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El triunfo póstumo del franquismo

Reyes Mate. El Periódico, | 7 diciembre 2009

Lo que le ocurrió a García Lorca no es un asunto privado, sino que afecta al tiempo que vivimos

 

REYES Mate

Todo crimen político encierra dos muertes: la física y la metafísica. Con la física se logra acabar con la vida; con la metafísica o interpretativa se persigue anular su significación moral y política, haciéndola pasar por algo inevitable, un mal menor o el precio de la historia. Aceptar esa interpretación es la forma más acabada de olvido. El autor del crimen político sabe perfectamente que su tarea no acaba con la muerte del otro, sino que debe aplicarse a convencer a los demás de que es in-significante.

Por lo que respecta al franquismo, el escenario actual de la batalla interpretativa es el desaparecido, esos 110.000 asesinados que yacen en las cunetas de la historia, ya tomen estas la forma de fosas comunes, descampados anónimos u osarios inidentificables en el Valle de los Caídos. El desaparecido es una figura singular de víctima, ya que se sitúa entre el ser y el no ser, entre la certeza de la muerte y la incerteza de su morir. Quizá haya que referirse a esa figura como si de un espectro se tratara. Espectral es, en efecto, su modo de ser, ya que hay en el desaparecido algo definitivamente perdido, su vida, pero algo también presente que nos acompaña como un espíritu, instándonos a que hagamos algo, so pena de quedar petrificados en la indecisión paralizante, como le ocurrió a Hamlet, que no fue capaz de reaccionar a la voz del espectro que tenía entre sus manos.

Lo que el desaparecido nos trae ante nuestra presencia es la brutalidad de una violencia, y con ella, una pregunta inquietante, a saber: si nosotros hemos construido nuestro acogedor mundo sobre el olvido de tanta injusticia como a él se le hizo. Mientras no respondamos a esta demanda, él seguirá anclado en un tiempo pasado, y nosotros quedaremos expuestos a su repetición porque no somos capaces de decir de qué lado estamos. En lugar de ello hemos creado la cómoda categoría del franquismo sociológico, metiendo en ese saco a quienes han interiorizado el modo de vivir que reinaba en la dictadura. Habría, empero, que incluir en ella a quienes piensen que se puede construir una democracia borrando de la memoria la historia que va de 1936 a 1975. En la dictadura sobraba la libertad, y en la democracia está de más la memoria de la falta de libertad. En esos sobrevive pues el espíritu del franquismo.

AUNQUE se cuenten por miles los desaparecidos o, como se dice en derecho, las «víctimas de una desaparición forzada», los focos se están centrando en el más ilustre de todos ellos, Federico García Lorca. No se puede descartar que en ese interés pueda haber morbo por parte de la prensa amarilla, o voyeurismo en muchos espectadores, o vanidad en políticos ávidos de fotos rentables, pero esos abusos no pueden ser determinantes, ni tampoco la opinión de la familia, por muy respetable que sea. Más allá de la opinión de las sobrinas –incluso independientemente de la ideología de la víctima– está la significación objetiva de la víctima. Lo que le ocurrió a Lorca no es un asunto privado que solo le interese a él o a los suyos. Es, por el contrario, un hecho político que marca el momento en que le quitaron la vida y el momento posterior en el que nosotros vivimos. Marca el momento de su muerte porque al ser un asesinato político implica a los espadones que se rebelaron contra el orden constitucional, sellando con este tipo de asesinatos el cariz de su proyecto político. Pero también afecta al tiempo que nosotros vivimos, porque si nuestro nuevo orden constitucional estuviera basado en el olvido del significado de aquella violencia, quedaríamos expuestos a su repetición. ¿Qué impediría, en efecto, que la violencia se repitiera si existe una razón superior que poder invocar para que toda violencia se silencie si es pasada, es decir, si ya no nos afecta a nosotros, los vivos, porque los violentos han decidido no matar más o ya no pueden matar? Entre el momento pasado y el presente hay una relación misteriosa que nos interesa reconocer. La clave de esa relación la tiene el desaparecido. Su existencia fantasmal remite a un pasado criminal y a un presente que no se ha hecho cargo de ese pasado.

ES EVIDENTE que lo importante no es la identificación de unos huesos sino el reconocimiento de lo que supusieron esas muertes y del significado que ahora tienen. Pero eso no significa que la identificación de los cuerpos sea secundaria. El que no sepamos dónde se encuentran tiene la connotación jurídica de que estamos ante «un delito permanente de detención ilegal», es decir, estamos ante un delito vigente que debe ser investigado para depurar responsabilidades. Esa es tarea de los jueces. Pero, además del derecho, está nuestro deber de reconocer en esas muertes una significación política que se resume en dos preguntas, una dirigida al proyecto político franquista, que necesitaba matar inocentes para salir adelante, y otra a nosotros mismos, dispuestos a vivir en democracia sin mirar bajo la alfombra. Preferimos ahogar ese significado político en el fatalismo histórico, como si aquello hubiera sido necesario o inevitable.

*Filósofo e investigador del CSIC

 

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