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Represión Franquista en Urueña

Orosia Castán. Memoria y Justicia de Valladolid, 29 de abril de 2012 | 1 mayo 2012

Urueña, localidad de la provincia de Valladolid, tenía en el año 1936 en torno a 300 habitantes


Urueña, localidad de la provincia de Valladolid, tenía en el año 1936 en torno a 300 habitantes. En el año 1.933, la Sociedad Obrera Agrícola, afecta a la UGT, tenía 103 asociados en dicha localidad, por lo que es seguro que en el año 1934 se siguiera en la localidad la Huelga de Octubre.

Matías Vallecillo Ramos, 56 años, labrador con tierras propias y de ideas socialistas tenía arrendada una panera, propiedad de un señor que falleció. En esta panera se fundó el Centro Obrero, una Casa del Pueblo de Urueña, donde se estableció la Sociedad Agrícola. Los herederos del propietario estaban en contra de esta utilización, lo que dio lugar a enfrentamientos que culminaron cuando los herederos tirotearon el domicilio de Matías. Este hecho, sucedido en 1933, acabó en los tribunales, pero estaría presente en 1936. Matías vería como el Centro Obrero se convertiría en improvisada cárcel, desde donde su hijo del mismo nombre y dos de sus sobrinos, todos ellos menores, serían paseados.

Los jornaleros siguieron las huelgas convocadas por la Federación de Trabajadores de la Tierra, de manera que a principios de julio de 1936 y como consecuencia del incumplimiento sistemático de la Ley de Términos Municipales por parte de los propietarios, los trabajadores de Urueña pararon los trabajos de recolección y se produjeron amenazas, aunque ningún incidente de resaltar.

A pesar de que en el pueblo, como en toda España, existía una clara división política, nadie podía sospechar que las consecuencias del golpe de estado del 36 alcanzasen la magnitud increíble que sufrieron en el pueblo: 28 asesinados, entre ellos 6 mujeres; una de ellas había dado a luz dos mellizos y estaba todavía en cama, recuperándose del parto; otra era una anciana cuyo delito fue (como en otros casos investigados en la provincia) ser madre del alcalde salido de las urnas; familias diezmadas, adolescentes… además, los represaliados: mujeres rapadas al cero y vejadas, hombres encarcelados durante años, embargos, requisas, robos y rapiñas…

Los rumores de la sublevación militar llevaban circulando semanas por los pueblos de la zona. El sábado, 18 de julio, los trabajadores se encontraban de regreso en sus casas para el descanso semanal, y por la tarde se extendió la noticia de que la sublevación se había producido en Ceuta. Las noticias llegaron por la radio del cura del pueblo, y aunque se produjeron reuniones en el ayuntamiento, los vecinos acabaron por retirarse a sus casas.

Fue el domingo 19 cuando las primeras patrullas de falangistas, acompañados por guardias civiles armados, entraron en Urueña. El primero en verlos llegar fue precisamente un concejal, Olegario Negro Vallejo, quien se dirigía a primera hora de la mañana a regar unas tierras cuando se encontró con un camión lleno de gente armada que se dirigía al pueblo. Los atacantes lo detuvieron y lo llevaron con ellos hasta la plaza del pueblo, en la que entraron disparando.

De inmediato se produjeron reuniones entre los sublevados y las gentes de derechas de Urueña, y de ese contacto salieron las órdenes de detención para decenas de vecinos, que fueron sacados de sus casas y retenidos en la panera, una construcción aneja a la plaza del Corro, conocida como “el Centro”.

El ataque sorprendió a la mayoría de los vecinos descansando, por lo que no hubo reacciones defensivas de ningún tipo. La primera medida de los golpistas, tras tomar posesión del ayuntamiento, fue obligar a entregar cualquier tipo de arma que estuviera en poder de los vecinos, que tenían en su poder algunas escopetas de caza.

Ante las noticias de lo que estaba ocurriendo, el alcalde Olivio Ramos junto con su hermano Juan Luis y otro vecino llamado Arturo Barrios escaparon del pueblo y se refugiaron en los montes aledaños, donde se encontraron con un guarda de monte y mantuvieron un enfrentamiento que tuvo como resultado la muerte de guarda.

Algunos detenidos fueron conducidos hacia el puesto de la guardia civil de Mota del Marqués, posiblemente para ser interrogados, mientras se iba formando en el Centro un gran grupo de hombres, mujeres y adolescentes cuyos familiares iban hasta el edificio para intentar verlos y hacerles llegar comida, lo que lograban a través de los agujeros de las carpinterías.

La situación era bastante caótica. Para ordenar la situación, el alguacil se encargó de avisar a los familiares de los detenidos del momento en que podían llevarles alimentos, para lo que recorría las casas. En aquellos momentos se elaboraban las listas de los que iban a morir, a pesar de que nadie pensaba que esto pudiera llegar a ocurrir.

La primera saca se produjo durante la noche del miércoles 12 de agosto. Los guardianes sacaron a seis vecinos, les ataron las manos y los obligaron a subir a un camión. Después fueron conducidas hacia el pueblo de San Cebrián de Mazote, los obligaron a bajar en una zona de los alrededores de San Cebrián y los tirotearon. Más tarde fueron enterrados en esa misma zona, posiblemente en la linde de unas zonas de labor, tal como dicen los testigos, aunque los cuerpos nunca fueron encontrados.

Los vecinos asesinados en esta primera saca eran:

Mariano del Barrio Rodríguez, de 22 años.
Agustín García Carbajosa, de 18 años.
Ángel Negro San José, de 22 años.
Olegario Negro de la Iglesia, de 27 años.
Tomás San José, de 16 años.
Felicísimo Vallecillo San Sebastián, de 23 años.

Los cuerpos quedaron a la vista de los viandantes, y fueron reconocidos por una mujer de Urueña, llamada Manuela, que estaba sirviendo en Medina de Rioseco en casa de un médico llamado Cirilo fue quien se encargó de informar a los familiares de las víctimas, tanto del suceso como de la localización de los cadáveres. Parece ser que fue un guarda de monte quien se encargó de enterrarlos y lo que es seguro es que durante años, la fosa fue visitada por los parientes, aunque pasados los años y a causa de las variaciones en las lindes, el lugar se haya perdido.

Esa misma noche, según relatan los testigos, los detenidos en el Centro, temiendo lo peor, fueron arrojando a la calle sus más valiosas pertenencias, como relojes y otros efectos personales que sus familiares recogían.

El día siguiente, 13 de agosto, y cuando el horror producido por la saca del día anterior estaba en su apogeo, los asesinos sacaron a 19 de los detenidos en dos tandas y los mataron.

A primera hora de la mañana, seis varones fueron sacados del edificio, obligados a subir a un camión maniatados y conducidos hacia Tordehumos, donde los obligaron a apearse y los asesinaron. El hecho se produjo frente al parador de Tordehumos, en un camino que sube hacia el monte.

Esta segunda saca estaba compuesta por:

Clemente Fernández Rodríguez, de 19 años.
Miguel Guerra Pérez, de 18 años.
Diosdado González, de 37 años.
Jerónimo Leal Carrasco, de 19 años.
Miguel Vallecillo Negro, de 21 años.
Matías Vallecillo del Barrio, de 19 años.

Unas horas más tarde, hacia el medio día, a plena luz y en el centro del pueblo, tenía lugar la más terrible de las sacas: a manos de un grupo de falangistas armados, entre los que había vecinos de Urueña, trece personas fueron obligadas a subir al camión con las manos atadas. Esta vez entre los vecinos iban seis mujeres entre las que se encontraban las madres de los tres hombres huidos: el alcalde Olivio Ramos Montero, su hermano y Arturo del Barrio, a quienes no habían podido capturar. Se cumplía así la más vil y mezquina de las directrices golpistas, aquella nunca escrita que instaba a atacar a las madres de sus oponentes políticos para forzar su entrega.

Estas trece personas fueron asesinadas en los alrededores de la localidad de Villabrágima, en las cercanías de un pozo. Los vecinos del pueblo pudieron ver claramente a las víctimas, ya que a diferencia de las anteriores sacas, el camión de la muerte era descubierto. Todavía a fecha de hoy, los testigos recuerdan a aquellas mujeres, algunas muy mayores, vestidas de negro; cuentan que lloraban, y que alguna presentaba heridas importantes.

Como en los sucesos anteriores, las víctimas fueron obligadas a bajarse del camión. La situación de pánico era tal que no se tenían en pie, por lo que se sentaron en el borde de la carretera mientras esperaban su fusilamiento. Esta escena espantosa ha sido relatada de igual forma por varios testigos de la época, quienes no han podido olvidarla.

Tras el asesinato, las víctimas fueron enterradas en ese mismo paraje por vecinos de Villabrágima que fueron obligados a realizar esta macabra tarea. Se trataba de las siguientes personas:

Alfonsa “La Fusa”, cuyo esposo estaba detenido.
Tiburcio Guerra Vázquez, de 20 años.
Benedicto Hernández Manrique, de 20 años.
Eustaquio Hernández Vallecillo, de 17 años.
Fructuoso Legido Vallecillo, de 17 años.
Concepción Montero González, de 57 años, madre del alcalde y de Juan Luis Ramos.
Epifania Negro de la Iglesia, de 30 años, que había dado a luz dos niños la semana anterior y estaba en cama. Además habían matado a dos de sus hermanos, Olegario y Mateo.
Remedios de Paz López, de 41 años.
Fabián Pérez Montero, de 22 años.
Especiosa Ramos Montero, de 36 años, hija de Concepción y hermana del alcalde
Modesta Rodríguez Guerra, de 51 años, madre de Arturo, huido, y de Mariano, asesinado.
Genaro San José Guerra, de 20 años.
Francisco Tola Martín, de 18 años.

Además de los asesinados en estas tres sacas, hubo otras víctimas, como el alcalde Olivio Ramos Montero, quien fue finalmente capturado y conducido a la cárcel de Toro. Esto ocurrió el día 14 de septiembre. El alcalde, hombre cultivado y que había viajado mucho, había resistido en campo abierto casi dos meses.

En la mañana del día 15, Olivio Ramos apareció ahorcado en su celda. Fue enterrado en Toro. Su padre, que fue a reconocer el cuerpo, contó que estaba agotado y enflaquecido, con unas barbas largas y enredadas y los pies cubiertos por pieles de conejo sin curtir.

Su hermano Juan Luis, que había logrado llegar a Madrid, fue capturado más tarde. Por fin lo fusilaron en Valladolid, en San Isidro, en el año 1941. Como se ve, esta familia fue prácticamente exterminada, pues la madre y hermana de ambos habían sido paseadas.

El otro huido, Arturo del Barrio Rodríguez, fue capturado, juzgado y fusilado en diciembre de 1936.

En Urueña actuó una patrulla de falangistas desconocidos, comandados por un asturiano sanguinario y feroz; con esta patrulla actuaron desde el primer momento codo con codo varios vecinos de Urueña, derechistas unos, asesinos y delincuentes otros, que colaboraron en la elaboración de las listas de víctimas, en las detenciones, malos tratos y asesinatos de sus propios vecinos y vecinas. Alguno de ellos tenía cuentas pendientes con los dirigentes del Centro Obrero, cuentas que se saldaron con asesinatos.

El cura del pueblo, llamado Dionisio, no aceptaba de ninguna manera los asesinatos y se llegó a encarar con los asesinos, que lo agredieron y lo arrojaron por unas escaleras. Tampoco el nuevo alcalde, nombrado por los golpistas, aceptó la lista de los vecinos señalados para morir, aunque su protesta no sirvió de nada.

La única autoridad reconocida era la guardia civil, con quien los agresores actuaron de acuerdo.

Tras las sacas se produjeron requisas y robos descarados. Los grupos entraban en las casas de la gente con las armas en la mano y revolvían los enseres con la excusa de realizar registros en busca de armas. A su capricho destrozaban todo y se llevaban lo que les apetecía. Tan graves fueron los saqueos que años más tarde se produjeron juicios contra los saqueadores.

A la familia del alcalde le quitaron las tierras, los animales, la cosecha y todos los objetos, desde los más valiosos hasta las ropas. La casa quedó desmantelada y los tres niños supervivientes fueron maltratados, obligados a beber ricino, y al mayor, de trece años, le llegaron a hacer un simulacro de fusilamiento.

Se produjeron también cortes de pelo a mujeres y abusos sobre los familiares de las víctimas, que intentaron escapar del pueblo y se marcharon en cuanto tuvieron oportunidad.

Los hijos de las víctimas quedaron marcados para siempre. Tuvieron que abandonar la escuela a causa de las humillaciones, malos tratos y abusos que sufrían, y fueron perseguidos sin cuartel, hasta el punto de que no se atrevían a salir de casa. Los que no pudieron salir del pueblo estuvieron vigilados hasta que fueron adultos, y algunos, obligados a comunicar a la guardia civil cualquier desplazamiento hasta los años 60.

El pueblo entero quedó bajo el luto.

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