a quien el horror envió desde el puerto gijonés de El Musel a la casa de niños número 1 de Moscú en 1937. Tenía entonces 10 años.

Ayer, a sus 78, se emocionó como una niña en el Centro Español moscovita. El ministro de Asuntos Sociales, Jesús Caldera, explicó allí la ley que aprobará el Congreso con el apoyo de todos los partidos. El Centro, en la calle Kuzneiski Most, congregó a casi un centenar de aquellos niños que dejaron España en 1937 para huir de la guerra civil. Cifra en casi 90 los asturianos en Rusia. Prácticamente todos pasan ya de los 75 años y el reconocimiento llega tarde para muchos. Cada semana cuelgan nuevas esquelas en el tablón de anuncios del local.

El Gobierno tramitará por vía de urgencia la medida, que podría ser efectiva ya en marzo. Los 1.400 euros anuales que cobran de España 214 «niños de la guerra», de los 234 que viven en Rusia, pasarán a ser 6.090, el equivalente a una pensión contributiva española. Un jubilado ruso en Moscú percibe del Estado algo más de 2.000 rublos al mes, unos 720 euros al año.

Las cuentas las hace claras Joaquina Coto Zapico, de Turón. Sus hermanos Mercedes y Manuel también viven en Moscú. «El alquiler nos ha subido a 500 rublos, luego hay que pagar teléfono y electricidad. La carne cuesta 160 rublos el kilo, el pollo algo menos: 60. No recuerdo cuándo comí mantequilla la última vez», piensa en voz alta. Su marido está enfermo y, día sí y día también, tiene que acudir a una clínica. Por eso, la promesa española de cobertura sanitaria es para ella lo más importante: «Si no pagas, no mueven una sábana aquí, en los hospitales. Tengo que tomar pastillas cada vez que mi marido va al médico. La tensión es enorme por el desprecio con que nos tratan».

Y es que los ancianos cotizan a la baja en Rusia. El Gobierno de Putin ha planteado suprimir algunos «privilegios» de los jubilados, como el abono de transportes. En una ciudad de nuevos ricos, en la que todo se compra o vende y que en diez años se ha convertido en la tercera más cara del mundo, contrastan los coches de importación y las limusinas, la ropa de marca o los locales en que un café cuesta 5 euros con la imagen de los pensionistas, para los que una pieza de fruta es un lujo.

Joaquina fue profesora de francés y portugués. Su hermana Mercedes trabajó en una fábrica textil y Manuel fue técnico de automóviles. Los hermanos fueron separados durante la invasión nazi. Mercedes quedó en Leningrado y Joaquina fue enviada a los Urales: «Hacía tanto frío que los gorriones caían helados». Ella y su hermano lograron pisar Asturias en 1967. Cuando Joaquina rememora el encuentro con su madre, rompe a llorar y no puede decir una palabra más. Volvió en 1978, cuando su madre falleció.

Cada rostro es la historia de un desgarro. Para muchos, el exilio supuso décadas sin ver a su familia. El octogenario ovetense Manuel Fernández Gómez tuvo que esperar 31 años para reencontrarse con su madre: «Se desmayó al abrazarnos; luego lo hice yo». A su llegada a Rusia, Manuel vivió en la casa de niños número 4 de Moscú. Luego padeció el cerco de Leningrado y luchó en primera línea contra los nazis.

Tuvo la suerte de quedar vivo después de que en las primeras jornadas murieran puñados de muchachos españoles compañeros suyos. Luego, ingeniero mecánico, dio clases en la Universidad y asesoró al Gobierno cubano. Pero pese a todo, cuando volvió a Oviedo, en 1968, quiso atravesar una pared de su vieja casa: «Allí había una puerta antes y yo me fui de frente. Cosas que se te graban en la cabeza...».

Recuerdos de la marcha

José María Pablos Ordiz, de Blimea, se embarcó con 12 años. «A mi padre lo fusilaron, era socialista. Mi madre me dijo de enviarme a Rusia. Yo no quería», recuerda. En 1957 logró regresar a España, pero acabó por volver nuevamente a Moscú.

María de las Nieves Lago Rodríguez, de 76 años y natural de Moreda, embarcó sin que su madre lo supiera: «Mi hermano y yo estábamos en Salinas, en un colegio, y nos llevaron a Gijón». El otro hermano quedó con su madre. El padre había muerto en el frente. María de las Nieves no regresó a España hasta 1978. «Llegué y vi a mi madre. Dio un grito. No sé qué dijo; sólo un grito».

Y más: Faustina Abelairas Sotes, gijonesa, embarcó con 5 años de la mano de su hermana mayor, Leonor, y su hermana gemela, Juanita. No recuerda nada de entonces. «Mis padres se dedicaban a la política y a mi hermano Severino, que estaba en Juventudes Comunistas, le fusilaron. Mi padre pasó o­nce años en la cárcel; mi madre, ocho. Les vi en 1968. Hasta entonces yo no les recordaba y mi hermana Leonor nos mostraba fotos y lloraba muchísimo, y nos decía que no olvidáramos nuestra patria». Leonor vive ahora en Cuba. Juanita ha muerto. Faustina tiene 72 años y trabaja como redactora en la agencia de noticias rusa. Aún no se ha jubilado: «¿Quién me iba a dar de comer?».

Hay testimonios estremecedores, como el de Jesús Honorio García Rodríguez, de Ricabo, que quedó huérfano antes de la guerra civil y mendigó por Asturias hasta que le ofrecieron viajar a Rusia. También al Centro Español se acercó José Ramil Álvarez. Nació en Rusia, hijo de María Angélica Álvarez, maestra de El Condado (Laviana), que fue uno de los adultos que acompañaron a la expedición de niños asturianos.

María Angélica se casó en Rusia con un exiliado valenciano que regresó a España clandestinamente, pero que acabó colaborando con el régimen de Franco. José Ramil Álvarez prefiere pasar esa página. Vivió en las «casas de niños» en que su madre daba clases. Hoy es profesor universitario de matemática computacional y trabaja en el centro de cálculo de la Universidad. Él fue el encargado de programar uno de los proyectos más singulares de la historia de la informática: el ordenador SETUN, la propuesta para crear computadores ternarios.

Y también María Pacita García García, de Moreda. O Edelmira Gallardo Sastre, gijonesa, que entró en la URSS con su madre a través de Francia porque los combatientes soviéticos en la guerra civil española las ayudaron a escapar. O Soledad Ferreiro Rueda, de Mieres, que embarcó en Bilbao. O Manuel Pereira Alonso, que informa de lo que publica LA NUEVA ESPAÑA en las reuniones de los «viernes sagrados», la tertulia masculina del Centro.

Cada rostro, una historia de desgarro, guerra y hambre. Pero ayer explotaban en lágrimas y alegría. «Queridos españoles», dijo el ministro Caldera para comenzar su discurso. Y rompió el aplauso. Allí estaban, emocionados, los que quedan de aquellos niños a quienes persiguieron las guerras. «No buscasteis esa historia y tuvisteis que crecer antes de tiempo. Ahora tendréis las mismas prestaciones que un español; no como emigrantes, sino como españoles de pleno derecho», recalcó el ministro de Asuntos Sociales.

Ancianos sin tierra

Caldera anunció, además, la pronta construcción de un ascensor en el edificio del Centro Español, situado en la tercera planta y cuyo alquiler costea el Gobierno español. «El ascensor es la vida; muchos no vienen aquí por las escaleras», reconoce Francisco Mansilla, presidente del Centro.

El diputado socialista Ramón Jáuregui ha tenido mucho que ver en la decisión del Gobierno. Tramitó en 2003 una propuesta parlamentaria que no fructificó. Con la victoria socialista lo primero que hizo fue enviar una carta a Caldera pidiéndole que resolviese la penosa situación de los «niños de la guerra», a los que Jáuregui conoció hace tres años y de los que quedó prendado.

Niños ancianos sin tierra. «Cuando volvimos a España por primera vez, me llamaban rusa. En Rusia, española», comenta Joaquina Coto. Y la sensación de desarraigo, de pertenecer a dos sitios a la vez, se ha transmitido a su sobrina Marina Coto, de 36 años, hija de Mercedes. Se ha quedado el apellido de su madre «porque le gusta», y dirige el grupo de danza español del centro, que hizo una demostración de sevillanas ante el Ministro. Su marido toca la guitarra, y el grupo ha actuado en Moscú y alrededores. «Cuando estoy aquí, quiero ir a España; cuando estoy allí, echo de menos Rusia; soy el resultado de una mezcla», dice.

Ayer, hasta las esquinas del Centro Español de Moscú tenían sabor agridulce.