La lección del ‘caso Céline’
Es imposible admirar al artista si sobre su conducta se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad
AURELIO ARTETA
Semanas atrás el ministro francés de Cultura rechazó, a causa de sus «inmundos escritos antisemitas», el homenaje nacional que se iba a dedicar este año al escritor Louis-Ferdinand Céline en el 50º aniversario de su muerte. Creo que esa exclusión está plenamente justificada y contiene alguna lección implÃcita que convendrÃa sacar a la luz. Entre otras, nos enseña las diferencias inocultables de valor entre los diversos valores y, a fin de cuentas, la primacÃa del valor moral sobre todos los demás.
Enseguida se dejarán oÃr voces de protesta. ¿A quién se le ocurre en estos tiempos comparar valores y luego atreverse incluso a declarar a unos más valiosos que otros? Si para el relativismo ambiental establecer una jerarquÃa entre las culturas o sus instituciones ya suena a blasfemia y medir los méritos relativos de las personas es cuando menos una operación sospechosa, ¿cómo no va a serlo pretender que hasta los valores mismos se sitúen en una escala de mayor a menor? ¿Acaso no serÃa más acertado considerar a los valores -los intelectuales, los religiosos, los estéticos, los polÃticos, los morales, etcétera- independientes entre sà y distribuidos aleatoriamente en los individuos sin marcar diferencia alguna? Pero lo cierto es que las marcamos.
¿Y por qué no podrÃan los franceses mantener su admiración estética al escritor, y venerarle como merece, mientras reservan para el hombre y el ciudadano más bien su repulsión moral? Sencillamente, por ser imposible conservar intacta la primera si la acompaña la segunda. Al retirarle todo mérito a Céline como sujeto moral, su indiscutible valÃa literaria queda como en suspenso, e incluso un tanto disminuida.
Se replicará todavÃa que nadie serÃa entonces admirable, si para ser tenido por tal fuera preciso serlo del todo y en bloque. A lo más, alguien resultará sumamente valioso en un conjunto muy escaso de valores, al tiempo que solo estimable en muchos otros y hasta despreciable en algunos. La experiencia común nos enseña que el hombre más sabio puede ser un mediocre pintor, pues la carencia de cualidades artÃsticas no rebaja en nada su celebrada sabidurÃa. Pero esa experiencia tiene su excepción precisamente en el valor moral.
En este terreno a duras penas se logra sofocar algún escándalo a la hora de enjuiciar a una eminencia falta del suficiente respaldo moral. Ahà está para probarlo el estremecimiento que siguió a la revelación del pasado nazi de Heidegger y que otro ilustre filósofo resumió en esta fórmula que no deja de sonarnos paradójica: «Martin Heidegger fue el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres». En lo que ahora nos ocupa, el alcalde de ParÃs ha sentenciado que Céline fue un «excelente escritor», pero también un «perfecto cabrón». Con el descubrimiento de su flaqueza moral la admiración por tan gran filósofo o por el eximio escritor no se extingue, cierto, pero ¿acaso no quedan ya sus figuras empalidecidas y en entredicho?
Y es que, frente a los demás valores, la peculiaridad de los morales estriba en ser universalmente exigibles. Como explicara Protágoras, el resto de cualidades y destrezas se reparte entre los hombres por naturaleza o por azar según cierta proporción, pues a la sociedad le basta eso para sobrevivir. Con que en nuestra ciudad haya unos pocos panaderos nos aseguramos el suministro diario de pan. Pero el «sentido moral» (el respeto y la justicia) debemos aprenderlo todos, porque su carencia arruina la vida civil o impide la vida humana a secas. Nadie puede pedirnos a todos desarrollar notables facultades musicales o intelectuales, pues no está en la naturaleza o en la vocación de cada uno llegar a ser, digamos, consumado pianista o investigador cientÃfico. Por el contrario, el descuido de las capacidades morales desde la familia y la escuela nos es reprochable, porque en ellas se contiene nuestra vocación de personas y de ciudadanos.
Asà que, por volver a nuestro punto de partida, los franceses no estaban obligados a cultivar su escritura ni mucho menos a elevarse a la altura literaria de un Céline. Pero este, al igual que todos sus compatriotas en aquellas circunstancias, debÃa haber alcanzado la altura moral suficiente para ver en los judÃos a seres humanos y denunciar su persecución y genocidio. Una sociedad se conforma con unos pocos escritores de indiscutible calidad para disfrutar de la belleza creada por la palabra. Pero un solo ciudadano al que falte la conciencia de la igual dignidad humana, como le faltó a Céline, puede destrozar la vida de muchos o consentir su destrucción.
Bien sabemos que un encumbrado carácter moral no pierde su crédito por notorios que sean sus defectos desde otros ángulos de la excelencia. Pero, al revés, es imposible admirar al genio o al artista con todo entusiasmo si sobre su conducta -privada o pública- se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad. Se dirÃa que la excelencia moral es la que más vale porque, sin ella, las demás excelencias valen menos…
http://www.elpais.com/articulo/opinion/leccion/caso/Celine/elpepiopi/20110319elpepiopi_5/Tes?print=1