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La Segunda República, pasado y futuro

Luis G.Naranjo. Público 14-04-2013 | 15 abril 2013

2012-12-01-DirectorGeneralMemoriaDemocratica01La Ley de Memoria Democrática de Andalucía actualmente se encuentra en fase final de elaboración

 

LUIS G. NARANJO, Director General de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía

El día 18 de Febrero de 1931, la monarquía de Alfonso XIII juega su última carta configurando un gobierno de concentración monárquica formado por los fragmentados partidos dinásticos. Las inmediatas elecciones municipales del 12 de Abril, previstas por este gobierno dentro de un plan de normalización institucional que supusiera al mismo tiempo el entierro de la dictadura primorriverista y la salvación de la propia monarquía, constituyeron por el contrario un profundo terremoto social y político que marcó todo el siglo XX español: las candidaturas de la Conjunción republicano-socialista (constituida el 20 de Octubre de 1930) triunfaron en 41 de las 50 capitales de provincia, haciéndose así con el voto más difícil de manipular por el caciquismo aun imperante en las zonas rurales. El sistema caciquil había fallado estrepitosamente por primera vez, y los notables alfonsinos, sorprendidos y deslegitimados por la magnitud del fracaso, tuvieron que aceptar el resultado electoral como un plebiscito a favor del regimen republicano. Nace así la Segunda República Española.

Para entender la Segunda Republica habría que comenzar por preguntarse lo que no fue, ya que el franquismo se ocupó de construir una serie de mitos y falsedades históricas para justificar el levantamiento militar contra un régimen legítimo. Esa visión pseudo histórica y desligitimadora se ha perpetuado con matices y eliminando las tesis mas burdas e insostenibles a lo largo del periodo democrático, de modo que sigue constituyendo la base de la visión colectiva que la gran mayoría de ciudadanos tiene sobre aquel régimen, quizás porque una imagen más ajustada y positiva de la república podría restar apoyos a la causa monárquica e incluso llevaría a algunos a preguntarse por qué nunca se celebró el referendum para dirimir la forma de estado, tal y como planteaba la Junta Democrática.

En primer lugar, la República no fue en ningún momento de su existencia un régimen revolucionario, en el sentido de pretender instaurar un sistema de economía socialista, o de sustituir el sistema de democracia liberal por otras fórmulas de representación política directa o asamblearia. En este sentido, dos datos esclarecedores: En la presentación del proyecto de nueva Constitución al Congreso de los Diputados, el socialista Jimenez de Asua, presidente de la Comisión parlamentaria responsable de su redacción, la definió como «de izquierda, pero no socialista, democrática, iluminada por la libertad y de un gran contenido social». Por otro lado, las propias elecciones a Cortes Constituyentes, celebradas el 28 de Junio, evidencian la composición sociológica de los nuevos representantes políticos: De los 470 escaños, apenas 30 diputados pueden considerarse obreros, mientras que el 81% eran funcionarios, profesores o ejercían profesiones liberales. Se trata pues de una clara mayoría pequeño burguesa, incluidos los intelectuales de la Agrupación al Servicio de la República.

La Republica no fue otra cosa que un sostenido empeño por realizar en poco tiempo la revolución democrático-burguesa que otros países de Europa Occidental habían acometido desde la segunda mitad del siglo XIX. Dicho de otro modo, se trataba de transitar de un régimen liberal oligárquico y preindustrial, basado en prácticas caciquiles, a un sistema sociopolítico moderno, que por un lado respondiera a la nueva sociedad urbana y dinámica que se había ido configurando en nuestro país desde inicios del nuevo siglo, y por otro redujera la enorme desigualdad estructural que caracterizaba las relaciones de clase, sobre todo en el medio rural. Esta es la base del pacto entre las clases medias urbanas, la pequeña burguesía intelectual y funcionarial, y amplios sectores de la clase obrera organizados política y sindicalmente. La República funciona así como un audaz proyecto profundamente reformista y transformador, que de un lado hunde sus raíces en la línea regeneracionista más crítica y en el noventayochismo más social (Azaña es un buen ejemplo de esto último), y por otro, en las posiciones de la Segunda Internacional, que asumen el reformismo y las conquistas laborales y sociales como pasos graduales que permitirían transformar el capitalismo desde dentro, socializando crecientemente las relaciones de producción y el propio sistema productivo. Un rápido repaso a las iniciativas legislativas del bienio progresista confirman plenamente la voluntad transformadora, en el doble sentido de modernización y justicia social: Los artículos 26 y 27 de la Constitución promueven la secularización de usos sociales (matrimonio, ceremonias públicas), el control estatal de actividades y asociaciones religiosas, la revisión del patrimonio nacional de una parte de los bienes eclesiásticos y la eliminación del control del clero en el sistema educativo.

Ante un ejercito obsoleto e hipertrofiado de mandos (84.000 elementos de tropa por 21.000 jefes y oficiales), se plantea la reorganización del ejercito de Africa, la reforma de la formación militar y la eliminación de la siniestra Ley de Jurisdicciones de 1906. Por su parte, Victoria Kent como Directora General de Prisiones lanza un ambicioso programa que consigue acabar con las condiciones infrahumanas que sufrían las mujeres presas, mientras el Ministerio de Educación, con escasos recursos, impulsa una profunda renovación del magisterio español y crea una digna red de escuelas e institutos públicos. La legislación sociolaboral intenta responder -sin conseguirlo plenamente- a las históricas reivindicaciones del movimiento obrero sindicalista, singularmente a las de base ugetista. Surgen así la Ley de Contratos de Trabajo de 21 de Noviembre de 1931, la Ley de Jurados Mixtos, el Seguro Obligatorio de Retiro Obrero, Seguro Obligatorio de Maternidad, Seguro de Accidentes de Trabajo, etc. La cuestión agraria -que tanta sangre y represión había costado ya al campesinado sin tierras, sobre todo en Andalucía- merece toda una batería de medidas: Decreto sobre laboreo forzoso, jornada de ocho horas para los jornaleros, autorización de arrendamientos colectivos, Decreto sobre prestamos que eran entregados por los ayuntamientos a pequeños propietarios y arrendatarios, y que estos devolvían tras la recogida de la cosecha…y, sobre todo, la trascendental Ley de Bases de la Reforma Agraria, de 9 de Septiembre de 1932.

Fue la oposición crecientemente radicalizada y organizada de las élites religiosas, militares, agrarias y financieras a este conjunto de iniciativas -que suponían para ellas la pérdida de privilegios seculares- la que llevó finalmente a la conspiración y al golpe de estado militar que, al fracasar parcialmente por la resistencia popular y política de la República, condujo a la guerra civil, al genocidio franquista sobre los republicanos y a la dictadura. En 1936 no existían ni las «dos Españas enfrentadas» de la mitología franquista, ni mucho menos la amenaza de una subversión o intento de revolución comunista, presuntamente auspiciada por la Tercera Internacional bajo la batuta de Stalin. Más todavía, sin la compra masiva a la Italia fascista de armas, combustible y munición, efectuada el mismo 1 de Julio por la trama cívico militar, el golpe de estado no se hubiera producido o hubiera fracasado a corto plazo, tal y como han demostrado las últimas investigaciones historiográficas de Angel Viñas y de Francisco Sánchez Pérez, entre otros. En cuanto al bulo de la conspiración comunista, profusamente difundido en toda Europa por toda una red de agentes, diplomáticos y eclesiásticos, fue eficazmente desmontado hasta la raíz por el historiador Herbert R. Southworth, ya en 1963. De modo más concreto, resulta esclarecedor el testimonio del entonces embajador estadounidense Claude Browers, nada sospechoso de izquierdismo, que afirma «A aquellos que fuera de España después tuvieron que escuchar con machacona insistencia la calumnia de que la rebelión era para impedir una revolución comunista, puede sorprenderles saber que durante tres años y medio nunca oí semejante sugestión de nadie, mientras, por el contrario, todos hablaban confidencialmente de un golpe militar».

La Ley de Memoria Democrática de Andalucía, que actualmente se encuentra en fase final de elaboración, recoge como uno de sus objetivos la construcción de una memoria veraz, científicamente actualizada y comprometida con los valores democráticos de lo que supuso para el pueblo español y andaluz el empeño de transformación de estructuras arcaicas y de lucha por una sociedad mas justa que constituye el legado esencial del régimen republicano. Este legado no ha prescrito, sigue vivo, de modo que el conjunto de valores y de actuaciones públicas que lo conforman puede servirnos sin duda para enfrentar y responder a los graves retos que se derivan tanto del evidente agotamiento del modelo político, territorial y económico surgido de la Transición, como por la profunda involución de las conquistas sociales y las prácticas democráticas impuesta por las nuevas élites político-económicas globales, en el marco de una crisis inducida por el capitalismo especulativo de predominio financiero.

La memoria de la Segunda República será fértil solo si se proyecta hacia el futuro. En este sentido, hay muchas cosas que recuperar como herramientas útiles en la defensa de los derechos de «los trabajadores de toda clase y condición», que de forma tan hermosa abren el articulado de la Constitución de 1931. Por ejemplo, la política económica expansiva, de control bancario y de creciente presencia pública con la que la República combatió la gran crisis de los años 30, absolutamente en las antípodas de lo que hoy imponen los mandatarios globales y la derecha española, como sucursal local. Además, la consideración de la austeridad y el respeto a lo público como algo consustancial al ejercicio democrático del poder, empezando desde luego por una Jefatura del Estado responsable de sus actuaciones ante el cuerpo electoral. Sobre todo, la diferencia radical entre la situación actual y el periodo republicano consiste en la forma de entender y de practicar el ejercicio de la acción política. Frente a la simple gestión de lo existente, la connivencia acomodada con los intereses dominantes, o la consideración del poder político como una oportunidad de medro personal, la Política con mayúsculas del primer bienio republicano y del Frente Popular de 1936 supuso la generación de un inmenso impulso público y colectivo que -en condiciones adversas, sin apenas recursos y con la oposición de los grupos privilegiados- intentó y en alguna medida consiguió cambiar la realidad en beneficio de la mayoría social. Esta concepción de la Política como arma para transformar el mundo, para defender y para avanzar en el bienestar y en la felicidad de los que crean, producen y trabajan ¿puede servirnos aquí y ahora? Pues eso fue la República, y eso puede volver a ser si libremente lo decidimos.

http://www.publico.es/453631/la-segunda-republica-pasado-y-futuro