Los inéditos del general Rojo
Se publica el manuscrito de la historia de la Guerra Civil del jefe del Estado Mayor republicano
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JOSÉ ANDRÉS ROJO 02/05/2010
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Los papeles del general Rojo se pueden consultar en el Archivo Histórico Militar, en Madrid. El material que hay reunido allà es tan abundante, y no siempre está organizado con orden y rigor, que de tanto en tanto aparece una sorpresa. Es lo que le ocurrió a Jorge MartÃnez Reverte cuando investigaba para su libro El arte de matar. Uno de sus ayudantes de documentación, Mario MartÃnez Zauner, encontró un largo texto titulado Historia de la guerra de España, firmado por el militar republicano.
Son alrededor de 600 folios, que se inician con la narración de los preparativos del golpe y que se ocupan de los primeros meses de la contienda, de la defensa de Madrid, y que terminan, de una manera menos lineal y más dispersa, tratando distintos episodios que tuvieron lugar entre abril de 1937 y abril de 1938. En esta última parte, Rojo cuenta su relación con NegrÃn, Prieto y Azaña, explica los desafÃos que puso en marcha como jefe del Estado Mayor Central del ejército republicano, analiza la respuesta que ese organismo propuso ante el bombardeo de la escuadra alemana a AlmerÃa y, entre otros temas, aborda el apoyo de la Iglesia a Franco, la crisis de mayo de 1937 en Barcelona, la situación del Consejo de Aragón o la relación con los soviéticos, que desmenuza desde una perspectiva poco habitual.
Es la mirada de un hombre que estuvo en el centro de las iniciativas más importantes que la República tomó en el terreno militar y que influyó también en muchas decisiones polÃticas. De esa larga historia de la guerra, que Rojo escribió al final de su vida, entre 1958 y 1962, sólo se publicó Asà fue la defensa de Madrid, la parte en la que narra un momento fundamental del conflicto, y en el que tuvo un protagonismo decisivo como responsable militar de la resistencia.
El general Rojo decidió volver a España en 1957, cuando los médicos que lo atendÃan en Bolivia le anunciaron que su salud era tan delicada que no le quedaba mucho tiempo. Poco después de llegar fue procesado por «rebelión militar» y condenado a 30 años de cárcel. El indulto lo libró de la prisión, pero tuvo que cumplir las penas secundarias, como la de «inhabilitación absoluta». Su respuesta a la ignominia fue dedicarse a escribir. Murió en 1966.
Extracto del manuscrito. Cómo llegó la noticia de la rebelión de 1936 al Ministerio de Guerra y por qué el entonces comandante Rojo fue leal
En las últimas horas de aquella tarde, al regresar a mi despacho del Estado Mayor Central, donde prestaba servicios como ayudante de campo del general Avilés, me crucé en uno de los pasillos del Ministerio de la Guerra con mi compañero y amigo F. V. Se detuvo ante mà un tanto agitado, nervioso, diciéndome:
-¿Conoces la noticia?
-¿A qué te refieres?
-A la sublevación.
-¿Quién se ha sublevado? ¿Dónde?
-Unidades del Tercio y Regulares. En Melilla. Acaba de llegar un telegrama. Lo han dicho en la sala de ayudantes. Es todo lo que sé. ¿No sabe nada tu general?
-Nada me ha dicho. Le dejé hace media hora en el despacho de L. y ahora iba a ver si quiere algo antes de marcharme.
-Estamos en momentos de desconcierto y hay que tener cuidado con las noticias y rumores que ruedan de boca en boca.
Yo era uno de los desconcertados. Sospechaba, como otros muchos jefes, que habÃa una trama de conspiración, pero ignoraba totalmente su contextura. En los pocos dÃas que llevaba prestando servicio con el general, a quien no habÃa tratado personalmente hasta ser nombrado su ayudante, me habÃa demostrado confianza y afecto, ambos en un plano más protocolario que emotivo; y aunque confidencialmente supe por otros conductos que mi predecesor en el cargo (el comandante xxx) (1) habÃa cesado por sospecha de que estaba en relación con algunos de los militares que conspiraban fuera del EMC, el general en ninguna ocasión me habló del asunto, ni me hizo insinuación alguna tendente a conocer mi pensamiento en relación con supuestas o posibles conspiraciones. La obligación a que estaba vinculado de seguirle lealmente en sus determinaciones era cosa que no me ofrecÃa duda.
Reflexionaba sobre las derivaciones que el suceso pudiera tener. Pensaba que si el general estaba complicado y nada me habÃa dicho serÃa para tener más libertad de acción, prescindiendo de mÃ, cuyo parecer en orden a un acto de rebelión desconocÃa; y que si el general no estaba complicado, afrontarÃa los hechos con sentido de responsabilidad en razón del alto puesto que ocupaba, y yo no podÃa hacer otra cosa que obedecerle y colaborar lealmente. Ésa era la clara sÃntesis de mis reflexiones, pese a la abrumadora inquietud hija de la incertidumbre… ¿qué iba a suceder? ¿Quiénes eran los complicados? ¿Qué se proponÃan? De los innumerables chismes, noticias que se dejan caer, hipótesis, nombres, etcétera, recogidos casualmente, ¿cuáles podÃan ser ciertos y cuáles falsos? Realmente yo nada concreto sabÃa porque mis obligaciones oficiales y privadas sólo excepcionalmente me dejaban tiempo para acudir a tertulias de adictos o de opositores. No tenÃa contactos polÃticos de ninguna especie y ni siquiera me habÃa hecho presente en el CÃrculo Militar. TenÃa amigos en todos los planos de la jerarquÃa militar y de todas las tendencias, y si realmente estaba persuadido de que social y polÃticamente vivÃamos un desbarajuste extraordinario, también lo estaba de que las culpas de cuanto sucedÃa no estaban sólo en las conductas de los que perturbaban el orden, sino principalmente en los que provocaban el desorden, movidos por intereses o egoÃsmos más o menos inconfesables o inmorales fuera del campo castrense. En verdad, el desequilibrio social en que nos debatÃamos tenÃa muchas raÃces, pero ante el hecho consumado no habÃa tiempo para rememorarlas.
Para quien no está metido en estos berenjenales resulta difÃcil conocer la tramoya, y quienes lo están suelen crear la perspectiva a su gusto particular que muestre -muchas veces ficticiamente- lo que a ellos les agrada. A mÃ, en aquellos momentos, la situación se me aparecÃa extraordinariamente confusa y se estrellaban mis afanes de saber el volumen que podÃa tener la rebelión y la conducta y propósitos de los rebeldes. (…) Permanecimos acuartelados en el Ministerio. Charlamos poco. El tema no podÃa ser otro que la consideración de los caracteres que pudiera tener el acontecimiento subversivo. El EMC no actuaba como organismo rector.
Toda la actividad frente a la subversión, por el carácter eminentemente polÃtico que tenÃa, se tradujo en actividades de ese género centralizadas en el despacho del Ministerio, desde donde, por entendimiento directo con las autoridades regionales, se trataba de conocer la magnitud del suceso, la actitud de las guarniciones y las reacciones locales que iba motivando.
En realidad, el dÃa 18 fue de extrema confusión y de mÃnima perturbación subversiva en Madrid, donde la Dirección de Seguridad comprobaba que se estaban concentrando elementos sospechosos en el cuartel de la Montaña, sabiéndose que el general Fanjul, vestido de paisano, habÃa llegado al mismo. Sin duda, el Gobierno no querÃa provocar hechos de violencia, mientras no hubiera motivos de desconfianza de los jefes que ejercÃan el mando de unidad de la Guardia Civil y Asalto y formaciones de Milicias apostadas en las inmediaciones, mientras éstas no acusaran una actitud de rebeldÃa. Y esto sucedió cuando los jefes de las unidades encerradas en el cuartel de la Montaña se resistieron a las órdenes emanadas del Ministerio y en una de las unidades de Campamento aparecieron los primeros brotes de subversión.
Los dirigentes de los partidos polÃticos reunidos en el Ministerio de la Guerra estimaron que el Gobierno no procedió con la obligada energÃa y provocaron la crisis, que fue inmediatamente resuelta por el presidente de la República encomendando la formación de Gobierno al Sr. MartÃnez Barrio; pero cuando ya estaban designados los ministros y algunos asumiendo las funciones de urgencia antes de prestar juramento, cundió en el pueblo la noticia de que se intentaba pactar con los rebeldes.
Estimaban los (¿exaltados?), dirigentes y dirigidos, que por la Ãndole de las personas que integraban el nuevo Gobierno y por la personalidad del jefe designado podÃan inclinarse al pacto con los sublevados, con riesgo para la supervivencia del régimen polÃtico y de previsibles represalias que pudieran sobrevenir si el poder pasaba a las fuerzas de derechas. Se produjeron manifestaciones populares y se reclamó la constitución de un Gobierno fuerte dispuesto a defender a toda costa el poder legalmente ganado por la coalición polÃtica de izquierdas.
El resultado fue que sin que aquel Gobierno de MartÃnez Barrio hubiera llegado a constituirse se nombrase otro presidido por el Sr. Giral, en el que figuraba como ministro de la Guerra el general Castelló, gobernador militar de Badajoz, que desde el primer momento habÃa demostrado su lealtad al Gobierno manteniendo la guarnición de aquella plaza (…). La declaración de hacer frente a la sublevación fue terminante, siendo su primera determinación (la de Giral), no obstante la oposición de algunos dirigentes polÃticos, la de armar al pueblo como éste reclamaba, para poder contrarrestar la acción de fuerza de los elementos ya declarados en rebeldÃa y de las unidades de dudosa lealtad que pudieran secundarlas.
Inmediatamente se constituyeron, armadas bajo la responsabilidad de los partidos polÃticos y de las sindicales, diversas unidades de Milicias que se apostaron unas frente a los cuarteles cuya actitud se estimaba dudosa y otras en los accesos a Madrid desde Campamento y los cantones de Alcalá y Vicálvaro. HabÃa sido nombrado ministro de Guerra el general Castelló y le (¿representaba?) hasta su incorporación desde Badajoz el general Miaja. La acción rectora la habÃa asumido la (SubsecretarÃa del Ministerio).
 (…) La jornada del domingo 19 transcurrió sin novedad y pudimos permanecer en nuestros domicilios. Por la mañana aún se dijo misa en la mayor parte de las iglesias de Madrid. El cuartel de la Montaña simplemente se mantenÃa vigilado por fuerzas de la Guardia Civil y Asalto y formaciones de Milicias apostadas en las inmediaciones. El comando de la división y la mayor parte de las unidades de Madrid y sus cantones se mantenÃa leal al Gobierno, salvo los encerrados en el cuartel de la Montaña y una parte de las unidades de Campamento. Las tropas se mantenÃan acuarteladas y solamente en Guadalajara y Toledo se habÃa proclamado el estado de guerra y habÃa choques con el elemento popular opuesto a la rebelión.
(…) Con [los jefes leales, el Gobierno] formó el primer Gabinete Militar, que trabajaba a las órdenes directas del ministro y del propio presidente. De él formaban parte los generales Asensio, Miaja y (¿?) (2) el teniente coronel Hernández Sarabia, el comandante Menéndez, el capitán Núñez Mazas y otros. En tal ambiente militar habÃa surgido uno de los fantasmas más demoledores de la unidad y la moral castrenses: la desconfianza. Los que estuvieran implicados en la rebelión, si no les habÃa llegado el momento de actuar, nada querÃan hacer y decir que pudiera descubrirles; los que no lo estaban porque ignorábamos qué clase de conducta iban a observar quienes dirigÃan los sucesos sólo podÃamos esperar que éstos mostrasen sus caracteres para reaccionar según nuestra conciencia militar nos dictase para afrontar el cumplimiento del deber. La magnitud del problema, aun dentro de la confusión reinante, hacÃa evidente que el destino de España estaba en peligro. Pero el mejor destino de la patria, el más justo, el más noble, el más digno, ¿se lograrÃa por el camino de la rebelión o por el de la defensa de la Ley? ¿Por el imperio de la fuerza o el de la razón? ¿Por el respeto de la voluntad nacional, aunque se manifestara alocadamente a través de la acción de un pueblo en armas, o por el acatamiento de mandatos que no eran compartidos por ninguno de los jefes naturales que legalmente ejercÃan sobre nosotros su autoridad?
No era momento de dejarse llevar por corazonadas; no habÃa tiempo para discutir ni motivos para ampararse en el ejemplo de ajenas conductas o a la sombra de un presunto vencedor. Importaba solamente la verdad de España, sin zarandajas ni convencionalismos. La duda, terrible duda, estaba planteada en toda su crudeza, como jamás se nos habÃa planteado; y yo la resolvà bien o mal, pero radicalmente, categóricamente y hasta con cierta repugnancia, porque no me agradaban muchas cosas que veÃa en torno mÃo (y lo grave aún no habÃa comenzado); y la resolvà manteniéndome fiel a lo único que en aquellos aciagos momentos me dictaba mi estrecho concepto del honor: el cumplimiento del juramento que habÃa prestado de defender la patria, defendiendo la Ley y las autoridades legÃtimamente constituidas, con estricta obediencia a mis jefes naturales. Nada podÃa torcer esa resolución.
Yo no habÃa prometido a nadie nada que pudiera apartarme de ese camino. Yo no tenÃa vÃnculos de ninguna especie con partidos ni jefes polÃticos, ni habÃa convivido en ambientes masónicos, o libertarios, o aristocráticos, o religiosos, o socialistas. TenÃa, naturalmente, mis convicciones y creencias, y la más firme de todas, la que ha gobernado y gobierna inflexiblemente mi vida, la del deber militar, en el que me eduqué desde los ocho años. HabÃa jurado cumplirlo y lo cumplirÃa, aunque me viera sumido en un caos.
Este concepto del deber evidentemente no concuerda con el expresado por el caudillo de la rebelión (Francisco Franco) en su discurso del 19-IV-38, en el que dijo: «Hay que sustituir el viejo concepto de la «obligación», frÃamente llevado a las instituciones demoliberales, por el más exacto y riguroso del «deber», que es servicio, abnegación y heroÃsmo, no impuesto por el imperio coercitivo de la Ley, sino acatado con la adhesión libre y voluntaria de la conciencia cuando nuestros sentimientos están impregnados de las más puras esencias espirituales. ImponÃan las Constituciones la «obligación» de defender la patria con las armas. De nada nos habrÃa servido ese concepto formalista en esta magna ocasión si nuestra juventud, consciente conmigo de la anchura de la empresa que nos cabÃa el honor de realizar, no se hubiera entregado a ella con el alma henchida de espÃritu de sacrificio y con el Ãmpetu que no se pone en el cumplimiento de los reglamentos, sino en las obras colectivas que pasan a la Historia con el estigma sagrado de la virtud (…).
Ese sentido del deber ha de ser profesado de un modo singular por las clases altas que son depositarias de la tradición, y con las intelectuales con alma y pensamiento españoles, sin los cuales el movimiento carecerÃa de rumbos doctrinales, y por los obreros, a quienes el proteccionismo del Estado impone compensaciones de disciplina y servicio».
Porque adopté aquella resolución, cuando en la tarde de aquel dÃa 20 o del 21 (no lo recuerdo con precisión) mientras paseaba con otros compañeros por los pasillos del EMC, adonde ya no habÃan acudido los generales ni habÃan dejado orden alguna directa ni indirecta, se me acercó uno de los jefes que prestaban servicio en el EM del ministro, insinuándome con cierto aire de duda, como si tuviera poca confianza en la respuesta que de mà deseaba, si tendrÃa inconveniente en bajar a formar parte de aquel EM, pues entre los jefes que allà habÃa se habÃa dado mi nombre, le respondà que en cuanto me dieran una orden por escrito del ministro me presentarÃa inmediatamente para desempeñar la función militar que me correspondiese.
A los 15 minutos de aquella respuesta, la orden estaba en mi poder e inmediatamente me incorporé para prestar servicio como oficial de EM en la Secc. II del EM del Ministro de la Guerra, siendo mi jefe inmediato en dicha sección el comandante Estrada. Asà se encauzó mi actividad profesional en el proceso de la guerra.
(1) Aquà el autor añade una nota manuscrita: «no citarlo». (2) Ilegible en el original.