Dorothy Parker: » Soldados de la República»
El presente relato corto fue Publicado en The New Yorker,el 5 de febrero de 1938
AQUELLA TARDE de domingo estábamos sentados con la muchacha sueca en el gran café de Valencia. Tomábamos vermú en gruesas copas, y en cada una de ellas habÃa un cubito de hielo grisáceo lleno de agujeros. El camarero se sentÃa tan orgulloso de aquel hielo que apenas soportaba dejar las copas sobre la mesa y separarse de él para siempre. Siguió con sus tareas -por toda la sala la gente daba palmas y silbaba para llamar su atención-, pero se volvió a mirar por encima del hombro.
Fuera estaba oscuro, la oscuridad veloz y nueva que de un salto y sin sombras se impone al dÃa, pero como en las calles no habÃa luces, parecÃa tan profunda y antigua como la medianoche. Por eso te asombrabas de que todos los crÃos siguieran levantados. En el café habÃa crÃos por todas partes, crÃos serios sin solemnidad, que observaban el ambiente que los rodeaba con tolerante interés.
En la mesa contigua a la nuestra habÃa uno notablemente pequeño; tendrÃa quizá seis meses. Su padre, un hombrecito con un uniforme grande que lo hacÃa caÃdo de hombros, lo sostenÃa con cuidado sobre las rodillas. El crÃo no hacÃa nada; sin embargo, el padre y su joven y delgada mujer, cuyo vientre volvÃa a estar hinchado bajo el vestido raÃdo, lo contemplaban sumidos en una especie de éxtasis de admiración, mientras en la mesa se les enfriaba el café. El crÃo iba endomingado, todo de blanco; sus ropitas llevaban remiendos tan delicados que la tela hubiera pasado por entera si la blancura de los zurcidos no hubiera variado de tono. LucÃa en el pelo un lazo azul de cinta nueva, atado con absoluto equilibrio entre las lazadas y los extremos. La cinta de nada servÃa; no habÃa pelo suficiente que precisara sujeción. El lazo era un mero adorno, un toque de gracia calculada.
¡Por amor de Dios, basta ya! me dije. Está bien, el crÃo lleva un trozo de cinta azul en el pelo. Está bien, su madre dejó de comer para que el crÃo estuviera guapo cuando su padre regresara a casa de permiso. ¡Está bien! Es asunto de ella, y tú nada tienes que ver. Está bien, ¿por qué tienes que echarte a llorar?
La enorme estancia apenas iluminada estaba atestada y llena de animación. Aquella mañana se habÃa producido un bombardeo aéreo, más horrendo aún por ser a plena luz del dÃa. Pero en el café nadie parecÃa tenso ni nervioso, nadie hacÃa desesperados esfuerzos por olvidar. Todos bebÃan café o limonada en botella con la calma agradable y merecida de una tarde de domingo, mientras conversaban sobre temas nimios y alegres, hablando todos a la vez, escuchando y contestando.
En la estancia habÃa muchos soldados vestidos con lo que parecÃan uniformes de veinte ejércitos distintos, hasta que uno reparaba en que la variedad radicaba en las diferentes maneras en que se habÃa gastado o desteñido la tela. Sólo unos pocos habÃan sido heridos; aquà y allá se veÃa a alguno andando con sumo cuidado, apoyado sobre una muleta o dos bastones, pero tan en plena recuperación que su rostro tenÃa color. También habÃa muchos hombres vestidos de civil: algunos de ellos eran soldados que disfrutaban de permiso, algunos eran trabajadores del gobierno, otros, vete tú a saber. HabÃa mujeres regordetas, tranquilas, que movÃan los abanicos de papel, y mujeres ancianas tan calladas como sus nietos. HabÃa muchas chicas guapas y algunas verdaderas bellezas, que no provocaban el comentario «FÃjate en qué española tan encantadora», sino este otro: «¡Qué hermosa muchacha!». Las ropas de las mujeres no eran nuevas y las telas eran demasiado sencillas como para haber garantizado un buen corte.
-Tiene gracia -le dije a la muchacha sueca- cuando en un sitio nadie es el mejor vestido, no se nota que nadie está bien vestido.
-¿Cómo? -inquirió la muchacha sueca.
Nadie, salvo algún que otro soldado, llevaba sombrero. La primera vez que habÃamos ido a Valencia vivà en un estado de dolorosa perplejidad al no saber por qué en la calle todo el mundo se reÃa de mÃ. No era porque en la cara llevase escrito «Avenida West End», como si la frase me la hubiera garabateado con tiza un empleado de aduanas. En Valencia los estadounidenses caen bien porque han visto a los buenos: médicos que abandonaron sus consultas para venir a ayudar, las jóvenes y serenas enfermeras, los hombres de las Brigadas Internacionales. Pero cuando caminaba por la calle, hombres y mujeres se tapaban cortésmente la cara risueña con la mano y los pequeños, demasiado inocentes para disimular, se partÃan de risa, señalaban con el dedo y gritaban: «¡Olé!». Después, bastante más tarde, descubrà el porqué y dejé de ponerme sombrero; cesaron las risas. Tampoco era uno de esos sombreros cómicos, era simplemente un sombrero.
El café se llenó a rebosar; abandoné nuestra mesa para hablar con un amigo que se encontraba al otro lado de la sala. Al regresar a la mesa, se habÃan sentado a ella seis soldados. Estaban apretujados y tuve que meterme por un huequecito para llegar a mi silla. Se los veÃa cansados, cubiertos de polvo y pequeños, del modo que se ven pequeños los que acaban de morirse, y lo primero que destacaba en ellos eran los tendones de sus cuellos. Me sentà como una cerda de marca mayor.
Todos conversaban con la muchacha sueca. Habla español, francés, alemán, algo de escandinavo, italiano e inglés. Cuando tiene un momento para sentirse arrepentida, entre suspiros, se lamenta de que el neerlandés lo tiene tan olvidado que ya no logra hablarlo, sino sólo leerlo, y lo mismo le ocurre con el rumano.
Según nos contó, los soldados le habÃan dicho que se les terminaba un permiso de cuarenta y ocho horas y debÃan volver a las trincheras, y para las vacaciones habÃan hecho fondo común con todo el dinero para comprar cigarrillos, pero algo habÃa salido mal y el tabaco nunca les habÃa llegado. Yo llevaba un paquete de cigarrillos estadounidenses -en España el tabaco rubio no sabe a nada-; lo saqué y, mediante movimientos de cabeza, sonrisas y una especie de brazada, les di a entender que se lo ofrecÃa a aquellos seis hombres con ansias de tabaco. Cuando comprendieron lo que querÃa decirles, se levantaron uno a uno y me estrecharon la mano. Muy bondadoso de mi parte compartir mis cigarrillos con los hombres que iban a regresar a las trincheras. La Pequeña Dama Generosa. La cerda de marca mayor.
Uno a uno fueron encendiendo los cigarrillos con un artefacto de cuerda amarilla que al arder apestaba y que se utilizaba, según me tradujo la muchacha sueca, para encender las granadas. Cada uno de ellos recibió lo que habÃa pedido, en vaso de café, y cada uno de ellos murmuró agradecido al ver la pequeña cornucopia de azúcar de grano grueso que lo acompañaba. Entonces hablaron.
Hablaron por intermedio de la muchacha sueca, pero nos hicieron lo que hacemos todos cuando hablamos nuestra propia lengua con alguien que la desconoce. Nos miraron a la cara, y nos hablaron despacio, pronunciando las palabras con complicados movimientos de los labios. Después, a medida que fueron surgiendo sus historias, nos las soltaron con tanta vehemencia, con tanto énfasis, que estaban seguros de que debÃamos entenderlas. Estaban tan convencidos de que las entenderÃamos que nos avergonzamos de no entender.
Pero la muchacha sueca nos traducÃa. Eran todos campesinos e hijos de campesinos, de una zona tan pobre que uno trata de no recordar que existe ese tipo de pobreza. Su aldea se encontraba junto a aquella otra a cuya plaza de toros habÃan ido ancianos, enfermos, mujeres y niños, un dÃa de fiesta; y habÃan llegado los aviones para lanzar bombas sobre el ruedo, y los ancianos y los enfermos y las mujeres y los niños sumaban más de doscientos.
Todos ellos, los seis, llevaban más de un año en la guerra, y la mayor parte de ese tiempo habÃan estado en las trincheras. Cuatro de ellos estaban casados. Uno tenÃa un hijo, dos tenÃan tres, y uno tenÃa cinco. Nada habÃan sabido de sus familias desde que partieran para el frente. No habÃan tenido comunicación con ellas; dos de ellos habÃan aprendido a escribir de otros hombres que luchaban junto a ellos en las trincheras, pero no se habÃan atrevido a escribir a casa. PertenecÃan a un sindicato, y a los miembros de los sindicatos, cuando los atrapan, los ejecutan, por supuesto. La aldea en la que vivÃan sus familias habÃa sido capturada, y si una mujer recibe una carta de un hombre que pertenece a un sindicato, ¿quién sabe si no la matarán por la relación?
Nos contaron que llevaban más de un año sin noticias de sus familias. No nos lo contaron con valentÃa, ni con extravagancia, ni con estoicismo. Nos lo contaron como si…. Pues bien, veréis… Llevamos un año luchando en las trincheras. No hemos tenido noticias de nuestras mujeres y nuestros hijos. No saben si estamos muertos, vivos o ciegos. No saben dónde estamos, ni si estamos. Con alguien tenemos que hablar. Asà es como nos lo contaron. HacÃa seis meses, uno de ellos habÃa tenido noticias de su mujer y sus tres hijos -tenÃan unos ojos muy bonitos, nos dijo- gracias a un cuñado de Francia. Entonces estaban todos vivos, le informaron, y todos los dÃas comÃan un cuenco de judÃas. Pero su mujer no se habÃa quejado de la comida, le contaron. Lo que le preocupaba era no tener hilo para remendar las ropas raÃdas de los niños. De modo que él también le preocupaba aquello.
-No tiene hilo -nos repetÃa una y otra vez-. Mi mujer no tiene hilo para zurcir. No tiene hilo.
Nos quedamos ahà sentados, escuchando lo que la muchacha sueca nos iba traduciendo. De repente, uno de ellos echó un vistazo al reloj y entonces cundió la agitación. De un salto se pusieron en pie, como un solo hombre, y llamaron a voces al camarero y hablaron con él velozmente y uno a uno nos fueron estrechando la mano. Volvimos a las brazadas de natación para explicarles que se llevaran el resto de los cigarrillos -catorce cigarrillos para seis soldados que iban a la guerra- y entonces nos estrecharon otra vez la mano. Después, todos nosotros dijimos «¡Salud!» tantas veces como hacÃa falta para seis de ellos y tres de nosotros, y después salieron en fila del café, los seis, cansados, polvorientos y pequeños, como son pequeños los hombres de una horda poderosa.
Cuando se marcharon, sólo hablaba la muchacha sueca. Ella llevaba en España desde el comienzo de la guerra. HabÃa asistido a hombres destrozados, habÃa llevado camillas vacÃas hasta las trincheras, y después habÃa vuelto con ellas cargadas de heridos al hospital. HabÃa oÃdo y visto demasiado como para sumirse en el silencio.
Al cabo de un rato llegó la hora de marcharnos; la muchacha sueca levantó las manos por encima de la cabeza y dio dos palmadas para llamar al camarero. El camarero acudió, pero no hizo más que sacudir la cabeza y la mano y se alejó.
Los soldados nos habÃan pagado las copas.
The New Yorker, 5 de febrero de 1938
DOROTHY PARKER (1893-1967), poeta, narradora y guionista estadounidense. Con «La gran rubia» ganó el premio O`Henry en 1929. En español se encuentra Narrativa completa y Una dama neoyorquina.
El presente relato corto fue Publicado en The New Yorker,el 5 de febrero de 1938
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