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Testimonios de una guerra. Instituciones, colectivos y ciudadanos recordarán en Granada a las víctimas de la contienda civil
IDEAL DE GRANADA - Enero 2004


VICTORIA FERNÁNDEZ 

Esta es la historia de cuatro personas que sufrieron, en primera persona, las atrocidades de la Guerra Civil española y sus posteriores consecuencias. Se trata de cuatro vidas, cuatro testimonios, que formarán parte del homenaje que la Junta de Andalucía rendirá el miércoles en Granada a las víctimas de aquella cruel contienda.

MARINA DÍAZ LIÑÁN
80 años. El Fargue
«De pensar, me hubiera vuelto loca»


Cuando estalló la Guerra Civil Marina tenía 13 años. Recuerda el día en que unos hombres se presentaron en la puerta de su casa para llevarse a su hermano; recuerdos en los que le ve leyendo un libro en una mecedora para llevárselo, en teoría, a declarar. Nunca más volvió a verlo. Lo mataron el 3 de septiembre de 1936, el mismo día en que cumplía 19 años. La familia vivía en El Fargue donde su padre trabajaba en la fábrica de pólvoras. Era de izquierdas, socialista para más señas, y también a él le llegó su turno. Cinco días después de que mataran a su hijo también a él se lo llevaron junto a otros veinte trabajadores de la fábrica. Murió en Víznar con la satisfacción de haber podido abrazar a su hijo antes de que lo fusilaran y poder leer una carta que dejó escrita a sus padres en la que decía que moría perdonando a sus amigos... y enemigos. Ellos se fueron pero Marina, otra hermana con 16 años y su madre se quedaron para conocer el dolor y sufrimiento que traspasa la misma muerte. Su madre comenzó a trabajar vendiendo leche; iba a por ella todos los días a un cortijo situado a cinco kilómetros, por veredas, gritando de pena; volvía cargada con dos cántaros y recorría el pueblo, casa en casa, hasta las 11 de la noche, agotada... Murió con 43 años, siete después de hacerlo su hijo y su marido. Y lo hizo «de sufrimiento, de tanto trabajar y pasar penalidades». Terminó la guerra pero allí siguieron quienes la hicieron. Marina también comenzó a trabajar en la fábrica, huérfana de padre y madre y sintió el desprecio, «el pisoteo, el darme la espalda por ser hija de un 'rojo' que había sido fusilado. Hoy, soltera, con el peso de los años, dice no querer pensar mucho en aquellos tiempos. «Me hubiera vuelto loca».

FRANCISCO MORALES ROMERA
82 años. Torvizcón
«No me mataron para que me 'criara'»


Francisco Morales afirma que «no hay nada que me de más asco que un pobre de derechas» y de la misma manera debía pensar su familia a la que, en Torvizcón, se le consideraba de izquierdas de toda la vida. Vivían en un cortijo situado a cinco kilómetros del pueblo y tenía nueve hermanos de los que dos murieron de forma natural antes de comenzar la Guerra y un tercero, fusilado como su padre, a los pocos días de estallar la contienda. Recuerda aquel día. Él, su padre y una mula habían bajado al pueblo ver a su hermano que estaba en la cárcel pero antes se detuvieron en casa de un vecino que había recibido un tiro en la pierna. Allí se le acercaron dos hombres y le obligaron a irse con ellos. Nunca más volvieron a verlo ni nunca supieron el lugar donde fue fusilado y yace su cuerpo. Él tuvo suerte; no se lo llevaron porque era pequeño, «para que me terminara de criar», según me dijeron. Entonces, sólo tenía 15 años y pocos meses después tuvo que enfrentarse, de nuevo, a la muerte, ésta vez a la de su madre que oficialmente murió de pulmonía pero que, para su hijo, se la llevó la pena.

ANTONIA RODRÍGUEZ VILLEGAS
84 años. Láchar
Buscando a un padre y un bisabuelo


Conforme se acerca el final de sus días a Antonia Rodríguez le aviva el deseo de saber donde está enterrado su padre y a Esther, nieta y bisnieta, el localizar sus restos para que su abuela no muera con esa tristeza. A Francisco Rodríguez Extremera y a su hija Antonia se los llevaron detenidos al poco de estallar la guerra; a la joven la dejaron en libertad pero su padre tenía obligación de presentarse todos los días ante la autoridad militar de Láchar, su pueblo, donde se dedicaba a la agricultura. A partir del 21 de agosto de 1936 nadie volvió a verlo. Se lo llevaron preso al palacio del Duque y de allí, alguien, lo vio salir con vida en un camión junto a otras 26 personas con rumbo desconocido. Se cree que hacia las Gabias o Chauchina. Seguro que hacia una fosa común que algunos del pueblo saben donde se encuentra pero que, el miedo, les impide decir donde se encuentra. Francisco tenía 42 años y Antonia, su hija, 16. Esperaron su regreso durante un tiempo, el mismo, en el que la joven permaneció escondida en su casa para que no la apresaran, mientras que otro hermano de 19 años logró huir del pueblo. Al finalizar la guerra todos se reunieron en Guadix de donde era natural la familia. Todos, menos su padre al que su hija, con 84 años, y su nieta con 26, siguen buscando para, al menos, tener un lugar donde llevarle flores y poder llorar su memoria que, 68 años después, aún permanece viva «y no me resisto a olvidarla».

ANTONIO PASTOR MARTÍNEZ
85 años. Almansa (Albacete)
El juramento de Mauthaussen


Lo que más le duele a Antonio Pastor no es haber vivido, como republicano la Guerra Civil española, conocer los campos de concentración en Francia y Mauthaussen (Austria) donde fueron exterminados cerca de mil andaluces, entre ellos, 150 granadinos ni, tampoco, regresar de nuevo a España ocho años después -cuando todos lo daban por muerto- y volver a ingresar en prisión y ser condenado a trabajos forzados. No, lo que en verdad le apena es que se le haya reconocido como militar republicano pero no, su título de maestro que también le expidió la República. Porque Antonio Pastor era maestro cuando lo movilizaron al estallar la Guerra y, desde entonces, comenzó un calvario del que no sabe como ha sobrevivido. Supo lo que era el hambre hasta el punto de pesar 29 kilos; conoció las cámaras de gas; los experimentos nazis con las mujeres embarazadas a las que les estrellaban sus hijos contra una pared para ver su reacción psicológica; el olor a carne quemada; el tocar el clarinete para los oficiales de las SS y hasta saber de la muerte de su padre, juez, a manos de los nacionalistas. Fue, precisamente en Mauthaussen, en 1940, donde junto a otros españoles selló un juramento de sangre: Si alguno de ellos salía vivo de aquel campo de concentración, intentaría que no se olvidaran los horrores de una guerra y, sobre todo, del nazismo. «Sin odio ni venganza pero no olvidar para que, nunca, se vuelva a repetir». Antonio ha cumplido su promesa y desde que se jubiló lleva impartidas medio centenar de conferencias. Aunque hombre de gran preparación y cultura, en España sólo pudo encontrar trabajo como representante de zapatos en Galicia. Pero dio carrera universitaria a cinco hijos y a sus años se admira de haber llegado a viejo y ser, sobre todo, un hombre feliz aunque con recuerdos.