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Entrevista a Ricardo García Cárcel. Historiador, Premio Nacional de Historia

Lne.es, | 12 diciembre 2012

«La memoria histórica debe ser larga y plural porque existen muchas maneras de construir el pasado»

 

El presente se hace más comprensible si profundizamos en su sustrato histórico. El último estallido del catalanismo, por ejemplo, adquiere una dimensión distinta a la luz de «La herencia del pasado. Las memorias históricas de España» (Galaxia Gutenberg), el libro con el que Ricardo García Cárcel (Requena, Valencia, 1948) acaba de obtener el Premio Nacional de Historia. Catedrático de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona, García Cárcel, se adentra en las construcciones históricas que sustentan los nacionalismos y en las singularidades de su forma de constituirse. Con un denominador común: el victimismo, que en algunos momentos, como el actual, adquiere tintes oportunistas. Este académico de la Historia, admirador de la aportación asturiana a la Constitución de 1812, reivindica el valor de una historiografía de largo alcance, bien matizada y alejada de quienes persiguen su uso instrumental. Propone superar el sentir noventayochista que tanto ha marcado a la sociedad española, condenada a «una provisionalidad eterna», y que rebrota con fuerza en circunstancias tan críticas como las que vivimos.

 

-¿Por qué en España tenemos tantos problemas con la memoria histórica?

Lo que yo denuncio es una memoria demasiado corta. No es que no tengamos memoria histórica, sino que la tenemos estrictamente focalizada en la historia reciente, la que comienza en 1931 con la II República. Reivindico que la memoria ante todo tiene que ser larga, referida al conjunto de la historia de España. Cada generación ha construido su propia memoria, con los perfiles y los condicionamientos de su momento. La memoria histórica debe ser larga y plural porque son múltiples las miradas y las circunstancias de quienes hacen la historia. Por eso tuve mucho interés en que el subtítulo del libro fuera «las memorias históricas», porque existen muchas maneras de construir el pasado.

 

-Usted advierte algo que puede parecer paradójico: nuestra memoria es muy corta, pero a la vez sufrimos una sobrecarga de memoria.

Efectivamente, porque al focalizar tanto la atención en esa historia reciente, la gente joven puede pensar que sólo existe la historia de España desde la II República o que el concepto de España lo inventó Franco. Otro asunto es cuando empieza la historia de España, muy discutido y que deja en evidencia esas diferentes visiones. Unos sostienen que la historia de España empieza con los romanos, otros que sólo se puede hablar de España a partir de los Reyes Católicos. Hay quienes sitúan ese arranque histórico en Felipe V y otros defienden que es a partir de las Cortes de Cádiz, cuando se proclama la soberanía nacional. Hay una pluralidad de enfoques que afectan incluso al propio punto de partida.

 

-¿Esa disparidad de enfoques responde más a cuestiones ideológicas que a discrepancias historiográficas?

Pesa la ideología. Primero porque a lo que se ha llamado memoria histórica es la reivindicación del estudio de la II República y de la Guerra Civil, lo que constituye un reduccionismo. Pero eso se hace partiendo del supuesto, para mí discutible, de que sólo se había hecho esa historia de la República desde una óptica franquista y que estaba pendiente la otra historia desde la izquierda ideológica. Eso no es cierto. Por ejemplo, el último volumen de la Historia de España de Alianza Editorial, que era la más usada a comienzos de los años setenta, estaba dedicado a la República y la Guerra Civil, y lo escribió Ramón Tamames, que en aquella época no era sospechoso de derechismo y que pertenecía al comité central del PCE. Creo que no se sostiene esa sensación de que estaba sin hacer la historia de España desde la izquierda.

 

-Esa reivindicación de la memoria histórica va ligada a algo ajeno a la controversia académica, que es la recuperación de las víctimas de la guerra.

Eso me parece no sólo legítimo, sino moralmente exigible, el desenterramiento de las fosas colectivas, la recuperación de los cadáveres de las víctimas, a lo que tienen todo el derecho del mundo las familias, es incuestionable. De hecho, hay una ley de la Memoria Histórica, que quizá no ha satisfecho a todo el mundo, pero que pretendía legitimar ese proceso. Pero hay un problema de confusión conceptual. La memoria histórica es mucho más y mi impresión es que se ha reducido a ese proceso. El mayor riesgo que tenemos los historiadores es el de la simplificación, un riesgo comprensible porque en este mundo se buscan afirmaciones rotundas. Vivimos una época de brochazos y de auténtico pánico al matiz. Lo que yo reivindico es que la realidad histórica es compleja, nada banal y exige del matiz para su completa descripción.

 

-Esas diferentes visiones de la historia ¿justifican una controversia como la que se suscitó en torno al Diccionario de la Academia de la Historia?

La polémica sobre el diccionario es un ejemplo del simplismo en el que nos movemos. La mayor parte de los medios que se rasgaron las vestiduras no había leído ni una sola voz, ni siquiera la discutida entrada de Franco, escrita por Suárez Fernández, en la que había afirmaciones que yo no comparto bajo ningún concepto. A partir de ahí hubo una operación mediática por la que se descalificó globalmente a la Academia, como si fuera un mundo de viejos derechones, cuando en estos momentos se sientan en ella personas ajenas a esa etiqueta y con reconocido pedigrí de izquierdas. Por ejemplo, el mejor discípulo de Luis Suárez Fernández fue Julio Valdeón, muerto hace un año, un hombre que perteneció en su día al PCE y cuyo padre fue fusilado por los franquistas. Era hijo de una víctima de la Guerra Civil y académico de la Historia. A la historia que pretende ser objetiva y científica le rechinan las exigencias, que son perfectamente comprensibles y no me escandalizo, de esa simplificación mediática en la que nos movemos.

 

-Usted repasa la singularidades de las distintas memorias ligadas a la construcción de los nacionalismos. ¿Cuál es la particularidad de los vascos?

La memoria vasca está marcada por lo que yo llamo una cierta conciencia de excepcionalidad respecto al resto de España. Excepcionalidad que no hay que confundir con diferencia. El nacionalismo vasco se distingue del catalán en que éste último ha intentado, durante siglos, construir su identidad sobre lo que se ha llamado en Cataluña el «hecho diferencial». El nacionalismo vasco es mucho más reciente en el tiempo que el catalán y se apoya en una conciencia de que están fuera de catálogo. Su memoria histórica está orientada a contar que los vascos no fueron dominados jamás, no pudieron con ellos los romanos, los visigodos. A partir del siglo XVI son limpios de sangre, no hubo en ellos el mestizaje que se produjo en otros territorios. Sobre todo eso han levantado su excepcionalidad, a la que siempre se han aferrado. Lo curioso es que esta memoria tiene pocos elementos épicos. Cabría esperar, a partir de esa singularidad antropológica, que habría muchas batallas y, sin embargo, tienen muy pocos hechos militares en los que fundamentarse.

 

-Pero esa memoria sí sostiene una violencia que no existe en el caso catalán.

La identidad vasca está cargada de elementos de violencia, de ultravirilidad y, sin embargo, su memoria épica es escasa, lo que constituye toda una paradoja.

 

-¿Y la memoria catalana?

Es algo totalmente distinto. Es la singularidad de un pueblo mediterráneo que ha basado toda su historia en sus supuestas capacidades comerciales, en sus relaciones en el marco del Mediterráneo. Y lo que ha buscado es articular diferencias. El pactismo catalán, de intercambio dialéctico, frente al castellano, tendente al absolutismo, a la violencia despótica, es uno de los arquetipos en los que más se ha basado la memoria histórica catalana.

 

-Usted apunta que el victimismo es un factor común a todas esas memorias.

Todo nacionalismo tiene su componente victimista, es algo inherente. La construcción de una identidad propia se fundamenta siempre en la articulación de un enemigo exterior sobre el que se proyecta ese victimismo. El nacionalismo catalán no se puede entender sin esa componente, que se remontaría a la introducción de una dinastía ajena a Cataluña, como eran los Trastámara. Siempre desde la óptica de la invasión o de la agresión exterior de un ente que se ha ido configurando como el Estado o Madrid.

 

-Ese victimismo está muy vivo, como nos muestran los acontecimientos más recientes.

Ese victimismo rebrota cada cierto tiempo y siempre emerge cuando más signos de debilidad manifiesta el Estado. Parecería lógica esa sensación frente a un Estado fuerte, centralista. Pero los mayores episodios de crispación del nacionalismo catalán han surgido en momentos históricos en los que ese Estado se mostraba más frágil, como ahora. Se producen estas tensiones cuando España se percibe más como un lastre que otra cosa. La sensación que uno tiene es que la crisis económica está debilitando la realidad española. Estamos viviendo un problema de España, reproduciendo signos que no se habían visto en España desde la generación del 98.

 

-En esa colisión que se produce entre las distintas memorias usted apunta que desde la perspectiva castellana domina siempre la impresión de España como proyecto inacabado.

Es un concepto muy repetido por la generación del 98 y habría que superar esa tendencia noventayochista que tenemos al suspiro. La idea de proyecto implica una provisionalidad continua. A ver cuando llegamos a la etapa de la realización. Con el añadido de ese estigma del adjetivo inacabado, que nos provoca el síndrome de inconclusos, eternamente abiertos a cualquier tipo de futurible. No reivindico una España cerrada, pero sí una que no nos condene a vivir en el suspiro permanente ante las hipótesis que de un día para otro puedan emerger. Reivindico una España no dogmática, abierta a la conciencia de articular la pluralidad de ese puzle de comunidades que integran la realidad española. Habría que plantearse una reforma de la Constitución que nos permitiera avanzar en el terreno del diálogo interterritorial y superar esta agonía de la provisionalidad eterna.

 

-En su libro analiza también la singularidad asturiana.

Siempre me ha fascinado el papel fundamental que jugaron los asturianos a la hora de construir esa España moderna en la Constitución de 1812, que de alguna manera nos retrotrae al papel de la Reconquista, a ese concepto tan discutible. Son figuras que han tenido un papel inconmensurable en lo que podríamos llamar la construcción de España. El ejemplo más tópico es Jovellanos, pero junto a él están Martínez Marina y otros que tuvieron una idea de España moderna, con el concepto de soberanía nacional por delante.

 

-¿Y la figura de Don Pelayo?

Don Pelayo me sirve de ejemplo de las maneras diversas de interpretar la historia. El Pelayo del franquismo era un visigodo, el último eslabón del visigotismo, un hombre vinculado a Don Rodrigo que lo único que hacía era servir de fuente de legitimidad al intento de recuperar España. En los años setenta fue cuando se nos enseñó que Don Pelayo era un astur, que representaba el mundo autóctono, no tenía nada que ver con los visigodos. Desde esa perspectiva se desmitificó la idea de la Reconquista y Covadonga pasó a ser un incidente entre los musulmanes y los autóctonos.

 

-Ese cambio de signo de Pelayo coincide con el brotar de una cierta conciencia regionalista.

Es la identidad asturiana promovida a caballo de la comunidad autónoma, que como todas necesita unos referentes históricos. Ése es el papel instrumental que tiene la historia. En el libro dedico un capítulo a repasar los estatutos de todas las comunidades autónomas y en todos ellos se apela siempre a la historia como fuente de legitimidad. Y hay comunidades en las que la idea de una historia propia que les otorgue identidad es difícil de explicar. En el caso asturiano es Pelayo la fuente de referencia.

 

-Podemos decir entonces que la historia tiene mucho de traje a medida.

Sin duda alguna. Es un artefacto que puede alargarse, manipularse libremente. El papel de los historiadores es o sería marcar distancias respecto a esa tentación de la manipulación, tenemos como oficio mucho de lo que arrepentirnos, nos hemos dejado tentar demasiadas veces por los cantos de sirena de los poderes, que han sido muy dados a tirar de la historia para satisfacer determinados requerimientos.

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