La España franquista en primera persona
A medida que la dictadura franquista queda más lejana, más pertinente es aproximarse a los textos memorialÃsticos de aquellos años
A medida que la dictadura franquista queda más lejana en el tiempo, más pertinente es aproximarse a los textos memorialÃsticos de aquellos años. Un conjunto de voces –diversas pero a menudo coincidentes– a partir de las que se pueden reconstruir unos episodios fundamentales de la España del siglo XX | Educación, religión, sexo, ideologÃa, familia… son temas recurrentes en los textos autobiográficos de los años del franquismo | Muchos de los autores coinciden en un ‘antifranquismo estético’, una militancia opositora que tenÃa mucho de juego
LAURA FREIXAS
¿Cómo se vivió el franquismo en la calle? ¿En las casas? ¿En las aulas? ¿En las camas…? Los últimos años del siglo pasado y los primeros de este arrojan un buen número de autobiografÃas y memorias que, como piezas de un puzle, terminan componiendo un retrato bastante coherente. Aunque, por supuesto, parcial, ya que la gran mayorÃa de autores coinciden en ser varones, de origen burgués y universitarios. En cuanto a distribución geográfica, es llamativo el predominio de autores catalanes, sin duda porque la autobiografÃa es un género más practicado en Francia –y no hace falta insistir en la vieja francofilia catalana– que en la adusta Castilla…
En todos estos textos encontramos temas recurrentes. La omnipresencia de la figura de Franco. El progresivo distanciamiento, por parte de los autores y autoras, del franquismo de sus padres, para acercarse al marxismo. Lo mismo con la Iglesia: casi todos reciben una educación católica, pero se hacen ateos. La coexistencia, en el caso de los autores catalanes, de dos lenguas, una familiar y otra culta. La iniciación sexual, que en el caso de los hombres, suele desarrollarse en un prostÃbulo. Los conflictos con la autoridad, trátese de la policÃa o la censura. El conflicto interno derivado de pertenecer a una clase social pero abominar de ella. Y el descubrimiento de dos formas de evasión, dos puertas a otros mundos posibles: el extranjero y la ficción, literaria o cinematográfica.
¡Franco, Franco, Franco!
Todo empieza con el fin de la Guerra Civil y la llegada del caudillo salvador. Es la primera escena que cuenta Esther Tusquets en HabÃamos ganado la guerra: la niña o niño asistiendo, con sus padres, a la entrada de las tropas franquistas en Barcelona, y los padres gritando, brazo en alto, con un entusiasmo casi histérico: ¡Franco, Franco, Franco..! Franco traÃa una buena noticia para todos: el fin de la guerra. Y para los burgueses que se habÃan visto, durante tres años por lo menos, acosados por las hordas rojas (sus fábricas requisadas, familiares o amigos vÃctimas del paseo…), significaba además recobrar su posición social y, andando el tiempo, económica; aunque para ello tuvieran que renunciar a su lengua, a sus ideas polÃticas o, al menos, a su mentalidad liberal.
Ver a Franco en persona, aunque fuese de lejos, fue un privilegio que pocos tuvieron. Carmen MartÃn Gaite lo recuerda en la catedral de Salamanca, «muy tieso, con sus leggis y su fajÃn de general, saludando con la mano y tratando de mostrarse arrogante, aunque siempre tuvo un poco de barriga»; Julio Llamazares, que junto con los niños de su escuela –la del pueblo minero de Vegamián, en León– habÃa salido a la carretera a vitorearlo, sólo recuerda «un coche negro y los empujones de los guardias», pues la comitiva pasó de largo a toda velocidad; el jefe del Estado, al parecer, tenÃa prisa en llegar a Asturias para pescar salmones (o tal vez los mineros no eran santo de su devoción)… Para casi todo el mundo, el dictador era una presencia constante, pero en efigie, en blanco y negro: una fotografÃa en todos los despachos oficiales, el sempiterno protagonista del No-Do.
Por el imperio hacia Dios
Junto con la de Franco, la otra omnipresencia en las infancias narradas por nuestros autobiógrafos es la de la religión: un «medio familiar, escolar y ciudadano –escribe MartÃnez Sarrión– empapado y chorreante de clericalismo y dogma católico». Todos recibieron la fe; todos la abandonaron. Las confesiones les parecÃan «un fastidio morboso», dice Fernando Savater; varios de ellos (Muñoz Molina, por ejemplo) recuerdan en ciertos sacerdotes actitudes extrañas, que más tarde identificarÃan como pederastia. La Iglesia sostenÃa al régimen, y a los ricos: MartÃnez Sarrión recuerda cómo, en su primera comunión, las niñas y niños bien vestidos estaban en primera fila, «apelotonándose detrás un torpÃsimo y medio dormido rebaño de pelones enfurruñados, sorbiéndose los mocos». Claro que también socorrÃa a los pobres, pero eso sólo lo cuenta Esther Tusquets, que trabajó como voluntaria en el Cottolengo del Padre Alegre.
Para Tusquets, abandonar el catolicismo fue una gran crisis. Si el Cottolengo le habÃa hecho descubrir «una dimensión distinta de la religión, una versión más auténtica y profunda del cristianismo», los ejercicios espirituales que hizo a continuación la horrorizaron. Los libros que les hacÃan leer «tenÃan un nivel muy bajo»; las mujeres llevaban vestidos muy cerrados, de manga larga –en pleno julio–; y estaban «literalmente prisioneras: la única puerta de salida al exterior estaba cerrada con llave y no te la abrÃan aunque lo pidieras. Me invadió una crisis de ansiedad y claustrofobia. Sólo podÃa pensar en algo muy inocente y muy tonto: me veÃa a mà misma bajando por la Rambla, con un vestido de flores, escotado y ligero, comiendo un helado de Los Italianos». Terminó abandonando los ejercicios… y a la larga, la fe.
Su caso, con todo, es excepcional; la mayorÃa de los memorialistas ni fueron tan intensamente creyentes como ella, ni les costó tanto romper con la religión. Giménez-FrontÃn se asombra de que tantos de su generación dieran, como él, «el paso de una conciencia católica practicante a cierto grado de militancia marxista con tan escaso trauma y tan envidiable naturalidad».
Antifranquismo estético
Y en efecto, sorprende que estos hijos de los vencedores se hicieran todos, como un solo hombre, antifranquistas. No era a eso a lo que les predisponÃa su educación, arrullada por cánticos como este que recuerda Juan Goytisolo: «Guerra a la hoz fatal / y al destructor martillo/ ¡viva nuestro Caudillo/ y la España imperial..!» «Muchas veces me he preguntado –medita Castilla del Pino– cómo fue posible que me distanciara tan precozmente del régimen franquista. Atendiendo a mis condicionamientos, deberÃa de haber seguido con mi adhesión inicial: familia de derechas, familiares asesinados por los rojos…». Y Fernando Savater: «¿Qué podÃa tener yo, vástago de una familia moderadamente de derechas y biográficamente franquista, contra la dictadura de Franco?» A fin de cuentas, casi todos los memorialistas de la época son beneficiarios del franquismo: nacidos en el seno de familias ricas, socialmente bien consideradas, alineadas con los vencedores, son los cachorros de una clase destinada a mandar. Un Llamazares, hijo de minero, un Muñoz Molina, de agricultores, una Luisa Castro, de padre pescador y madre analfabeta… constituyen excepciones; y más excepcional todavÃa es una hija de los vencidos y consciente de serlo, como Lidia Falcón. Los demás son, para decirlo sin rodeos, hijos de papá. Su antifranquismo no es social ni polÃtico, sino «una cuestión estética e intelectual», en palabras de Castilla del Pino.
Explica Savater: «El clericalismo y la mojigaterÃa de la dictadura me ofendÃan hormonalmente, si puedo decirlo asÃ: se dedicaban a prohibir cuanto a mis ojos juvenilmente lúbricos podÃa hacer la vida grata, divertida o intensa.» De ahà una militancia que tenÃa mucho de juego: eran «resistentes de tertulia, cachorros rebeldes de la paz fascista», dice Carlos Barral. Y Giménez-FrontÃn confiesa: «La mayorÃa de nuestras manifestaciones callejeras finalizaban puntualmente a la hora de comer, porque se nos esperaba en nuestras casas, donde encontrábamos la mesa preparada». ¿Y esos obreros a los que decÃan defender? No los vieron de cerca en su vida. O sólo para darles unas clases de formación polÃtica que, dadas las insalvables diferencias culturales, terminaban, como las que cuenta Federico Jiménez Losantos (véase recuadro), en agua de borrajas.
Catalán o castellano
La distribución de las lenguas bajo el régimen de Franco –el catalán en casa o en la calle, el castellano como lengua oficial y culta– parece algo aceptado, con naturalidad o fatalismo, por nuestros autobiógrafos. «Mucho se ha hablado sobre los intelectuales y polÃticos que salvaron el catalán desde las trincheras de la resistencia –ironiza Terenci Moix–, pero yo he de insistir en la pasmosa naturalidad con que pudo recibirlo un recién nacido, rodeado de personas que se limitan a vivir y bailar el tiroliro después de tres años de tortura». Mientras familias como la suya mantenÃan viva la lengua, otras la abandonaban, convencidas de que el catalán habÃa perdido la batalla o deseosas de amalgamarse con los vencedores. Es el caso de los padres de Esther Tusquets, a ella, nacida en 1936, le hablaron catalán, pero a su hermano Óscar, nacido en 1941, castellano; o de los Goytisolo, cuyo padre, castellanohablante, pidió expresamente a los abuelos maternos, catalanes (la madre habÃa muerto durante la guerra, en un bombardeo), que hablaran castellano con los nietos. Resultado, una situación en que ambas lenguas se conocÃan mal: el catalán porque no se leÃa ni estudiaba, el castellano, «empobrecido y adulterado», como dice Juan Goytisolo, por su falta de tradición popular. En cierto modo todos los escritores nacidos en Catalunya han tenido que hacer, no sólo una elección lingüÃstica, sino también una reeducación, enriqueciendo su catalán con los términos cultos que nadie les enseñó, y su castellano con los populares que no recibieron tampoco. Pero es llamativa la rapidez con que algunos de los memorialistas despachan este tema (para una visión contrapuesta, ver el artÃculo de Jordi Amat en estas mismas páginas). Y es que para estos autores el tema de la lengua parece no haber empezado a vivirse como conflictivo hasta mucho más tarde. Quien más lo desarrolla en sus memorias es el beligerante Jiménez Losantos, que resume asà su experiencia barcelonesa: «Yo llegué en moto a Barcelona [procedente de Teruel] en 1971 y salà en ambulancia [tras ser tiroteado por Terra Lliure] en 1981».
Faldas de plomo
La sexualidad es sin duda uno de los capÃtulos más lúgubres de la España franquista. Por el lado masculino, parece haber sido lo habitual que la iniciación se desarrollase en un prostÃbulo. (Pero ¿cómo se conjuga eso con una España católica a machamartillo? La respuesta podÃa encontrarse en una institución católica por excelencia: el sacramento de la confesión. Del que algunos, como Jesús Pardo –véase recuadro– usaban y abusaban…)
MartÃnez Sarrión hace de los burdeles un retrato que es pura España negra cuando recuerda «una casa, la de La Chinchillana u otra madame de igual fuste», de la que «salÃa una vaharada de tabaco, sudor, alcohol y cosméticos, acompañada de jipÃos, canciones, gritos y risotadas y todo el conjunto envuelto en la luz rojiza que pasaba a través de una cortina descolorida». Una vez al mes, el niño que él era entonces veÃa pasar a las prostitutas, «en vergonzante rebaño», acudiendo a la obligatoria revisión médica: «Marchaban muy juntas y arropadas unas en otras, pintadÃsimas pero no desafiantes, y lanzando furtivas miradas de odio y desprecio a los transeúntes, combinadas con risas, toses y cuchicheos, emitidos con aquellos sus terribles tonos noctámbulos, tabáquicos y aguardentosos». Otra posibilidad, para los niños de familias más acomodadas, eran las sirvientas: Caballero Bonald, por ejemplo, recuerda haber «acosado de manera desmañada» a la criada de su casa, la cual «se resistÃa a medias»; es difÃcil saber si les gustaba el señorito o tenÃan miedo a perder el empleo.
Muy distintas eran las cosas por el lado femenino. Sirva de muestra la escena rememorada por Lidia Falcón. Con quince años, se habÃa echado un novio de su edad. «Una tarde nos besábamos sentados en un repecho del campo en el parque de Montjuïc cuando de pronto apareció a nuestro lado un coche de policÃa. De él salió un energúmeno, vestido de uniforme, que comenzó a gritarnos. Nos amenazó con llevarnos a la comisarÃa.»
Bien es verdad que otros, como Esther Tusquets, Oriol Regà s, José Ribas, cuentan una historia muy distinta: una juventud relajada, hedonista, sin tabúes. «En el grupito de la gauche divine, el sexo era uno de los juguetes preferidos», escribe Tusquets. Disfrutaron –o crearon ellos mismos– un islote de libertad en la pacata España franquista. ¿Qué fue lo que lo hizo posible? TenÃan poder: eran hijos o nietos de los vencedores de la guerra, con un buen nivel económico y cultural; se ganaban la vida como profesionales liberales o empresarios (Regà s era dueño de Boccaccio, Tusquets de la editorial Lumen, Ribas fundó la revista Ajoblanco); conocÃan lo que se hacÃa fuera de nuestras fronteras… Pero no es casualidad que los tres vivieran en Barcelona. Heredera de una tradición liberal, europeÃsta, cosmopolita, aun en los tenebrosos tiempos del franquismo, Barcelona era un faro. Ya lo sabÃamos, y esta ojeada a las autobiografÃas y memorias de entre 1939 y 1975 nos lo confirma.