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«Aquí alguien mató a alguien…»

Fernando Hernández Sánchez. El Diario, 19/06/2019 | 20 junio 2019

La invocación a la Ley General de Protección de Datos (LGPD) se ha convertido en un recurso perverso para obstaculizar la investigación sobre la historia recienteLa disposición por la que la Universidad de Alicante ha ordenado suprimir de sus motores de búsqueda el nombre del secretario de la causa contra Miguel Hernández es una intolerable acción de censura contra una investigación académica irreprochable

El «derecho al olvido» en la era digital no puede amparar a quienes ejercieron tareas públicas muy concretas en al aparato administrativo, jurídico y político de la dictadura franquista

Fernando Hernández Sánchez   – Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales (Universidad Autónoma de Madrid)

Dice Jame Loewen en su muy recomendable Patrañas que me contó mi profe (Capitan Swing, 2018) que los suahili africanos creen que hay tres clases de seres que habitan el mundo: los vivos, los no muertos (los sasha) y los definitivamente muertos (los zamani). La primera y la última categoría no admiten mayor aclaración, pero sí la segunda: los sasha son aquellos que, aun habiendo fallecido, todavía conservan a vivos que les recuerdan. Un sasha pasa a ser definitivamente un zamani cuando el último que lo recordaba se extingue. Los historiadores asumimos voluntariamente esa dificultosa y en ocasiones ingrata tarea de estudiar a los zamani y lidiar con los sasha con la intención de explicarnos el presente. Y al estudiarlos, les insuflamos vida mediante la inserción en su contexto. Hay dos columnas basales en el oficio de historiador: la precisión cronológica y la factual. Los pecados capitales del historiador son el anacronismo y la manipulación de las fuentes.

El catedrático de Literatura Española de la Universidad de Alicante, Juan Antonio Ríos Carratalá, publicó en 2015 Nos vemos en Chicote. Imágenes del cinismo y el silencio en la cultura franquista (Renacimiento), un modélico estudio sobre las miserias fundacionales del Régimen. En este documentado estudio se pasa revista a un florido pensil de escritores mediocres, abogados falsarios, trepas con furor de vacante y otros especímenes que no tuvieron empacho en juzgar, condenar y mandar a la muerte o a presidio a los que eran infinitamente mejores que ellos. Todo con el fin de alfombrar su camino ascendente en las gacetillas culturales del páramo franquista y en las verdes praderas del escalafón administrativo. Una labor de aniquilación que bien podría denominarse aristocidio –el exterminio de los mejores– y cuyo fruto visible es la perpetuación en todas las áreas sociales preminentes de linajes de estultos que, de haber operado la selección natural sin que sus abuelos sometieran al país a un baño de sangre, se habrían extinguido por consunción. Seguro que al amable lector o lectora se le ocurren unos cuantos apellidos.

Ríos Carratalá se sumergió en el averno documental generado por el juzgado de prensa encabezado por el capitán del cuerpo jurídico y antiguo literato humorista Manuel Martínez Gargallo, a cuyas órdenes estuvo el alférez provisional Antonio Luis Baena Tocón. El juzgado de prensa mostró especial empeño en la condena de lo más selecto del periodismo republicano. Baena Tocón era el encargado de rastrear sus huellas en la Hemeroteca Municipal de Madrid. Por aquel tribunal pasaron los socialistas Julián Zugazagoitia, director de El Socialista y Francisco Cruz Salido, de Adelante, ambos capturados por la Gestapo en Burdeos; el también socialista Javier Bueno, director de Claridad; y el comunista Manuel Navarro Ballesteros, director de Mundo Obrero. Todos fueron fusilados. Mejor suerte -es un decir- tuvieron los anarcosindicalistas Valentín de Pedro y Eduardo de Guzmán, que vieron conmutadas sus penas de muerte por las de treinta años de reclusión mayor. Aunque excarcelados alrededor de 1943, nunca se libraron de la opresiva vigilancia policial y quedaron sometidos a un perpetuo ostracismo. Cumplida su misión depuradora, Martínez Gargallo fue destinado como Juez de Primera Instancia a Tenerife, desempeñó las funciones de Fiscal Provincial de Tasas de Las Palmas, ejerció en Gerona y acabó adscrito a un chiringuito administrativo denominado Servicio de  Inspección  de  la  Disciplina del Mercado donde vegetó libando el néctar del presupuesto hasta su  jubilación  en  1974.

Mientras que la obra de Ríos Carratalá quedó confinada al ámbito de la letra impresa, no hubo problema. Ya se sabe que, como dijo Azaña, la mejor forma de guardar un secreto en España es publicándolo en un libro. El problema vino cuando los artículos del catedrático alicantino pasaron de la galaxia de Gutenberg a la de Steve Jobs. El 17 de mayo de 2019, un hijo de Antonio Luis Baena Tocón solicitó a la Universidad de Alicante que se borraran los datos personales de su padre en diversos artículos alojados en sus servidores. Y, como dirían los amantes del clickbait, lo que pasó a continuación le sorprenderá: con fecha 12 de junio, el gerente de la UA estimó favorablemente la solicitud al interpretar que Antonio Luis Baena Tocón no tenía consideración de figura pública y que debía garantizarse el derecho al olvido digital del afectado. También dictaminó, no se sabe con qué conocimiento de la deontología historiográfica, que la eliminación de los datos personales del afectado no imposibilitaba la comprensión del objeto de la investigación. Es decir, parafraseando un conocido sketch de Miguel Gila: «Aquí alguien condenó a alguien…» En última instancia, los datos personales de Antonio Luis Baena fueron suprimidos y no pueden ser rastreados por los motores de búsqueda de las páginas de la UA.

Uno puede entender la devoción filial, aunque, como demuestra la misión casi penitencial de Niklas Frank, el hijo del virrey de Hitler en Polonia en Mi legado nazi (2015), no es obligatorio aceptar a beneficio de inventario toda la herencia de tus ancestros. También puede conmover el desconocimiento por parte del peticionario de lo que se conoce como «efecto Streisand»: conseguir que el ignoto nombre de tu padre se convierta en trending topic por la vía de reducir al silencio las publicaciones en que se le cita es muy meritorio. Lo que ya no resulta de recibo es que en declaraciones a El País se invoque la condición de Antonio Luis Baena Tocón como «una víctima más» y que la UA, a la que se supone desapasionada e informada, haya dado carta de naturaleza a un requerimiento que supone obstaculizar la divulgación del conocimiento de la historia reciente. Antonio Luis Baena Tocón no fue una víctima del franquismo: ascendido a teniente en recompensa a los servicios prestados, el BOE ilustra los jalones de su cursus honorum como miembro del cuerpo de Interventores de Fondos Provinciales. En 1966 aterrizó en el ayuntamiento de Córdoba, donde el destino le procuró tan larga vida administrativa que aún llegó a ejercer durante el mandato del comunista Julio Anguita. Antonio Luis Baena Tocón se jubiló en 1985.Todavía tuvo tiempo de pleitear contra la mutualidad de funcionarios de la administración del Estado por el montante de su pensión. Miguel Hernández llevaba muerto desde 1942 y no pudo legar a su hijo más que las Nanas de la cebolla. Antonio Luis Baena Tocón fue el secretario de la causa. La signó con su rúbrica. Pretender que tal cosa no existió, que no hubo ni siquiera ficción de estructura judicial sería, paradójicamente, lo más cercano a reconocer que los tribunales que instruyeron los procedimientos sumarísimos de urgencia operaban como una banda criminal organizada, lo que bien visto sería un buen precedente para exigir la nulidad de sus sentencias.

Los argumentos de la UA revelan, en el mejor de los casos, que existe un tremendo agujero en la legislación sobre la protección de datos y urge que sea reparado por el legislador. Los aportados por Ríos Carratalá no fueron obtenidos ilícitamente ni han caducado en su validez a los efectos de la investigación y el conocimiento histórico. Antonio Luis Baena Tocón fue una figura pública, su rúbrica aparece en expedientes judiciales, fue funcionario de carrera y no parece, a tenor de los beneficios que obtuvo de ello, que se arrepintiera en ningún momento de sus actuaciones. Borrar su identidad o siquiera sustituirla por sus iniciales, como si de un contencioso de la prensa del corazón se tratase, y afirmar al mismo tiempo que los resultados de la investigación no sufren es grotesco. Por esa vía, por ejemplo, llegaríamos a que la historia de la literatura solo pudiese abordar la figura del autor del Lazarillo de Tormes, por anónimo, o a un relato de la sublevación del 18 de julio en el que un general navarro habría orquestado una trama en la que participó, entre otros que no se pueden nombrar, un tal F.F. destinado en una de las islas afortunadas, que se haría finalmente con el mando supremo gracias a sus buenas relaciones con A.H. y a los aviones enviados por cierto dirigente italiano…

Bastante teníamos ya con que los archivos militares sigan guardado celosamente secretos insondables de la frontera con Francia hasta los años 70, por si acaso se les ocurre a los gabachos invadirnos de nuevo. O con que el archivo de Interior juzgue razonable un plazo de esperanza de vida de 100 años más los veinticinco de la ley de protección de datos para facilitar el expediente de un policía, colaborador de la Gestapo, nacido en 1903. Solo nos faltaba una imposición de la omertá por aplicación de un derecho al olvido que es realmente un deber de amnesia. Debería dejarse a los historiadores encargarse de los zamani y recomendar a los deudos que nos los conviertan en sasha. Y las instituciones deberían facilitar la investigación y dejar de oponer obstáculos enojosos porque «cuando quienes ostentan el poder retienen sistemáticamente la información que en realidad pertenece al pueblo, este tarda poco en dejar de ser consciente de sus propios asuntos, en desconfiar de quienes lo gestionan y, al final, en ser incapaz de decidir sobre su propio destino». Quien lo dijo sabía de lo que hablaba: era Richard Nixon.

https://www.eldiario.es/murcia/murcia_y_aparte/alguien-mato_6_911718820.html