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Una desgracia de diccionario

Santos Juliá. El País, 19/06/2011 | 20 junio 2011

Esta acumulación de errores se habría evitado si la Academia hubiera sometido todas las voces a los filtros necesarios antes de darlas a luz

 

SANTOS JULIÁ

Tendrían que ser ellos mismos los que, una vez advertidos del cúmulo de errores, del sesgo ideológico franquista y de la miseria teórica que arruina algunas de las entradas de su diccionario, tomaran la iniciativa, paralizaran su difusión y procedieran a una revisión de sus contenidos por medio de evaluadores externos. Que este diccionario haya sido objeto de preguntas parlamentarias de Izquierda Unida y del Partido Nacionalista Vasco, que haya tenido que intervenir el ministro de Educación o, en fin, que el grupo parlamentario socialista haya registrado en la Mesa del Congreso una proposición no de ley, añade una vergüenza más a la vergüenza que da leer algunas de sus entradas.

Porque una cosa es clara: hay entradas en el diccionario que, por ignorancia, por descuido, o por empacho ideológico de su autor, aparecen repletas de errores de hecho. Se ha dicho ya todo de la dedicada a Franco por el historiador menos capacitado de todos los posibles para escribirla. Pero la que se ocupa de otro jefe de Estado del siglo XX, el presidente de la República Manuel Azaña, contiene una colección tal de disparates que más valdría no haberla escrito. Y no se trata ya únicamente del tufo ideológico que despide, sino de los errores en que incurre desde que sitúa los «estudios iniciales» de Manuel Azaña con los agustinos en El Escorial hasta la ocurrencia de llevar a su viuda a morir «muchos años después» en Buenos Aires.

Es que, de verdad, no da ni una: Azaña no fue un funcionario con destino en el negociado de últimas voluntades, ni se presentó como candidato a diputado en las elecciones de 1913. Unamuno no viajó con él y otros intelectuales al frente de guerra francés en 1916; lo hizo al frente italiano en septiembre de 1917. España, la revista por antonomasia de la generación del 14, no era un diario, sino, como rezaba su subtítulo, un Semanario de la vida nacional. Margarita Xirgu no estrenó La Corona en 1930, sino en diciembre de 1931, en Barcelona y con Azaña de presidente del Gobierno. Azaña no realizó una «importante depuración del Ejército» sino que aprobó un decreto concediendo el pase a la reserva, con el sueldo íntegro, a generales, jefes y oficiales que lo solicitaran. Por supuesto, la «intentona» del general Sanjurjo fue una rebelión militar, no esa martingala que dice el diccionario. Y en fin, y porque no hay espacio para más: Azaña no pudo trabar una relación de amistad con el obispo de Tarbes, primero, porque el obispo en cuestión lo era de Montauban, recién entronizado; y segundo y principal, porque la única charla que mantuvo con él duró unos minutos: había sufrido varios infartos cerebrales, deliraba, y estaba a las puertas de la muerte.

Esta acumulación de errores se habría evitado si la Academia se hubiera atenido a la práctica obligada de someter todas las voces, comenzando por las asignadas a los mismos académicos, a los filtros necesarios antes de darlas a luz. La revisión externa es un requisito elemental para garantizar hoy la calidad científica de cualquier publicación académica, mucho más tratándose de un diccionario, y todavía más si es biográfico. No hay ninguna publicación de este tipo que se abandone al exclusivo cuidado y responsabilidad de un autor singular al que se encomienda su redacción. Desde la puesta en marcha del proyecto, con equipos encargados de alimentar bancos de datos, hasta su revisión final por expertos en cada materia y ajenos a la institución que lo promueve, la calidad de un diccionario debe descansar, aunque sea un autor el que redacte cada voz, en un trabajo colectivo.

Pero los académicos responsables de la edición decidieron saltarse a la torera todas las normas que hubieran garantizado la calidad científica del producto y que, de haberse aplicado, hubieran redundado en la recuperación del crédito perdido por una institución gravemente afectada por el virus nacional-cortesano destilado en sus últimas publicaciones. El resultado de su pretencioso encapsulamiento es una auténtica desgracia por la sencilla razón de que este no es un diccionario cualquiera; es el diccionario de la Academia, una institución pública que pretende hablar con autoridad sobre miles de españoles ilustres. El respeto debido a la institución, a los biografiados y a los profesionales solventes que han escrito muchas de las voces, es lo que está clamando por la paralización de la difusión y la revisión a fondo de esta desgracia de diccionario que, como es norma en el mundo académico, tiene que ser realizada por evaluadores externos a la misma institución.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/desgracia/diccionario/elpepusocdgm/20110619elpdmgpan_4/Tes