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La destrucción de Guernica: “A los muertos les debemos solo la verdad”

Ángel Viñas. Sin Permiso.info, 24/03/13 | 26 marzo 2013

guernica1Mi interés por el Guernica de Southworth tiene una larga historia

 

En la primavera de 2012 la editorial Comares me pidió algunas sugerencias sobre libros clásicos en torno a la guerra civil que, por diversas razones, no fueran suficientemente conocidos o hubiesen totalmente desaparecido del mercado. Uno de los que se me ocurrió de inmediato fue el que se reedita ahora.

Su autor, Herbert Rutledge Southworth, fue uno de los más destacados desveladores del denso entramado de patrañas, tergiversaciones y falsas verdades que tendió el franquismo sobre la guerra civil. Ganó reconocimiento universal por la obra con que deshizo y pulverizó las manipulaciones que, con respecto a la destrucción de Guernica, mantuvo el régimen durante toda su trayectoria. Instalado en Francia, en primer lugar en París y luego en dos mansiones enormes aunque un tanto dilapidadas, en dos lugares de ensueño (una, en medio de la campiña, fue le Château de Roche cerca de Le Blanc, departamento de Indre, y la segunda una casona medieval en lo que suele afirmarse es uno de los más bellos pueblos franceses, Saint-Benoît-du-Sault), continuó trabajando hasta su fallecimiento en 1999, poco después de terminada una obra que le ocupó durante mucho tiempo: el desmontaje de la justificación franquista de la sublevación de 1936 para adelantarse a una presunta insurrección comunista. Se publicó a título póstumo bajo el título de El lavado de cerebro de Francisco Franco. Conspiración y guerra civil.

Mi interés por el Guernica de Southworth tiene una larga historia. En abril de 1977 un grupo de historiadores nos reunimos en la villa foral en un simposio destinado a abordar la conmemoración del bombardeo mismo con testimonios de testigos presenciales en el cuadra­gésimo aniversario de la catástrofe. Aquel simposio se encuentra muy lejos tanto en el tiempo vital, menos en el tempo histórico. Entonces, hace treinta y cinco años, la transición política estaba en sus comienzos. Se divisaban, cierto es, señales innegables de apertura. El Partido Comunista, gran ogro del franquismo, acababa de ser legalizado, no sin cierta agitación entre los anquilosados mandos de las Fuerzas Armadas. Las primeras elecciones generales, con el pulso titánico subyacente entre reforma y ruptura, no estaban lejanas.

A su manera, el simposio, envuelto en un masivo ondear de ikurriñas, fue también un signo de la incipiente transición. Fue la primera vez que un acontecimiento así se había organizado en Euskadi. Para Herbert Southworth, y Suzanne, su esposa, fue un momento emocionante que rememoraron, y rememoramos, durante muchos años. También fue el primero de los grandes abrazos públicos que Herbert recibiría en la naciente España democrática. Hubo otro, del que también fui testigo: la presentación en 1986, en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona, de la reedición, impresa en la Ciudad Condal, de su primer libro, El mito de la cruzada de Franco.

Esta obra había puesto el nombre de Southworth en las bibliotecas de todos aquéllos que en la oposición comunista, socialista, nacionalista o simplemente antifranquista se negaban a comulgar con las ruedas de molino de las interpretaciones seudo-históricas de la guerra civil. Hasta su aparición en 1963 la sedicente historia del conflicto la habían ido produciendo con honores, ya que no con dignidad, policías, soldados, libelistas, académicos y autores complacientes, a la mayor gloria del Caudillo y de sus fantasmas. Correspondió al profesor Gabriel Jackson y a quien estas líneas escribe hacer la presentación formal en Barcelona de una obra que, en puridad, no requería presentación pero que ya no se encontraba en el mercado, agotada como estaba la edición publicada casi veinticinco años antes por Ruedo Ibérico.

Recuerdo vividamente la escena, para mi inolvidable. Herbert hablaba castellano con ritmo lento y pausado, con vocales alargadas, que delataban su origen en el sur de los Estados Unidos. En aquella ocasión, las pausas se hicieron a veces interminables. Yo me preguntaba: ¿estará a punto de darle un desfallecimiento? No. Eran el producto de una emoción intensa, difícilmente contenida.

El simposio de Guernica y la presentación en Barcelona fueron, me atrevo a asegurar, dos momentos culminantes en la trayectoria como historiador de Herbert Southworth. Y como correspondía a tal autor no implicaron ni honores académicos ni condecoraciones, ni premios ni diplomas. Denotaron, simplemente, un reconocimiento público a sus esfuerzos por introducir un rayo de verdad que atravesara la tupida red de mentiras tramada por la dictadura.

Southworth fue un historiador indepen­diente, sin afiliaciones institucionales, cuya obra se desarrolló fuera del marco universitario, alejado de escuelas y sin enfeudamiento a ninguna “cuadra” o figura académicas. En esto su caso no deja de recordar al de Julio Caro Baroja. En el corazón de la Francia profunda, alejado de corrillos y “lobbies”, se había acostumbrado a enfrentarse en soledad con los problemas históricos que le interesaban, sin más armas o instrumentos que sus libros, revistas y periódicos, de los que recibía por correo un chorro interminable, sin prisas pero sin pausa.

No eran para él el trabajo en equipo, la búsqueda de becas o el deseo de halagar a los poderosos, en la política, en la Universidad o en el mundo intelectual. Lo único que le preocupaba era la aprehensión, y la comprensión, de parcelas singulares de un pasado hurtado a los demócratas españoles, manipulado contra ellos y deformado más allá de toda mesura. A  Southworth cabría aplicarle la hermosa frase de la gran novelista sudafricana Nadine Gordimer: “La verdad no siempre es bella pero su búsqueda sí lo es”. En esta búsqueda Southworth dio una respuesta, personal y comprometida, a los cuatro grandes retos a los que de una u otra forma nos enfrentamos los contemporaneístas.

El primero es que, a diferencia de lo que ocurre cuando se historia, por ejemplo, la Guerra de las Rosas o la revuelta de los comuneros, el contemporaneísta tiene que hacer un esfuerzo especial, muy difícil, para establecer distancia con los hechos o procesos que investiga porque, evidentemente, el alejamiento en el tiempo no le viene dado a priori.

El segundo reto estriba en que, por muchas que sean las fuentes disponibles para historiar el pasado lejano (la Inquisición, valga el ejemplo), todas palidecen ante la ingente masa de información disponible para alumbrar la historia de nuestra contemporaneidad o, como la llaman los franceses, la historia del tiempo presente.

El tercer reto deriva del hecho que con frecuencia, el contemporaneísta ha vivido en el tiempo en que se han producido los mismos fenómenos que investiga. El historiador no es insensible, en consecuencia, al espíritu de la época, al Zeitgeist. De aquí la necesidad de realizar un esfuerzo consciente de búsqueda de la objetividad.

Y, por último, una cuestión esencial es cómo escribir una obra científica frente a la mera polémica o ensayos apriorísticos o superficiales.

Todos quienes hemos escrito sobre temas contemporáneos hemos tenido que lidiar, de una forma u otra, con estos cuatro desafíos de índole general, aparte de los muchos otros específicos relacionados con los objetos de investigación. Cómo abordar, y en su caso superar, esos retos pone a prueba el carácter y el temple del historiador.

 

a) La distancia

Establecer un alejamiento con respecto al tema investigado (una trivialidad en las ciencias naturales y que incluso llega a serlo en el análisis de acontecimientos o procesos históricos más remotos) no es nada fácil. Ello es así porque sobre el historiador gravitan, quiéralo o no, sus preconcepciones o la tentación de servirse de una información “orientada” o “selectiva”, acorde con sus pre-juicios o preferencias. En cualquier caso, ha de tener en cuenta en su propia exposición una interpretación determinada por el tiempo en que le ha tocado vivir y que, en principio, necesita contextualizar en menor medida que si trabajase sobre épocas lejanas. La única forma de hacer frente a tal problema es abordarlo a través de una forma específica de investigar, es decir, manteniendo rigurosamente criterios metodológicos de naturaleza científica, adaptando las reglas de la hermenéutica y utilizando los procedimientos heurísticos de la ciencia histórica.

 

b) La sobreinformación

Dado que el contemporaneísta dispone, en general, de masas de material en una cantidad y volumen incomparables con las existentes para cualesquiera otros períodos, ¿cómo separar el grano de la paja?, ¿cómo evitar que los árboles impidan ver el bosque? Podría afirmarse  que el buen historiador demuestra precisamente que lo es en la medida en que aborda científicamente temas del pasado reciente y no debe preocuparle, en consecuencia, que los resultados de su investigación se vean superados por otros posteriores. Nadie hace historia definitiva. La forma en que una investigación resista al paso de los años y la crítica posterior mostrará hasta qué punto el autor ha sido mejor o peor historiador.

A pesar de la sobreinformación, elementos esenciales para la comprensión de un determinado proceso histórico pueden no haberse conocido en el momento de realizar el análisis. El abanico de pruebas no es estático. Con frecuencia aparecen nuevas fuentes. Otras, que se daban por perdidas, resulta que no lo son. Mucha información se revela, con el paso del tiempo, más superficial de lo que hubiera podido considerarse en un principio.

El problema de cómo abordar la sobreinformación ha de atacarse, en realidad, con la misma disposición de ánimo que requiere el problema de la distancia: con una buena dosis de humildad y con una fuerte dosis de espíritu científico.

 

c) La objetividad

Millares de obras se han escrito sobre la objetividad en historia, tema difícil y complicado si los hay. ¿Acaso se plantea, por ventura, con especial intensidad para el contemporaneísta?

En mi opinión, la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Con información generalmente incompleta, aunque abundante, y escasa distancia al objeto de la investigación, para ser objetivo el contemporaneísta debe extremar su humildad. Es decir, ha de estar en permanente disposición de reconocer los propios errores y ha de mantener una postura abierta a la rectificación.

Naturalmente, cabría argüir que todo esto forma parte del conjunto normal de las características que deberían presidir la labor de todo investigador genuino. Esta afirmación, a mi entender, es correcta. Lo que ocurre es que el contemporaneísta tiene una especial necesidad de cuidar y desarrollar tales cualidades y ello por la simple razón de que, en el trabajo sobre procesos históricos relativamente recientes, las posibilidades de no identificar toda la verdad documentable son, simplemente, más numerosas.

Sobre temas y períodos alejados se dispone, en efecto, de un gran volumen de trabajos e interpretaciones científicos previos. Generaciones de investigadores se han volcado, por ejemplo, sobre la revolución francesa, en la cual los “hechos” son suficientemente conocidos. Hay, con respecto a la misma, distancia y proliferación de exégesis.

Pero ¿sería posible insinuar algo similar con respecto a otras dimensiones del pasado inmediato? Plantear la pregunta en estos términos equivale a responderla con la negativa. ¿Sabemos ya todo lo que hay que saber sobre la transición? ¿Conocemos ya suficientemente todo lo que llevó al colapso de la Unión Soviética? El holocausto es un tema que, por la brutalidad que subyace al frío asesinato industrial de 6 millones de personas, está ampliamente estudiado. Pero ya ha llegado a Occidente la documentación conservada en los archivos de los antiguos países del Este y con ella se han abierto nuevas dimensiones y nuevas responsabilidades.

Forma parte integrante del análisis histórico del pasado inmediato el que siempre quede por desbrozar un camino más o menos largo y arduo hasta llegar a disponer de interpretaciones que resistan el paso de los años. Y no necesito, creo, recalcar que la necesidad de tal desbroce aumenta tanto más cuanto más nos acerquemos al presente.

De aquí que el problema de la objetividad imponga una necesidad absoluta. Para abordarlo, que no resolverlo, el historiador tiene que evitar, en la medida de lo posible, el dejarse arrastrar por sus propios pre-juicios (políticos, ideológicos, culturales, sociales). Ahora bien, dado que éstos son difíciles, cuando no imposibles, de erradicar la regla de oro a seguir es que el contemporaneísta se atenga, en la mayor medida posible, a la evidencia, como si actuase de juez o de forense. La evidencia debe valorarla e interpretarla de acuerdo con los principios reconocidos de la exégesis histórica, en el marco de un esquema ideológico y epistemológico explícito.

Así, pues, me atrevería a afirmar que la historia es objetiva en la medida en que sea ciencia, es decir, en la medida en que emplee una metodología que permita llegar a conclusiones, siempre provisionales, que pueden ser objeto de verificación y de refutación interpersonales.

Citaré, en este punto, a un historiador alemán, Thomas Nipperdey. “Hoy partimos del supuesto, —afirma—, de que la disciplina histórica es parte de las ciencias. Los historiadores pertenecen a la scientific community. Esto significa que las afirmaciones que hagan como tales historiadores son afirmaciones científicas. No son subjetivas. No son, simplemente, convicciones u opiniones. Pretenden ser objetivas, es decir, contener verdad sobre el pasado. Son afirmaciones comprobables, verificables, comunicables”. Yo añadiría simplemente: si no son esto, no son ciencia.

Y ello, precisamente, me lleva al cuarto y último problema: ¿cómo escribir científicamente sobre temas contemporáneos?

 

d) La historia contemporánea como ciencia

Southworth aplicó un enfoque preciso. El trabajo será más o menos científico en la medida en que tenga validez intersubjetivamente, es decir, en la medida en que todos los que participan en la discusión científica puedan contrastar, o no, las afirmaciones que contenga, en base a los métodos y reglas que impulsan el progreso de la ciencia. El buen contemporaneísta  debe estar especialmente abierto a la crítica de la comunidad científica. Sus conclusiones deben ser validadas y pasar la prueba de fuego de la confrontación con un abanico cada vez más amplio de fuentes, en la medida en que éstas vayan abriéndose o resultando disponibles. Si no, no serán ciencia.

Un trabajo tendrá mayor densidad científica en tanto en cuanto mejor soporte la comparación con trabajos ulteriores, que normalmente se basarán no solo en un más amplio abanico de fuentes sino en algo de lo que habrá carecido el historiador precedente: más distancia, que afina el sentido para la percepción de procesos, continuidades y discontinuidades y el significado de los desbroces anteriores.

La investigación histórica en materia contemporánea debe, para Southworth, guardar la relación más estrecha posible con las fuentes. Ni que decir tiene que estas no deben manipularse, tergiversarse, sesgarse o cortarse –actividades escasamente inocentes en las que recaen no pocos polemistas o personas que escriben para “demostrar” algo a lo que están enganchados, ya sea por motivos políticos, ideológicos o crematísticos. Tal relación abre la puerta a la posibilidad de una mayor objetividad, aunque no la asegura por sí sola. La objetividad se perfecciona en un proceso interindividual. El trabajo del contemporaneísta tiene, pues, un fuerte componente de exploración, de hipótesis. Los resultados son parciales y no permanentes. Son también revocables por la crítica científica interpersonal.

Para Southworth el distanciamiento a crear con respecto a la guerra civil fue un tema importante. En primer lugar, porque durante la misma había desarrollado una labor propagandística no despreciable en Estados Unidos en favor de la República. En segundo lugar, porque la guerra de España fue, para él, su propia guerra, que había visto prolongada en el segundo conflicto mundial y durante el cual había trabajado para los servicios de información norteamericanos. Y, en tercer lugar, porque después, como hombre de negocios, había tenido que entrar en frecuente contacto con grandes personalidades de los medios comerciales y financieros españoles durante el régimen de Franco. Esto le había proporcionado una experiencia directa del elevado grado de corrupción que rodeaba las transacciones económicas en un país embrutecido por la escasez, el intervencionismo y la arbitrariedad administrativa.

¿Cómo resolvió Southworth tal problema? A través de dos procedi­mientos paralelos:

En primer lugar, dando fé de sus simpatías y preferencias públicamente. Southworth se declaró, desde su primer libro, antifranquista y pro-republicano comprometido. Nunca disimuló la repugnancia que le inspiró el papel de la Iglesia Católica durante la guerra y después. Tampoco ocultó su combatividad intelectual antifascista. Lo que antes he denominado pre-juicios que gravitan sobre la labor del contemporaneísta es algo que Southworth nunca relegó al cajón de los sobreentendidos. Al contrario, exhibió sus aprioris sin vergüenza alguna. Nunca se refugió en un academicismo estéril.

En segundo lugar, aplicó un cuidado exquisito al análisis textual y de fuentes. Algunas de sus obras resultan en ocasiones de incómoda lectura, tanta es la pormenorización a que llega el aparato crítico y de referencias. Esto se le ha reprochado con frecuencia, sobre todo por autores que no aplican su regla de oro o que no están acostumbrados a la investigación sobre fuentes y evidencia primarias de época. Nunca las tergiversó o truncó, algo que no podría decirse de muchos de sus críticos.

¿Cómo atacó, en consecuencia, el problema de la sobreinformación? A través de la jerarquización de fuentes y de su contextualización pues el abanico en que basó algunos de sus más importantes trabajos fue muy considerable. El aparato bibliográfico de El Mito de la cruzada de Franco comprende más de 600 títulos y su Destrucción de Guernica está apoyada en casi otros 400 títulos, amén de más de 150 periódicos y revistas, con unas 550 páginas en formato 24×16. No son, pues, libros de bolsillo.

En relación con el tercer problema, ¿fue  Southworth un historiador objetivo?  Sus detractores, y tuvo muchos, contestarían con un no absoluto y sin paliativos. Mi postura es muy diferente. Dirigió dardos acerados contra otros autores que, en su opinión, se habían plegado a conveniencias políticas, ideológicas o comerciales (lo que imputó, por ejemplo, a Burnett Bolloten o Julián Gorkin) y no escatimó su menosprecio hacia los propagandistas franquistas (entre los cuales figuró destacadamente Ricardo de la Cierva, quien siempre le respondió con el insulto personal a falta de mejores argumentos).

Una vertiente de polemista, innegable, no obstruyó la labor de Southworth como historiador que sostuvo ante tribunales exigentes. Suele olvidarse que su libro sobre Guernica está prologado por Pierre Vilar y que le sirvió para obtener un doctorado en Historia por la Sorbona, ciertamente no una universidad desconocida y sin duda mucho más dura que cualquiera española durante la larga etapa del franquismo o incluso después.

Fue el propio Pierre Vilar, en el mencionado prólogo, quien, en mi opinión, dio en el blanco. Southworth fue un historiador objetivo apasionado, con una actitud clara: siempre dio a conocer cuál era ésta (los “pre-juicios”) pero siempre creyó firmemente que un análisis sólido era la mejor manera de confirmarla y de verificarla. Southworth escribió con voluntad científica. Sus afirmaciones son contrastables. Fue, también, un historiador cauteloso. Estableció hipótesis. Allí donde no podía sostenerlas documentalmente lo destacó. Su trabajo está abierto a la crítica intersubjetiva. Su razonamiento también. Se cuidó mucho de exponerlo de forma clara y, en ocasiones, rotunda. En esta edición mencionamos a un autor, acerbo crítico de Southworth, de quien no podría decirse, en mi opinión, lo mismo.

Toda la obra de Southworth estuvo orientada por el deseo de rebatir las tesis esenciales de una gran parte de la historiografía de la guerra civil generada durante el franquismo. Ya en su primer libro, El mito, destacó las más importantes:

a) La guerra civil fue una cruzada en la que se luchaba no sólo por España y su civilización cristiana sino también por todo Occidente.

b) En consecuencia, la España de Franco no fue nunca un socio genuino de las potencias fascistas. Las relaciones que existieron entre la Alemania nazi, la Italia mussoliniana y la España sedicentemente nacional fueron circunstanciales.

c) La guerra civil no fue el preludio del segundo conflicto mundial. Fue el capítulo epopéyico inicial de la gran confrontación de nuestra época, la lucha contra el comunismo ateo.

Tales tesis no sirvieron tan solo para lavar el cerebro de varias generaciones de españoles. Tuvieron un papel mucho más importante: cimentaron la autocomprensión de la dictadura y apuntalaron sus esfuerzos para auto-perpetuarse, tras el colapso violento de los regímenes fascistas.

Así, pues, la obra de Southworth ha de ubicarse en el corazón mismo de la dinámica ideológica y estratégica que el franquismo utilizó para sobrevivir. Gernika fue uno de sus soportes esenciales.  Southworth aplicó a su trabajo la máxima clásica del “conoce a tu enemigo”. Nunca la disimuló. Nunca la encubrió. Fue un historiador objetivo, apasionado y vitalmente antifranquista.

¿Cómo se ha mantenido la obra de Southworth? ¿Cómo ha resistido el paso del tiempo? La respuesta a estas preguntas debe ser diferenciada.

El mito de la cruzada de Franco es la fotografía de un momento intelectual preciso en la evolución de las interpretaciones de la guerra civil auspiciadas por el régimen franquista. Como tal, sigue teniendo validez: los dos antagonistas principales de Southworth en aquella obra primeriza, Rafael Calvo Serer y Vicente Marrero, destacados opusdeístas aunque con posteriores trayectorias políticas divergentes, vieron hechas trizas su reputación e integridad intelectuales. No serán muchos los que lo lamenten.

Ahora bien, como ya Southworth preveía, el acercamiento del régimen a Europa, impondría una visión más diferenciada y menos cruda a la historiografía ulterior. En ello desempeñó un papel muy importante el entonces ministro de (Des)información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, y por derivación el jefe de la Sección de Estudios de la Guerra de España, el entonces técnico de Información y Turismo Ricardo de la Cierva.

El segundo de los libros, Antifalange. Estudio crítico de Falange en la guerra de España de Maximiano García Venero, publicado también por Ruedo Ibérico en París en 1967, ha resistido peor el paso del tiempo. Y ello no es de extrañar. En Antifalange, Herbert pagó el tributo más preciado del contemporaneísta: el de comprobar cómo la investigación ulterior, con un abanico de fuentes más amplio, supera las percepciones o los análisis de un trabajo determinado.

No es éste, por fortuna, el caso de su tercer libro: La destrucción de Guernica. Periodismo, diplomacia, propaganda e historia, publicado también por Ruedo Ibérico, primero en francés en 1975 y luego en castellano, en París y Barcelona, en 1977, el mismo año en que se celebró el simposio del 40 aniversario al que aludí en un principio. Se trata de la pieza fundamental de la labor de Southworth como historiador. En los parámetros en que la definió es una obra que, en su conjunto, no ha sido superada. Con ella disparó un torpedo demoledor en la línea de flotación de la historiografía profranquista. No es de extrañar que su trabajo diese origen a una fuerte controversia y atrayera contra su autor los rayos jupiterinos que desde su aparición se le lanzaron y continúan lanzándosele hasta la fecha. Adoptaron dos formas esenciales: el desprecio y el ninguneo. Está por llegar el autor que haya invalidado documentalmente sus conclusiones, por muy provisionales que fuesen. El libro desmontó un mito debilitado y desprovisto de capacidad de movilizar titulares, si bien todavía no pudo agotar el porqué de la destrucción y, sobre todo, el tema central de las responsabilidades aunque se acercó bastante a lo que la historiografía ulterior ha puesto de relieve.

Southworth dirigió su obra contra lo que más daño haría al franquismo. A saber, las razones estructurales del montaje, mantenimiento y adaptación de toda una sarta de embustes: desde la negación de la autoría, pasando por los reajustes imprescindibles que imponían el paso del tiempo y la aparición de nuevas fuentes documentales, especialmente alemanas, hasta la evasión de las responsabilidades. Para ello analizó en primer lugar las condiciones del acontecimiento, en la medida en que lo permitía la literatura histórica y la testimonial. Tres fueron las preguntas a las que intentó dar respuesta: ¿cómo fue destruida Gernika?, ¿por quién? y ¿por qué?

A lo largo de ocho años de trabajo, el tratamiento analítico fue ubicándose en una dimensión hasta entonces poco tratada: el origen, evolución y subsistencia de la controversia, privada (diplomática) y pública, en los medios de comunicación de masas y en la literatura, desde 1937 hasta el tardofranquismo. Southworth la enfocó desde sus coordenadas esenciales: a saber, la justificación moral de la guerra civil ofrecida, e impuesta, por los sublevados y trompeteada al mundo entero. El Guernica enlaza, por consiguiente, en línea directa con la temática cara al autor y que ya había plasmado claramente en su primer libro.

Bajo la presión del análisis de los hechos, de su contextualización crítica, y de la hermenéutica histórica, la obra terminaría englobando una reflexión profunda sobre la manipulación de la información, el periodismo en tiempos de guerra o el manejo de la propaganda y de la desinformación. Son éstos aspectos que nunca se habían estudiado en conexión con el caso de Gernika y que tienen una validez intemporal. En la guerra, se ha afirmado con acierto y razón, la primera víctima es la verdad.

Un personaje tan fuera de toda sospecha como Jim Baker, secretario de Estado con George Bush Sr, no pudo por menos de sorprenderse ante el “despiste” de los corresponsales en la primera guerra del Golfo: desmoralizados, manipulados, rebasados a todo momento por las autoridades militares (The Guardian, 26 de enero de 1991). Si esto ocurría hace tan sólo poco más de veinte años en un conflicto mantenido por una coalición plurinacional y de países más o menos democráticos, amparados por una resolución habilitante del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ¿qué no decir de la manipulación de la información en un régimen campamental y militarizado como fue el bando franquista durante la guerra civil?

En esta perspectiva, Southworth, enfocando toda su capacidad crítica sobre un acontecimiento singular, escribió una obra que supera el marco estricto de la guerra de España para dotarla de una proyección universal. De las tres preguntas que se planteó al comienzo de su investigación el libro ofrece una clara respuesta a las dos primeras, en base a un denso aparato crítico de la base documental y testimonial. La tercera pregunta, el porqué de la destrucción, tuvo como respuesta una hipótesis bastante plausible: la de que el bombardeo fue, esencialmente, el resultado de una colusión entre el mando franquista y la Legión Cóndor inducido por el primero.

Es esto lo que llevó a otro autor bien conocido, Phillip Knightley (Sunday Times, 6 de noviembre de 1977) al recensionar la versión en inglés de la obra, a mostrarse impresionado por la honestidad intelectual de Southworth. Knightley recalcó cómo Southworth reconocía paladinamente su ignorancia acerca de las razones últimas por las que la destrucción se efectuó tal y como se efectuó. Él suponía, después de tantos años de paciente reconstrucción, que probablemente lo fue porque el mando nazi-franquista quería, a través de un bombardeo con fines de destrucción masiva, quebrar la moral y la resistencia vascas y por ello subrayó con fuerza el tema de las víctimas del bombardeo, algo eludido hasta entonces en las versiones del régimen. Así abrió la puerta a ulteriores investigaciones.

En su primera carta sobre Edipo, aquel autor maldito para la jerarquía eclesiástica que convirtió la rebelión de los militares en “Cruzada” por antonomasia, Voltaire, expuso un desiderátum al que Southworth se atuvo rigurosamente: “Hay que tener respeto para con los vivos. A los muertos les debemos solo una cosa: la verdad”.

Y, para Guernica, la verdad ha terminado imponiéndose, ya sea en la pintura como en la literatura, en la poesía como en la investigación. Gernika es una denuncia permanente del horror de la guerra que Picasso plasmó y que también describió, entre otros, Rafael Alberti en versos imborrables:

“Y embestiste con furia,/levantaste hasta el cielo tu lamento,/los gritos del caballo/y sacaste a las madres los dientes de la ira/con los niños tronchados/presentaste por tierra la rota espada del defensor caído,/las médulas cortadas y los nervios tirantes afuera de la piel, /la angustia, la agonía, la rabia…”

Los historiadores franquistas se la tenían jurada a Southworth desde la aparición del Mito y se lanzaron como fieras sobre la primera edición de la presente obra. Ya no era posible, como en los años cincuenta o sesenta, ignorar lo que se publicaba en el extranjero y, tras la desaparición de la censura, la importación de libros no estaba sometida a obstáculos mayores. La tónica general que inmediatamente adoptaron fue la de pasar por alto que la investigación de Southworth había sido objeto de un examen pormenorizado como tesis doctoral, presentada en la Sorbona en el curso 1974-1975, y que su director no fue un cualquiera sino Pierre Vilar, al que probablemente despreciaban tanto como a Southworth. Compárese este respaldo académico con los de sus más eminentes detractores, en particular Ricardo de la Cierva, doctor en Ciencias Químicas, o los innumerables militares y periodistas que pusieron, y siguen poniendo, a caldo a Southworth.

Como tesis doctoral, fue modélica. Como forma de abordar un problema historiográfico, también. A Southworth lo que le interesó siempre fue analizar la creación,  evolución y sostenimiento a rajatabla de un mito, no el vasco o el republicano o el de las izquierdas en general sino otro. Un mito franquista. El que negó la autoría alemana/italiana del bombardeo y achacó la destrucción a los propios republicanos, en particular a los dinamiteros “rojos”. Argumentó, con razón, que las necesidades ideológicas, políticas, sicológicas del régimen le incapacitaban para abordar el desmontaje de esta mentira fundamental. Fue, en consecuencia, un mito que sobrevivió a una dictadura que tuvo el soporte de los militares, de la Iglesia Católica y de una censura de guerra, aunque fuera aflojándose desde finales de los años sesenta.

La presente obra está totalmente agotada desde hace muchos años. La tirada inicial de Ruedo Ibérico fue relativamente pequeña (tan solo 2.000 ejemplares). Mientras tanto, ha entrado en escena una nueva generación de estudiantes y ciudadanos a quienes no ha llegado el análisis de la feroz controversia que agitó las mentes y los espíritus entre aquellos que se interesaban por la guerra civil y la España de Franco. Es una pena. En ella aparecen, en toda su perversa intensidad, los esfuerzos de denodados conservadores ingleses y franceses, “técnicos” de amplia cultura, libelistas de todo género y nombres poco ilustres hoy pero muy conocidos entonces en la derecha europea y norteamericana que marearon la perdiz durante varios decenios para apoyar el mito franquista por antonomasia: Gernika fue volada por los dinamiteros. El bombardeo fue algo incidental. Y apenas si hubo víctimas.

Cabría pensar que apenas si queda algo de ello en la literatura. Sería un error. Como los mitos esenciales nunca mueren sino que mutan, aspectos relevantes para el de Gernika continúan apareciendo en las  páginas de ciertos autores, en general bajo la pretensión de análisis “científicos”. Ni son “científicos” ni rompen con las bases esenciales del mito que ya expuso Southworth. Lo que son, son retoques. Ya advirtió nuestro autor cómo en los años terminales de la dictadura las tesis originales no pudieron sostenerse en su totalidad. Poco a poco, y no sin esfuerzo, se abandonó la más absurda, la de la destrucción de Gernika por los “vascos separatistas” o los “dinamiteros asturianos”, precisamente aquélla que en varias ocasiones el invicto “Generalísimo” se llevó repetidas veces a los labios en la dura postguerra española.

Se reconoció que la autoría fue alemana. ¡Un descubrimiento que llenará de gloria inmarcesible a quienes lo afirmaron en los años terminales del régimen! El Gobierno vasco, los republicanos y los corresponsales extranjeros que acudieron a la villa foral tras el bombardeo habían venido diciéndolo desde el día siguiente, 27 de abril de 1937. El reconocimiento fue, pues, algo tardío aunque, como el castizo dirá, “más vale tarde que nunca”. Eso sí, tal reconocimiento fue cualificado inmediatamente con explicaciones un tanto sui géneris.

Ricardo de la Cierva, historiador cortesano por excelencia  y biógrafo de Franco, salió a la palestra con la pintoresca idea de que los autores estaban en un grupo aéreo autónomo que había volado expresamente desde Alemania al País Vasco para arrasar la villa. Otros arguyeron que los alemanes habían obrado por su cuenta, saltándose a la torera la cadena de mando y las autoridades franquistas. Empezó a reconocerse, tímidamente, que en Gernika había habido muertos, pero no muchos. En la guerra se había indicado, en un informe oficial que jamás se hizo público en España mientras vivió Franco, un centenar. Treinta años más tarde del fallecimiento del simpar Caudillo algún experto ha llegado a admitir unos cuantos más. No muchos.

Es decir en cuanto se rasca un poco por debajo de la superficie, afirmaciones que se remontan al post-Gernika, mayo de 1937, afloran de nuevo, arropadas por argumentos “técnicos” tan sesudos como los que los mitógrafos de turno esgrimieron en la época. Gernika es la manifestación imperecedera del eterno retorno. Nada de esto es irrelevante hoy en día, sobre todo cuando el actual Gobierno, amparándose en la necesidad de los recortes financieros, ha hecho el esfuerzo de liquidar las magras aportaciones a la tarea de apoyar las exhumaciones de cadáveres en las “fosas del olvido” en que yace una parte de las víctimas del terror franquista. De aquí la conveniencia de republicar la obra de Southworth, como ejemplo y como testimonio. La batalla por la verdad no ha terminado. Continúa y continuará.

Bruselas, diciembre de 2012

 

Ángel Viñas es historiador y catedrático emérito de la UCM. Amigo y colaborador de Sin Permiso, en su incansable batallar por la verdad histórica del período de la Guerra Civil y el Franquismo, acaba de acumular a su ingente bibliografía la edición crítica del libro de Hebert R. Southworth, La destrucción de Guernica, en la editorial Comares (Granada, 2013)

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5807