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El arte de caer siempre de pie

Manuel Vicent. Babelia, 02-11-2013 | 12 noviembre 2013

aznar1Del tradicionalismo español al pensamiento de Sabino Arana, el periodista Manuel Aznar pasó por todos los bandos

 

QUIEN A LOS 20 AÑOS no es de izquierdas no tiene corazón; quien a los 40 años sigue siendo de izquierdas no tiene cabeza”. Esta célebre frase atribuida a Winston Churchill es la divisa de todos los tránsfugas políticos y da patente de corso a los pescadores en el río revuelto de la historia. Pero una cosa es crecer, madurar y evolucionar dentro de una lógica, un destino inevitable del espíritu, y otra dar saltos mortales en cualquier dirección buscando siempre la mejor garita solo para medrar. El periodista Manuel Aznar Zubigaray, nacido en Echalar, en 1894, hijo del organista y sobrino del párroco del pueblo, a lo largo de su vida pasó por todas las ideologías posibles y lució chaquetas de todos los colores con una naturalidad pasmosa hasta el punto que podría servir de patrón y modelo de muchos políticos, líderes de opinión y otros tragaldabas ideológicos, quienes dando tumbos desde las posiciones más iconoclastas del marxismo leninismo, incluido el pistolerismo, se presentan hoy en público, con mayor o menor fortuna, como abanderados del neoliberalismo, del nacional catolicismo, del independentismo, o del patriotismo español al ajo arriero. El camino inverso suele ser muy raro, reservado solo a algunos locos de remate.

En 1912, como aprendiz de periodista, Manuel Aznar comenzó a escribir en el periódico integrista español La Tradición Navarra, en Pamplona. Poco después se presentó en Bilbao con uniforme de soldado de cuota, dispuesto a realizar su primer salto mortal. Sin que nadie halle explicación, de la noche a la mañana, sin tocar banda, abandonó el más rancio tradicionalismo español, quedó abducido por el pensamiento de Sabino Arana y se enroló como redactor de Euzkadi, el órgano oficial del nacionalismo vasco más radical. Como buen neófito converso tuvo que hacer méritos. Manuel Aznar escribió una obra dramática, El jardín del mayorazgo, estrenada en el domicilio social de la Juventud Nacionalista Vasca y en el teatro Los Campos Elíseos de Bilbao, donde se explayó con furiosos insultos y escarnios contra España cuya violencia llegó a escandalizar a sus propios correligionarios, quienes le obligaron a retirarla de la cartelera por haberse pasado de rosca y temer un desaguisado público. Manuel Aznar se casó en Bilbao con Mercedes GómezAcedo y tuvo un hijo, al que impuso el nombre vasco de Imanol.

 

En el diario Euzkadi escribía de deportes sin otra obligación que la de ensalzar las gestas del Athletic hasta que en la Primera Guerra Mundial fue nombrado corresponsal en el frente cuyas crónicas le hicieron famoso porque las realizaba tranquilamente sin salir de Bilbao, firmadas con el seudónimo Gudalgai, que en euskera significa recluta. Debió de tener talento y desparpajo. De hecho alcanzó cierto prestigio como cronista de guerra hasta el punto que, años después, en el Ateneo de Madrid en un acto en honor del mariscal Joffre, vencedor de la batalla del Marne, este periodista, corresponsal impostor, se permitió dar algunas lecciones de estrategia y corregir al propio protagonista en su presencia, según cuenta Indalecio Prieto en el perfil La ficha de un perillán, escrito contra Aznar con toda la mala baba. Estas crónicas militares desde el frente no le impedían asistir cada tarde a la tertulia del café Lyon de Bilbao junto con Unamuno, Ramón de Basterra, Sánchez Mazas, Julián Zugazagoita y otros famosos personajes del periodismo de la época, a quienes, sin duda, también explicaría el pormenor de cualquier batalla ante una zarzaparrilla.

La hoja de ruta de Manuel Aznar volvió a dar un nuevo tumbo ideológico de 180 grados cuando Nicolás María de Urgoiti, dueño de la Sociedad Papelera Española, apareció por Bilbao y el periodista le hizo una entrevista. Este prohombre, que pronto se convertiría en magnate de la prensa, debió de quedar encantado, incluso admirado por la perspicacia del redactor, ya que se lo llevó a Madrid y en 1918 lo nombró director de El Sol, el periódico que iba a fundar bajo los auspicios de Ortega y Gasset. Manuel Aznar con grandes dotes de equilibrista abjuró del abrupto nacionalismo vasco y esta vez la vuelta al españolismo fue más pastueña. Se trataba de olvidar su pasado de agrio integrista navarro para edulcorarse con un caldo intelectual conservador madrileño. Dirigir aquel periódico, que era el crisol de las mejores firmas del momento, no podía hacerse sin talento o al menos sin mucha cintura.

Pero además de periodista Manuel Aznar era un aventurero. Cuando por luchas intestinas perdió la dirección de El Sol, dejó a su mujer Mercedes y a su hijo Imanol en Madrid y emprendió viaje a México en busca de fortuna y en el barco durante la travesía se empató en amores con la baronesa de Alcahalí, una peligrosa valenciana que ya había enamorado al cardenal Benlloch, pasajero del mismo navío, proclive a saltarse el voto de castidad, según las malas lenguas. En México, Manuel Aznar se hizo socio de la baronesa en un negocio de cajas de cerillas que llevaban en la tapa el retrato del presidente Obregón, si bien algo hubo de torcerse porque debido a un escándalo financiero tuvo que poner rumbo a La Habana donde poco después apareció dirigiendo el famoso Diario de la Marina, diario de mucho prestigio.

Manuel Aznar regresó a España para dirigir de nuevo El Sol cuando ya soplaban aires de cambio. Entonces todavía era un monárquico de Romanones, pero al declararse la República, como es lógico, se hizo republicano, se convirtió en acérrimo azañista y luego se pasó al bando de su enemigo Miguel Maura. De pronto en medio del incendio de la guerra civil se pasea por Madrid vestido con mono de miliciano, puño en alto, miembro del Comité colectivizador de la compañía de tranvías. Sintiéndose amenazado de muerte por los cenetistas, gracias a sus dotes de camaleón, logró que lo enrolaran en una delegación a Bruselas para tratar asuntos de la compañía, pero en París dio esquinazo a sus camaradas y decidió volver a Echalar, territorio dominado ya por las trapas franquistas. Sus antecedentes nacionalistas levantaron sospechas entre los falangistas que le obligaron a huir de nuevo a Francia para salvar el pellejo. Desde allí, como hiciera en la Primera Guerra Mundial, comenzó a mandar unas crónicas encendidas de las victoriosas batallas del ejército nacional que describía de memoria.

Confiado en que estos fastuosos elogios al genio de Franco le ampararían, sin más bagaje que su pluma mojada en mermelada se atrevió a presentarse en Burgos donde fue encarcelado y condenado a muerte. Una vez más tuvo que valerse de su arte de embaucador para alcanzar el perdón del Caudillo. Lo consiguió sobradamente. Con las tropas del general Yagüe, junto con Josep Pla, entró en Barcelona, se incautó La Vanguardia que dirigió en el primer momento y de esta forma comenzó la ascensión de Manuel Aznar Zubigaray en la España nacional donde alternó la camisa azul de falangista con la casaca diplomática. Repleto de cargos y honores escribió La Historia de la Cruzada para convertirse en el narrador oficial de todas las hazañas militares franquistas, desde El Alcázar no se rinde hasta lo que haga falta, la Hispanidad de Serrano Suñer, la agencia Efe, el Diario Vasco, la representación ante las Naciones Unidas, la Embajada de Argentina para llevar la antorcha de la gloria a la cima a la hora de entrevistar a Franco, ese hombre en la película de Sáenz de Heredia donde llenó de mermelada de arriba abajo al dictador. Su hijo Imanol fue un respetado hombre de la radio. Su nieto, José María Aznar, ha sido presidente del Gobierno español. Algún gen heredó este político de su abuelo, puesto que de falangista y contrario a la Constitución se convirtió, de la noche a la mañana, en demócrata de toda la vida.