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Memoria y derecho
En el debate supuestamente jurídico sobre la llamada memoria histórica excluye discusiones más valiosas: deben hablar los historiadores 
Juan Antonio García Amado (La Nueva España, 05-12-2008)


JUAN ANTONIO GARCÍA AMADO. CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO

 

Uno de los hábitos estúpidos de nuestro tiempo es la juridificación inmediata de los problemas sociales de cualquier tipo, esa convicción de que cualquier injusticia, todo desajuste y el mal funcionamiento de lo que sea se arreglan dictando unas cuantas normas de derecho y organizando unos cuantos juicios, a ser posible bien espectaculares y con los medios de comunicación repartiéndose los papeles de fiscal y defensor paralelos. Ya no cuenta más tiempo que los plazos procesales, pasado, presente y futuro se funden en una pura representación en los estrados de los tribunales. Contra toda dolencia social, pleito y tente tieso; y frente a cualquier padecimiento de un individuo, alguien tendrá que pagar, previa sentencia, ya sea el médico que no lo curó a tiempo por no ser un genio de la medicina y la adivinación, ya sea el vecino que fumaba en tiempos a su lado, ya el Ayuntamiento que no evitó que en su calle hubiera tantos ruidos. Antes se decía aquello de «el muerto al hoyo y el vivo al bollo»; ahora debería cambiarse por lo de «el muerto al hoyo y el vivo al juez que reparte bollos».

 

Un ejemplo de tantísimos es lo que viene sucediendo con la cuestión de la llamada memoria histórica. En verdad, hay algunas circunstancias muy lamentables y tristes. No parece fácilmente justificable que tantos familiares no hayan podido averiguar dónde yacen los restos de sus parientes asesinados en tiempos de la Guerra Civil y la posguerra o que, sabiendo dónde están, no hayan podido hacerles el pequeño homenaje de una sepultura digna y una ceremonia de amor y recuerdo.

 

Y luego está algo seguramente más delicado, pero que a un servidor le produce un peculiar morbo político-intelectual, si así se puede decir. Hay una parte de ese pasado que los historiadores no han desenterrado suficientemente, por razones tal vez comprensibles. Es la memoria de los que apretaban el gatillo, de los que formaban las bandas y pelotones que fusilaban contra las tapias de tantos cementerios. Se sabe quiénes lo hicieron con Lorca, pero ¿por qué no se ha averiguado en muchos casos más?

 

Muchas veces, al ver y escuchar a esos abuelos que estuvieron en la guerra en cualquier bando, que desgranan sus recuerdos de las aventuras y los padecimientos de entonces, me he preguntado si, además de combatir propiamente, fueron de esos que, obediencia «debida» de por medio, fusilaron a tantos en los fríos amaneceres de este país cainita. Y en más ocasiones aún, al ver y oír a esas familias orgullosas del orden franquista y tan pías y tan seguras de haber vivido siempre en la verdad y en la ley, he sospechado que muchos de sus viejos habrán sido delatores o integrantes de esos grupos que por las casas buscaban a los del otro bando y que, de paso, se llevaban el dinero o las joyas que encontraban en las habitaciones, como le ocurrió a mi propia abuela materna, que se volvió medio loca durante la Guerra Civil, después de la visita de una partida de falangistas.

 

Tengo también un tío paterno que desapareció al final de la guerra y del que mi padre llegó a averiguar que muy probablemente había sido fusilado muy cerca de nuestro pueblo. Sinceramente, aunque se descubriera que aún viven algunos de aquellos que ejecutaron a mi tío o que dieron la orden correspondiente, o de los que visitaron a mi abuela para robar, no tendría ningún interés en que un juez hoy los condenara, con penas y argumentos de valor meramente simbólico. ¿Hace falta que un juez diga que una dictadura es una porquería para que quedemos convencidos de que una dictadura es una porquería? ¿Hace falta que un juez condene por homicidio o asesinato para que sepamos que es absolutamente reprobable y vil matar al que piensa distinto? ¿En verdad nuestro juicio moral necesita traducirse en categorías jurídicas sin más efectos presentes que su resonancia verbal y mediática? ¿Me consuela tanto que un juez proclame que los que mataron a mi tío o robaron y quién sabe qué más a mi abuela eran cómplices de un genocidio y no meramente asesinos y ladrones fanáticos?

 

Pero sí me gustaría saber, enterarme de quiénes fueron los que aquel día dispararon o aquel otro violaron a una madre indefensa. Me gustaría que alguien diera con sus nombres y, si alguno vive, les preguntase, y que ellos pudieran hablar, sincerarse ya sin temor, bien sea para acallar su conciencia, si es que algo de tal conservan, bien para que las generaciones posteriores podamos y puedan comprender qué ocurrió y qué ocurre siempre en situaciones de guerra civil y lucha entre bandos poseídos por la furia fratricida.

 

Creo que para muchos, entre los que me cuento, a estas alturas el afán de saber es mucho más fuerte que la necesidad de juzgar. En cierto sentido, ya juzgaron la historia, precisamente, y la sociedad toda. Y en lo que a dichos juicios se haya escapado, llegamos muy tarde. ¿O acaso necesita el franquismo una sentencia condenatoria para que quede patente su oprobio y su falta de legitimidad? ¿Tanto creemos en el poder mágico, taumatúrgico, del derecho y de los jueces? ¿A estas alturas vamos a sustituir la ciencia social, la ética y la historia por druidas con toga?

 

La juridificación y la judicialización penal del tema seguramente cierran la última puerta para conocer algunas verdades que todavía nos inquietan a los que primamos la reflexión sobre la retaliación, una vez que ha pasado tanto tiempo, setenta años; esas verdades que podrían contarnos los protagonistas y los testigos, no sólo por el lado de las víctimas, sino especialmente por el lado de los verdugos y sus secuaces. Porque, al igual que, en escala mayor, los historiadores se siguen preguntando qué llevó durante el nazismo a tantos alemanes, que eran probos ciudadanos y gentes del montón, a convertirse en especialistas en el tiro en la nuca y en las más diversas técnicas de exterminio, también de muchos de nuestros abuelos o bisabuelos deberíamos averiguar qué sentían cuando disparaban su fusil contra personas que tenían las manos atadas, por qué obedecían, si podían dormir después y cuánto tiempo fueron perseguidos por el recuerdo de esos momentos. Y si alguna posibilidad queda de que alguien de entonces nos hable de todo esto, no será ante un tribunal de justicia y bajo los flashes de los periodistas y los focos de los reporteros.

 

El derecho es lo que es y sirve para lo que sirve. Pero no vale para otras cosas. La técnica jurídica ni puede sustituir la reflexión moral ni puede reemplazar el juicio de la historia. Pero lo que entre nosotros está pasando, y no sólo en este tema de la llamada memoria histórica, es que el debate supuestamente jurídico ocluye otras discusiones que sí caben aún y que sí tienen un sentido para nuestras vidas y las de las generaciones que vienen. De la Guerra Civil deben hablar los historiadores; en los crímenes de entonces, sean del bando que sean, tienen materia para su reflexión los tratadistas de ética y de filosofía política. Del conocimiento documentado de esos horrores debemos aprender todos los ciudadanos. Y a los muertos, todos, hay que enterrarlos dignamente, lavar su nombre, respetar su recuerdo. Sin que ningún juez les hurte el protagonismo ni utilice como moneda de cambio su memoria. Que se nombre a los muertos, que se les rece, que se les llore. Pero que no vuelvan a quedar enterrados, ahora bajo un alud de leguleyos ociosos, de políticos demagogos y de jueces narcisistas.

 



http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2008120500_52_703869__Opinion-Memoria-derecho