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La ingratitud de la derecha

Lidia Falcón. Público, 10-10-2012 | 11 octubre 2012

Sin la política que Carrillo impuso en el PCE,  ni la Transición hubiese sido dirigida por los franquistas, ni existiría en España monarquía, ni el PP gobernaría hoy

 

 

Lidia Falcón. Abogada y escritora. Presidenta del Partido Feminista de España

Los dirigentes del Congreso de los Diputados, que domina por mayoría absoluta el PP, le negaron a la familia de Santiago Carrillo el permiso para que se instalara allí su capilla ardiente después de su muerte. Con ello demostraron, una vez más, la ingratitud de que la derecha es capaz incluso con los que les benefician. Sin la política que Carrillo impuso en el Partido Comunista, ya desde la dictadura, a favor de la burguesía, ni la Transición hubiese sido dirigida por los franquistas ni existiría en España monarquía ni el PP gobernaría hoy con mayoría absoluta.

Toda la derecha le debe a Carrillo, muy fundamentalmente, el dominio absoluto que impone en el país. Desde el rey y su beneficiada familia hasta los grupos oligárquicos que detentan sin condiciones el poder económico y político en España, deberían todos postrarse agradecidos ante quien les allanó el camino en momentos algo difíciles para ellos. Remontándonos a los prolegómenos de lo que sería más tarde la estrategia suicida del PCE –no hay más que ver como le va- cualquier investigador puede encontrar en los textos de Mundo Obrero los llamamientos de Carrillo a la burguesía, desde el año 1947, para llegar a una alianza con la que derrocar a la dictadura. En 1956, en el famoso V Congreso del PCE, impone la tesis de la reconciliación nacional y de la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura –como si los artistas y escritores no fueran trabajadores y hubiera que aliarse con Fraga Iribarne, que fue lo que intentaron-, y a partir de aquí hasta 1976, los grandes esfuerzos de Carrillo, que implicaban a todos los militantes, incluida a mí misma, fueron dirigidos a abandonar el ideario revolucionario y a intentar imposibles alianzas con la democracia cristiana, aceptando sumisamente las órdenes del capital.

Antes que él, hay que reconocerlo, se le adelantaron Fernando Claudín y Jorge Semprún que sorprendieron a la militancia con su entusiasta adhesión a un tibio programa socialdemócrata –así pudo éste llegar a ministro- que, aún más sorprendente, no muchos años más tarde sería aceptado por la dirección del PCE. Y precisamente porque se le adelantaron, Carrillo los expulsó del partido. Este se distinguió siempre por expulsar continuamente a militantes y dirigentes que mostraran cualquier disidencia con sus tesis, en una persistente conducta de represión que mal casaba con el invento del eurocomunismo que introdujo en el PCE y que siguiendo a Berlinguer renegaba del estalinismo y de sus métodos. Hasta que tal tanática política acabó con él mismo. Como el escorpión, estaba en su naturaleza.

En la mini-polémica orquestada a raíz de su muerte –y qué débiles y breves y timoratas y condicionadas por la ideología dominante son las polémicas en España- se han utilizado los más conocidos y estereotipados argumentos. En su defensa, su papel en la Transición como el garante de la paz y la estabilidad del país; en su crítica, la permanente acusación de su responsabilidad en la matanza de Paracuellos. ¡Pero cuánto silencio observo respecto a sus verdaderos crímenes!: el repudio de la República, la aceptación sumisa de la monarquía borbónica que había crecido al amparo del franquismo, de una Constitución que garantizaba la pervivencia de esa monarquía y de la unidad eterna de España gracias a la inestimable ayuda del Ejército; y sobre todo su sumisión al capitalismo al que nunca más volvió a criticar, para lo cual cometió la mayor de las traiciones: la rendición con armas y bagajes del movimiento obrero.

Los Pactos de la Moncloa hundieron definitivamente a los sindicatos, cuya impotencia podemos hoy observar sin necesidad de más pruebas, y rendidos y desarmados CCOO, el movimiento vecinal, el movimiento estudiantil y cualesquiera disidencia dentro o fuera de su partido, la derrota definitiva de la izquierda estaba consumada. Que aceptaron sumisamente sus herederos.

Cuando hoy Julio Anguita se dedica a mitinear de norte a sur y de este a oeste de España demandando la proclamación de la III República, ni recuerda ni nadie se lo pone de relieve que en los 22 años que fue secretario general del PCE, coordinador de Izquierda Unida y diputado en el Congreso de los Diputados, jamás mencionó la República —mostrando públicamente el mucho gusto que tenía en pasear con el rey por los jardines de la Zarzuela— ni se declararon ni él ni su partido anticapitalistas.

Desarbolado y deprimido el movimiento obrero, desaparecidos los movimientos sociales que fueron fundamentales en la oposición al franquismo y en la Transición: vecinal, estudiantil, de madres de alumnos, de mujeres; nunca el capital ha tenido que agradecerle tanto a un dirigente comunista. Que jamás se arrepintió. Pocos meses antes de su muerte todavía presumía de que si se hubiese proclamado la República “ésta habría durado lo que un caramelo a la puerta de un colegio” y añadió con una sonrisa de enorme satisfacción: “El 23-F se habría acabado la República”. Por lo cual su adhesión a la monarquía se prolongó hasta su muerte.

Pero, porque, como Roma, la derecha tampoco paga a los traidores, los representantes de la más genuina oligarquía que detenta el poder económico y político en España, y que se han hecho con el Poder en el Congreso, le negaron el último homenaje.

http://blogs.publico.es/dominiopublico/5941/la-ingratitud-de-la-derecha/