El «holocausto ideológico» de Franco: 296 campos de concentración por los que pasaron casi un millón de españoles
El periodista e investigador Carlos Hernández publica este jueves ‘Los campos de concentración de Franco’MADRID ALEJANDRO TORRÚS
El periodista e investigador Carlos Hernández publica este jueves ‘Los campos de concentración de Franco’, un exhaustivo estudio del sistema represivo creado por los golpistas del 17-18 de julio de 1936.
En la España de Franco no hubo cámaras de gas. Tampoco se ideó una ‘solución final’ para acabar con los judÃos o con los gitanos. No. La España de Franco tampoco ideó un plan para invadir a los paÃses vecinos ni vistió de rayas a sus prisioneros. Franco no era Hitler. Pero habÃa similitudes. En la España de Franco lo que hubo fue un «verdadero holocausto ideológico». «Una solución final contra quienes pensaban de forma diferente».
Asà lo expresa el periodista Carlos Hernández de Miguel que este jueves publica Los campos de concentración de Franco (Ediciones B), una investigación de tres años en los que al autor documenta y explica, como nunca antes hasta la fecha, el sistema represivo y de concentración creado por los golpistas del 17-18 de julio de 1936 y que pervivió, aunque en una versión suavizada en algunos aspectos, «hasta después de la muerte del tirano en noviembre de 1975».
Y es que para los golpistas, la Guerra Civil tuvo en muchos aspectos poco de guerra y mucho de depuración ideológica. AsÃ, los campos de concentración franquistas nacieron apenas 24 horas después del golpe de Estado como parte de un «plan preconcebido por los sublevados» con el objetivo de «sembrar el terror y eliminar al adversario polÃtico». El propio general Franco dejó dicho que en una guerra como la que vivÃa España era preferible «una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria» que una rápida victoria militar «que deje al paÃs infectado de adversarios».
AsÃ, la idea que más se repetÃa era la de «limpieza». «Limpiad esta tierra de las hordas sin Patria y sin Dios», dirÃa José MarÃa Pemán, intelectual y propagandista de los sublevados. El general Mola, en sus directrices previas al golpe, pidió «eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones….». El objetivo también lo señaló el general navarro: «El exterminio de los enemigos de España». El oficial de prensa de Franco, Gonzalo de Aguilera, de hecho, puso número a esa «limpieza». Según sus cálculos, habÃa que «matar, matar y matar» hasta «terminar con un tercio de la población masculina de España».
El primer paso para ejecutar esta limpieza fue la creación de campos de concentración. Durante los primeros meses de guerra, cada comandante militar de cada provincia y cada general al mando de una unidad fueron abriendo campos en el territorio de su influencia. Solo a partir de julio de 1937, con la creación de la Inspección General de los Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP) por parte de Franco se comenzó a «centralizar la gestión». El impacto de esta orden de Franco, sin embargo, fue limitada. Cada general querÃa hacer y deshacer en sus respectivos campos de concentración. En ellos, no habÃa prisioneros de guerra. No. HabÃa «forajidos», «hordas de delincuentes» y «animales». El franquismo habÃa negado a sus enemigos hasta los derechos de la Convención de Ginebra.
¿Pero cuántos campos de concentración hubo en la España de Franco? Hay dos respuestas a esta pregunta. La primera respuesta la aporta Carlos Hernández, autor también de la obra Los españoles de Mauthausen: «Solo hubo uno y se llamaba España. La nación entera, a medida que fue siendo conquistado su territorio por las tropas rebeldes, se fue convirtiendo en un gigantesco recinto de concentración. Un recinto en el que, inicialmente, todos sus internos eran culpables».
La segunda respuesta la aporta el mismo autor con su investigación exhaustiva de los últimos tres años: 296 campos de concentración repartidos por todo el Estado con AndalucÃa y la Comunidad Valenciana a la cabeza de este ránking de la infamia. El primero de ellos, de hecho, se abrió apenas 48 horas después del golpe de Estado del 17-18 de julio en Zeluán, a unos 25 kilómetros al sur de Melilla, en el antiguo protectorado de Marruecos, donde comenzó el golpe.
También, el campo de fútbol del Viejo ChamartÃn, donde jugaba el Madrid, se convirtió en un campo de concentración. Y el Stadium Metropolitano, donde disputaba sus partidos hasta 1966 el Club Atlético de Madrid. Las plazas de toros de la mayorÃa de localidades del paÃs, como la de Las Ventas (Madrid), la de Alicante, la de la Manzanera en Logroño o la de Baza, en Granada, fueron convertidas en campos de concentración. Igualmente muchos edificios religiosos también fueron utilizados con este fin. ¿Ejemplos? El  Monasterio de San Salvador en Celorio (Asturias), el Monasterio de la Merced en Huete (Cuenca), el de la Caridad, en Ciudad Rodrigo (Salamanca) o el de San Clodio, en Ourense, hoy convertido en un hotel & spa.
Por todos estos pasaron circularon entre 700.000 y un millón de españoles, según ha estimado el autor de la obra. ¿Y cuántos murieron en ellos? Asà responde Hernández de Miguel: «El número de vÃctimas directas supera con creces los 10.000 y el de indirectas es incalculable si tenemos en cuenta que los campos fueron lugar de tránsito para miles y miles de hombres y mujeres que acabarÃan frente a pelotones de fusilamiento o en cárceles que especialmente en los primeros años de la dictadura fueron verdaderos centros de exterminio».
«Exterminio también porque los cautivos apenas recibÃan comida y no disponÃan de las más mÃnimas condiciones higiénicas ni sanitarias. En lugares como Albatera (Alicante), la plaza de toros de Teruel o el campo de fútbol del Viejo ChamartÃn, en el que jugaba el Real Madrid, hubo miles de hombres y centenares de mujeres muriéndose literalmente de hambre. En Orduña (Vizcaya), Medina de Rioseco (Valladolid), Isla Saltés (Huelva) o San Marcos (León) perecÃan de tifus exantemático, pulmonÃas y tuberculosis», cuenta el libro.
El primer objetivo de estos campos, además de infundir el terror a toda la población, era clasificar a los cautivos. Para ello, crearon una suerte de tres categorÃas: «asesinos y forajidos o enemigos de la patria española», que debÃan ser fusilados o condenados a largas penas; los «bellacos engañados», que podÃan ser «reeducados mediante el sometimiento, la humillación, el miedo y los trabajos forzados»; y, por último, los «simples hermanos», considerados ‘afectos’ al Movimiento y que eran liberados o incorporados a las filas del Ejército franquista.
Los fusilamientos, de hecho, se produjeron sin ningún tipo de control durante los primeros meses. Después, se fueron organizando los juicios sumarÃsimos donde se condenaba a muerte a 20 o 30 presos a la vez. Pero, además, de ser el escenario de una «selección ideológica» y de «lugar de exterminio», los campos sirvieron como lugar de «reeducación». «Franco apostó por eliminar a los irrecuperables y tratar de sanar al resto mediante el sometimiento, la humillación, la propaganda y el lavado de cerebro». ¿Cómo funcionaba esta reeducación?
«Los cautivos eran sometidos a un proceso de deshumanización. Despojados de sus pertenencias más personales, la mayor parte de las veces eran rapados al cero e incorporados a una masa impersonal que se movÃa a toque de corneta y a golpe de porra. Las condiciones infrahumanas en el campo les degradaban psicológicamente desde el primer momento», escribe Carlos Hernández.
En estas condiciones, los presos eran obligados a formar un mÃnimo de tres veces al dÃa, cantar el Cara al sol y otros himnos franquistas y rendir honores a la bandera rojigualda haciendo el saludo fascista a la romana. Asimismo, la ICCP ordenó que en los campos se impartieran diariamente dos horas diarias de charlas de adoctrinamiento con temas como Errores del marxismo, Los fines del judaÃsmo, la masonerÃa y el marxismo o El concepto de España imperial.
«La Iglesia jugó un papel fundamental en esta tarea ‘reeducativa’. En los campos de concentración se reflejó claramente la identificación absoluta de métodos y objetivos entre esta institución, los golpistas y la posterior dictadura. A diferencia de lo que ocurrÃa con la figura del médico, la del capellán nunca se echó de menos en estos recintos. Generalmente con el mayor de los ardores, los sacerdotes lanzaban agresivos y amenazantes sermones a los prisioneros y ejercÃan de profesores en las clases patrióticas», relata Carlos Hernández.
La libertad que no llega
El 1 de abril de 1939, hace ahora casi 80 años, Franco dio por concluida la Guerra Civil con aquel mensaje radiofónico de «cautivo y desarmado el Ejército rojo han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares». Sin embargo, la paz no llegó. En ese preciso momento, el número de españoles en campos de concentración superaba «holgadamente» el medio millón, según los cálculos de Hernández. Muchos otros continuaban presos, pero ahora en batallones de trabajadores.
En noviembre de 1939, de hecho, Franco ordenó cerrar la práctica totalidad de los campos de concentración. De la noche a la mañana numerosos recintos pasaron a depender de la Dirección General de Prisiones o de otras instituciones. En algunos de ellos se evacuó a quienes no habÃan sido juzgados y solo permanecieron los internos que cumplÃan condena. En otros establecimientos, por el contrario, solo se procedió al cambio de denominación oficial.
Los ciudadanos que consiguieron abandonar el campo de concentración con vida tampoco alcanzaron la libertad definitiva y real. Cientos de miles de hombres y mujeres siguieron siendo prisioneros durante décadas en las localidades en las que residieron.
«Un buen porcentaje de ellos volvieron a ser detenidos, encarcelados o fusilados tras ser sometidos a nuevos procesos judiciales. Quienes estaban en edad militar tuvieron que hacer la ‘mili de Franco’, iniciando un nuevo perÃodo de cautiverio y trabajo esclavo. Todos, casi sin excepción, permanecieron para siempre vigilados y marginados social y económicamente: los empleos y los nuevos negocios fueron solo para quienes habÃan combatido en las filas del Ejército vencedor», concluye Carlos Hernández. La guerra habÃa terminado. Ahora comenzaba una vida de pobreza y miseria.