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La impunidad del abuso de baja intensidad

El País, | 19 julio 2010

Castigos físicos o vejaciones ocurrían en las escuelas españolas, casi sin reproche social – Irlanda o Alemania investigan a fondo

 

MARÍA R. SAHUQUILLO 15/07/2010

Bofetadas, azotes, patadas. Algún toqueteo que otro. Hubo en España -y en otros países de Europa- un tiempo en el que ese tipo de agresiones a los escolares eran el pan de cada día. La letra con sangre entra, se decía. El padre Florencio, al que le gustaba dar pellizcos y capones a los niños más pequeños de la clase, no es un personaje de película.

Bofetadas, azotes, patadas. Algún toqueteo que otro. Hubo en España -y en otros países de Europa- un tiempo en el que ese tipo de agresiones a los escolares eran el pan de cada día. La letra con sangre entra, se decía. El padre Florencio, al que le gustaba dar pellizcos y capones a los niños más pequeños de la clase, no es un personaje de película. Tampoco el hermano Julián, que se metía en la cama de los seminaristas más jóvenes. Mucho se ha escrito y filmado sobre la atmósfera que se respiraba en las escuelas de la época franquista, pero las imágenes del padre Florencio y el hermano Julián son muy reales. Situaciones similares a las que están saliendo a la luz ahora en países como Bélgica, Irlanda, Austria o Alemania, donde no cesa el goteo de testimonios de adultos ya curtidos que han decidido hablar de lo que vivieron de niños.

En España, sin embargo, sigue imperando el silencio. Los casos se producían igual que en otros países. ¿Entonces? El miedo y el poder que sigue manteniendo la Iglesia -que gestionaba muchas de las escuelas de la época-, así como el síndrome del olvido que impera en otros asuntos relacionados con la memoria histórica del franquismo provocan que lo que ocurría en estos centros educativos siga oculto. Abusos y agresiones que pueden ser considerados de baja intensidad, pero que marcaron las vidas de muchos niños durante años.

Menores como Paco Heredia. Un policía jubilado con la memoria forjada por los golpes que recibió desde chico en el colegio San Viator de Zaragoza. Este hombre de 62 años e impecable traje de chaqueta recuerda su infancia como si fuera ayer. Heredia, al que de crío llamaban chulo -no por ser echado para adelante, sino porque siempre quería ser el gachó, el protagonista de todas las películas- rememora los malos tratos y los abusos que sufrían los alumnos del internado zaragozano. Palizas, vejaciones, toqueteos, confesiones forzadas. Todo un rosario de malos tratos por parte de religiosos del colegio que lleva bordado en la conciencia para siempre. Y como él, muchos de sus compañeros.

El ambiente de humillaciones y golpes que relata Heredia no era único del internado en el que vivía junto a otros 150 chavales. Personas de toda Europa han relatado en los últimos tiempos situaciones similares. De hecho, en Alemania, testimonios calcados a los de este antiguo policía han llevado a las autoridades a investigar lo que ocurría en varios centros educativos desde 1950. El escándalo ha sido mayúsculo. En marzo salieron a la luz los abusos en el coro de voces blancas de Ratisbona, que dirigía Georg Ratzinger, hermano del papa Benedicto XVI.Georg Ratzinger pidió más tarde perdón por haber dado «alguna bofetada» a sus alumnos y explicó que sabía que el director del internado del coro hacía uso frecuente del castigo corporal.

Pero no son solo instituciones religiosas las que se han visto envueltas en el escándalo de los abusos sexuales y los malos tratos en Alemania. En abril, 40 denuncias desvelaron las atrocidades en forma de castigos físicos y psicológicos a los que se sometía a algunos alumnos de un prestigioso colegio laico de Odenwald. En ese país son muchos los que han decidido hablar ahora -la línea habilitada por las autoridades para las víctimas de esos abusos recibió más de 13.000 llamadas en los tres primeros días-. También en Irlanda, donde las asociaciones de ayuda a las víctimas de esta clase de abusos se han movilizado para que estos casos se investiguen. Muchos no esperan otra cosa que una petición pública de perdón. Como Heredia y algunos de sus compañeros de entonces. Saben que es demasiado tarde para denunciar. Los abusos físicos y sexuales que relatan se habrían cometido hace 50 años y han prescrito. Su memoria, sin embargo, no. «Lo que prescribe no se olvida», dice Heredia, afligido.

Igual que él no ha olvidado la primera de las palizas que recibió de los religiosos del colegio al que llegó con 5 años. «Fue un día que me equivoqué en la lección y uno de los curas la emprendió a patadas conmigo, como si fuera un balón… Me arrastró a golpes por toda la clase», cuenta. Una imagen demasiado familiar para Julio Zurriaga, técnico de organización de empresas ya jubilado y también alumno del San Viator de Zaragoza. «Todos nos llevábamos palizas. Era algo habitual…», dice. Contando a Heredia y Zurriaga, cuatro ex alumnos de ese centro escolar se han reunido en una cafetería de Zaragoza para hablar de sus recuerdos del pasado.

El colegio zaragozano, sin embargo, ya no pertenece a la Congregación del San Viator. Pedro Lahora, superior de la orden, asegura que no tenía conocimiento de nada de lo que desvelan ahora Heredia y sus compañeros. Explica que van a poner el asunto en manos de sus abogados y que abrirán una investigación sobre lo sucedido aquellos años.

Juan José Tamayo, director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuria de la Universidad Carlos III de Madrid, explica que los malos tratos a los niños en algunos colegios religiosos y seminarios fueron frecuentes durante las décadas de 1940 a 1970. «En algunos casos, era una de las formas que los religiosos tenían de relacionarse. Puede que fuese un mecanismo de defensa a la represión de los sentimientos en la que les habían educado. Represión del cariño o de la sexualidad», opina.

Jaume Carbonell, pedagogo y director de Cuadernos de Pedagogía, publicación decana entre las revistas educativas, da algunas claves: «La diferencia básica con lo que se vive ahora es que los derechos del niño en aquel momento no existían. La infancia estaba desprotegida. Además, no había democracia». Tampoco existía un control social sobre lo que ocurría en los centros educativos. Ni consejos escolares, ni asociaciones de padres. Nada.

Este pedagogo sostiene que la relación entre esos maestros y los niños estaba envuelta en una dinámica de represión. «El trato vejatorio y la agresión eran manifestaciones de castigo comunes», dice. Añade, además, que en esos años las fronteras entre la aproximación y los tocamientos, la agresión y el castigo no estaban claras para muchos niños. Y si eran conscientes, ¿cómo cuestionar la autoridad de una figura tan respetada? «El cura, el profesor, era alguien respetado y temido y en quien las familias creían», cuenta.No todos tenían la mano larga, pero «los que no lo hacían callaban, y ese silencio se convertía en beneplácito», dice Antonio Viñal, catedrático de Historia de la Educación de la Universidad de Murcia.

Muy poco se han estudiado en España los abusos sexuales a menores. Y menos aún en los años de la posguerra. Sin embargo, un estudio de 1994 -el único amplio sobre el tema- realizado por el catedrático en psicología de la Universidad de Salamanca Félix López, asegura que el 9% de los abusos a menores varones en España han sido cometidos por religiosos -el resto se llevaron a cabo, dice, por familiares o conocidos-. Una cifra nada descabellada para Viñal, si se tiene en cuenta que hubo unos años en los que la Iglesia católica era la encargada de la mayoría de los centros escolares. Heredia le pone cara a la teoría del historiador. «En el San Viator no todos eran malos, pero sí casi tan culpables como los otros. Ninguno hizo nada para evitar lo que sucedía», critica.

Siempre ha habido, y aún las hay, personas que no dan importancia a ese tipo de abusos y agresiones porque muchas veces no pasaron a más. Sin embargo, los expertos sostienen que ese trato, ese abuso de baja intensidad, puede causar secuelas. «Esos actos, aunque no sean tan graves como, por ejemplo, una violación, provocan efectos determinantes en muchos niños. También las agresiones verbales, la presión, el miedo. Afecta al desarrollo de la personalidad y a la forma que tendrá el menor de relacionarse con su entorno cuando sea adulto», explica la psicóloga Sandra Ramírez.

A Heredia lo que le ha quedado han sido muchos recuerdos. Y resentimiento contra un grupo de adultos que, en lugar de velar por él, protegerle, educarle y cuidarle, le maltrató. El centro en el que vivió acogía a niños a los que el tribunal tutelar de menores, por una razón u otra, había separado de sus padres. Como él: «Mi madre trabajaba limpiando un prostíbulo y eso fue considerado de mala nota», cuenta Heredia. El centro también albergó a hijos de padres sin medios económicos. Familias que no tenían dinero para mantener a sus hijos y a quien las autoridades recomendó internarles en el colegio. Heredia cuenta que la diferencia de trato entre un grupo y otro existía. Pero los malos tratos y los abusos, dice, eran generales. Aún así, a ningún niño se le ocurrió contar nada en aquel entonces. «Si los que iban a casa cada fin de semana no abrían la boca para quejarse de los curas, imagínate nosotros… Primero, estábamos todos muertos de miedo y, segundo, llegamos a asumirlo como normal», dice.

Un miedo que, según el historiador Antonio Viñal, no ha desaparecido del todo. «El peso de la Iglesia católica, antes y ahora, es muy grande», dice. Zurriaga y otro ex alumno, Antonio Castellot, lo escenifican. En esos momentos, explican, una imagen todavía más poderosa que el colegio y los malos tratos de algunos religiosos planeaba sobre ellos: el reformatorio. En eso, y también en la paliza que podría ganarse, era en lo que pensaba Heredia cuando muchas veces, a la hora de la siesta, uno de los curas se acercaba hasta su cama y le hacía tocamientos. «Yo tendría siete u ocho años. Estaba asustadísimo y no podía contárselo a nadie», dispara. Nunca le ocurrieron cosas peores. Los abusos se quedaron en toqueteos y en confesiones forzadas de temas relacionados con la sexualidad. «Sí, había algunos a los que los curas se llevaban al despacho y se hablaba mucho…», cuenta Urbano Sotero, compañero de Heredia y Zurriaga y carpintero prejubilado de 64 años.

Estos cuatro ex alumnos -casados, con hijos y casi todos con nietos- saben que ha pasado tanto tiempo que es probable que la mayoría de los curas de los que hablan haya fallecido. Un argumento que, según Carbonell y Viñal, lleva a otros muchos a mantener el silencio. «La gente dice que para qué mover eso ahora. Que para qué, si el cura fulanito ha muerto ya. La Iglesia católica sigue gozando de una situación de privilegio social tan grande que muchos piensan que no está bien hablar para sacar a colación ahora hechos que sucedieron hace 40 años», opina Viñal.

Hay otra causa fundamental, según los expertos, de que se mantenga el secretismo sobre la atmósfera que se respiraba en algunos colegios e internados de la época franquista: la premisa de no remover el pasado. «Es un mensaje que ha calado hondo, en este tema y en otros muchos relacionados con el franquismo. Ese trasfondo hace que los casos de abusos en escuelas de la época no salgan a la luz como sí lo han hecho en otros países», dice Carbonell. «Un olvido que no ha existido en Alemania, donde la gente vive con mal sabor de boca lo que ha ocurrido en el pasado», añade.

«A la gente no le gusta hablar de ese pasado. La sociedad española se ha enriquecido mucho en los últimos 20 años, y lo que se quiere es divertirse, pasarlo bien y no remover el pasado. Temas que están ahí aún y seguirán ocultos y haciendo daño si no se sacan», dice Viñal, que sostiene que hay una razón más para que el silencio se mantenga en torno a los abusos sexuales. «Muchos no quieren hablar de este tipo de delitos. Incluso tendemos a borrar de la memoria aquellos actos que nos traumatizaron», dice.

Observando lo que sucede en Europa, parece que ese patrón está cambiando. Heredia y sus tres compañeros, que sí han decidido hablar ahora, así lo esperan. «Puede que, de los profesores que nos hicieron eso, quede alguno vivo», apunta el ex policía. Y dice entornando los ojos: «Si es así, espero que nuestras palabras sirvan para que no pueda ni mirarse al espejo. Para que todos los que les conozcan o conocían sepan cómo eran. Eso es lo que quiero».

 

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