Mitos y leyendas de la España roja
Un libro revisa el papel del PCE en la Guerra Civil y desmonta parte de los argumentos incendiarios de las memorias escritas por franquistas y exiliados
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CARLOS PRIETO MADRID 26/11/201
Se abre el telón y aparecen un tertuliano conservador, un cenetista y un republicano exiliado debatiendo en televisión sobre la Guerra Civil. Los antidisturbios rodean el plató. De pronto, contra todo pronóstico, los invitados comienzan a darse la razón compulsivamente. ¿Cómo se llama la pelÃcula? El oscuro papel del Partido Comunista durante la Guerra Civil. En sus mejores librerÃas desde 1939.
Las memorias escritas tras la guerra, marcadas por «la autojustificación, el ajuste de cuentas y un subjetivismo lacerado por la derrota y el exilio», tenÃan algo en común: su ataque al PCE. O al menos eso sostiene el historiador Fernando Hernández en Guerra o revolución (CrÃtica), un ensayo monumental sobre el papel del PCE durante el conflicto que llegó ayer a las librerÃas.
Un libro destinado a convertirse en el texto de referencia sobre un tema vapuleado históricamente por la información de mala calidad, el sectarismo y un extraño consenso entre grupos antagónicos. «La guerra terminó con la división de las izquierdas. HabÃa que echar la culpa a alguien del desastre colectivo. Se produjo cierta unanimidad entre socialistas, anarquistas y parte de los republicanos: la culpa la tuvo el PCE por su afán proselitista, su búsqueda de la hegemonÃa y su sumisión a intereses foráneos», cuenta Hernández a Público.
Experimento estalinista
Este caldo de cultivo se renovó con la Guerra FrÃa. Empezó a propagarse la idea de que en España no habÃa tenido lugar exactamente una guerra contra el fascismo, sino un intento de implantar una democracia popular como la que se habÃa impuesto a los paÃses del Este a partir de 1945. Moscú habÃa utilizado la guerra de España como campo de pruebas de un experimento polÃtico en tres fases: alcanzar la hegemonÃa, someter al resto de partidos e implantar la dictadura del proletariado.
Como se hartaron de contar historiadores conservadores como Julián Mauricio o Ricardo de la Cierva, en España se habÃa librado de forma exitosa la primera batalla contra el comunismo mundial. «Las historias del PCE son el resultado de los ajustes de cuentas del exilio, por un lado, y de la Guerra FrÃa, por otro. Sobre esas dos patas se inserta una tercera: la lucha ideológica del franquismo. El franquismo, además de su viejo mensaje anticomunista, no aporta nada nuevo; bebe fundamentalmente de las querellas del exilio», dice el autor.
La contrapartida a esta oleada de visiones anticomunistas la puso el PCE en la hagiografÃa Guerra y revolución en España, redactada en los sesenta por una comisión del Comité Central que vino a concluir que el partido habÃa encarnado como nadie la resistencia antifascista y que el resto de las izquierdas habÃan propiciado el desastre por sus intereses mezquinos.
Hernández se ha propuesto ir más allá de las «interpretaciones interesadas y los estudios polemistas basados en fuentes secundarias» para analizar qué hay de cierto en los mitos que circulan sobre el PCE. Leyendas alimentadas por hechos de difÃcil comprensión, como el meteórico ascenso del partido durante la guerra. En efecto, sólo una gigantesca maquinación ruso-masónica podÃa haber logrado que el PCE pasara de grupúsculo extraparlamentario a aspirante a fuerza hegemónica de la izquierda en cuestión de meses.
De la nada al infinito
La cosa, desde luego, tenÃa una pinta extraña. El PCE era una organización tan pequeña durante la dictadura de Primo de Rivera que su dirección llegó a camuflarse como la directiva de un equipo de fútbol. Y ocupó un lugar «marginal» en el sistema de partidos mientras mantuvo un discurso «esencialista, radical y sectario», según el autor del libro. «En las condiciones de legalidad de la República apenas incrementó sus filas», cuenta Hernández sobre una organización radicalizada que denunciaba el «socialfascismo» de los republicanos y apenas contaba con un millar de militantes en 1931. Su ascenso empezó a fraguarse tras la fallida revolución asturiana de octubre de 1934, gracias a su campaña por la amnistÃa de los presos polÃticos y el apoyo a huérfanos y detenidos.
Con todo, el PCE sólo contaba con 46.000 miembros en febrero de 1936. Poco más de un año después, tras los éxitos de la defensa de Madrid y la batalla de Guadalajara, «alcanzó los 350.000 afiliados», aunque la mitad se limitó a tener el carné. «Numéricamente no tenÃa fuerza para imponer su hegemonÃa a las dos grandes corrientes, socialismo y anarquismo, que habÃan monopolizado la izquierda durante el primer tercio del siglo», razona. Su número de afiliados se desplomó a la mitad según se fueron deteriorando las expectativas de victoria en 1938. Números, en cualquier caso, alejados del millón de militantes que se le llegó a adjudicar.
El partido se nutrió principalmente del aporte de dos corrientes: «Los jóvenes sin experiencia militante previa, radicalizados en los años de la República y fascinados por los mitos de la revolución soviética, y los afiliados a la UGT», explica Hernández. Pero también de una gran cantidad de mujeres jóvenes, que vieron en la militancia comunista «su acceso a la modernidad y su oportunidad de jugar un papel en la sociedad». La mayor controversia giró en torno a la supuesta obediencia ciega del PCE a las órdenes que emitÃa el padrecito Stalin. En realidad, la cadena de mando no era tan unidireccional como parecÃa, aunque sólo fuera porque la guerra obligó a tomar decisiones urgentes en clave nacional que escapaban a la lógica de la geopolÃtica internacional.
Hernández enumera las decisiones más cruciales tomadas por el PCE a espaldas de Moscú. Como la entrada en el Gobierno del socialista Largo Caballero en 1936. «La estrategia de Moscú estaba clara. En Francia, el PCF apoyaba al Frente Popular en el Parlamento, pero no estaba en el Gobierno. La idea era acercarse a Francia e Inglaterra para defenderse de Alemania. Moscú no querÃa que los comunistas accedieran a los gobiernos para no asustar a las cancillerÃas occidentales», dice. No obstante, en septiembre de 1936, dos ministros comunistas entraron en el Gobierno de Caballero. «La decisión la tomaron los dirigentes nacionales. Luego se lo comunicaron a Moscú», añade.
El PCE también actuó por su cuenta durante la caÃda de dicho gobierno en 1937. Moscú querÃa que Caballero dejara de ser ministro de la Guerra, pero continuara como presidente del Gobierno. «Stalin le dijo a Alberti que quizás Caballero no era un buen ministro, pero sà un presidente a conservar», relata. Con todo, una fuerte campaña del PCE llevó al derribo total del polÃtico.
También, dice, se produjeron divergencias sobre el acoso de los trotskistas del POUM. «Moscú se quejó de la tibia implicación del PCE en la campaña para su liquidación total». El POUM habÃa sido el invitado sorpresa en los enfrentamientos de mayo de 1937 entre anarquistas (CNT) y comunistas (PSUC).
Choque de trenes
Los anarquistas habÃan aprovechado el semiderrumbe del Estado en el 36 para impulsar una revolucionaria colectivización del campo y la industria en sus zonas de influencia. Para los comunistas, lo más importante era «oponer a un golpe de Estado de un ejército centralizado con un mando único y apoyos exteriores, una maquinaria de guerra similar», explica el autor. Concentrados en poner en marcha un «esfuerzo de guerra total contra un proyecto de guerra total», los comunistas cargaron contra la fragmentación en proyectos locales que, decÃan, detraÃan energÃas para el mantenimiento del esfuerzo bélico. En última instancia, lo que se puso en juego en mayo del 37 fue el choque entre dos conceptos antagónicos: «La necesidad de culminar un proceso de centralización y reconstrucción del Estado o el mantenimiento del poder colectivo de la calle», afirma.
Sobre este conflicto emergió el periférico POUM, que acabarÃa pagando los platos rotos de la división de las izquierdas. «No se ha divulgado suficiente que una parte de la CNT estuvo en contra del estallido. Los hechos de mayo, en parte, son el resultado de una escisión en el seno de la CNT, que tenÃa tres ministros en el Gobierno, pero cuyas bases no renunciaban a su proyecto libertario y antiestatalista», cuenta. Por esta rendija se coló el POUM, que pretendÃa «explotar estas contradicciones para sacar rentabilidad polÃtica en Catalunya». Paradójicamente, su aparición «sirvió de pretexto a los comunistas, que presentaron al POUM como un agente del enemigo que habÃa montado una guerra civil dentro de la guerra civil».
Los tentáculos comunistas eran alargados, sÃ, pero no tanto como para imponer la cacareada dictadura del proletariado. En marzo de 1939, durante la última reunión de la dirección del PCE en España, Palmiro Togliatti, de la Internacional Comunista, le preguntó a Enrique LÃster si habÃan podido tomar el poder. La respuesta fue un no rotundo. «Nunca se planteó realmente esa posibilidad. Ni se formuló una estrategia para logra el objetivo de tomar el poder», dice el historiador.
El mayor éxito del PCE, según Hernández, fue ir más allá de la retórica marxista-leninista para «asumir un ideario republicano de izquierdas» que hacÃa hincapié en «la justicia social, el federalismo, el laicismo, y la necesidad de extender la educación». Las organizaciones que habÃan blandido antes esa bandera no estaban preparadas para afrontar los desafÃos del 36. Mientras que los viejos partidos republicanos «no tenÃan un potente aparato organizativo» y «dependÃan de la valÃa intelectual de sus lÃderes», el PCE creó un partido republicano de masas gracias al uso de «técnicas aprendidas de la propaganda bolchevique», conjugando «el ideario popular con las métodos modernos de agitación y propaganda. El éxito del PCE fue convertirse en el mejor partido republicano conocido hasta entonces», concluye.
¿Su mayor fracaso? Su imagen «vanidosa, prepotente y arrogante», propia de las organizaciones que crecen muy rápido e intentan «apropiarse del ideario popular». «Los demás partidos vieron al PCE como una fuerza avasalladora», zanja.
Las polémicas cifras del ‘caso Paracuellos’
El contexto
Entre octubre y noviembre de 1936, los bombardeos aéreos sobre Madrid se cobraron 2.000 muertos. «La aproximación del enemigo, la intensificación de que la sensación de derrota irÃa acompañada de una brutal represión, acentuó la ola de terror depurador en la retaguardia».
Los fusilados
El número de presos fusilados en Torrejón y Paracuellos (incluidos oficiales del ejército nacional) entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre fue de 2.400.
La orden
«La responsabilidad por las sacas correspondió a un sector neocomunista y otro anarquista de las organizaciones madrileñas. Pero si a ellos compete la ejecución material, la incitación tuvo un origen externo», escribe Hernández.
La papeleta
La orden la dieron miembros del comisariado ruso del NKVD, posiblemente sin consultar a Moscú. «No era fácil, en aquella dramática situación en la que se debatÃa la capital martirizada por los bombardeos, discutir las orientaciones de un camarada que hablaba con la autoridad de su condición de agente soviético».
http://www.publico.es/culturas/348589/mitos-y-leyendas-de-la-espana-roja