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Un héroe cordobés en la Resistencia
ABC - Córdoba - 19/09/2004

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Andrés Priego estuvo internado en los campos de trabajo nazis. ABC


PABLO M. DÍEZ. CÓRDOBA

Con más de medio siglo de retraso, la Historia reconoció el pasado verano la gesta de la Brigada Leclerc, formada por los republicanos españoles que, exiliados en Francia, fueron los primeros en entrar en el París ocupado por los nazis durante la II Guerra Mundial. Aunque él no pudo desfilar por los Campos Elíseos tras expulsar a las tropas alemanas, uno de los milicianos que se enroló en la Resistencia fue el cordobés Andrés Priego Ojeda, nacido en Doña Mencía en 1917.

Viudo a sus 87 años, Andrés regresó a su localidad natal poco después de que falleciera su mujer en 1998. Tras una azarosa existencia, en la que ha conseguido sobrevivir a dos contiendas bélicas, Andrés reside hoy, paradójicamente, en la calle del Calvario, donde su memoria aún escarba en los momentos más turbulentos del siglo XX.

No en vano, este veterano republicano, que con tan sólo 10 años obtuvo el carné de «pionero rojo» al ingresar en las Juventudes Socialistas, era un adolescente que había tenido que dejar el colegio para trabajar cuando estalló la Guerra Civil. «Tenía 19 años y estaba segando cuando me enteré del golpe de Estado de Franco», rememora Andrés, quien huyó a la zona republicana junto a otro amigo, Antonio Morales.

«Caminando durante varios días por los montes, llegamos el 5 de agosto a Jaén y nos alistamos en la Milicia», explica Andrés, quien completó la instrucción en Pozoblanco y Castro del Río antes de ser destinado al frente.

El fragor del combate

«Entré en combate por primera vez en la estación de El Vacar, donde me escondía detrás de una encina y empezaba a pegar tiros en todas direcciones», relata antes de aclarar, medio en broma, que «no tenía miedo de las balas porque éstas se asustaban de mí».

Después de que su amigo Antonio resultara herido en el brazo en una refriega y de que otro camarada falleciera acribillado por una ametralladora en Porcuna, Andrés Priego volvió a salir airoso del horror de la guerra al combatir en los frentes de Fraga y Lleida. «Los proyectiles silbaban por todos lados y las bombas explotaban a nuestro alrededor, por lo que me di cuenta de que la guerra iba a ser muy larga y muy dura», razona negando con la cabeza este guerrillero que, tras pasarse un año en el frente junto a la 24 Brigada de la Milicia, pasó al cuartel del Estado Mayor y acompañó al Gobierno mientras se retiraba a Valencia acosado por el avance franquista.

Meses después del fin oficial de la guerra, el día de Navidad de 1939, Andrés fue uno de los miles de republicanos que cruzó la frontera para exiliarse en Francia «en un éxodo caótico en el que la gente se moría de hambre en la carretera mientras los padres tenían que arrastrar a sus hijos».

Pero lo que estos refugiados se encontraron en el país distó mucho de un recibimiento con los brazos abiertos, ya que, según se lamenta el miliciano, «nos recluyeron en campos de trabajo y nos obligaron a realizar obras para defendernos de las amenazas de Hitler». Y es que, mientras construía fortificaciones en Las Ardenas, en la frontera con Bélgica, los nazis invadieron Francia y Andrés volvió a huir.

Bombas contra los niños

«Corría entre la multitud, que escapaba cargando sus maletas y los pocos enseres que podían transportar a través de una carretera atestada, mientras los aviones alemanes nos bombardeaban», recuerda estremecido el anciano, que no duda en asegurar que «lo más horrible que he visto en mi vida han sido los cadáveres despedazados de los niños en una cuneta».

Y eso que Andrés ha sufrido experiencias traumáticas desde que, a finales de 1941, fuera atrapado por los nazis en Marsella. Así, primero lo llevaron al Canal de La Mancha para construir una base de submarinos, donde «nos levantaban a las cinco de la mañana y desayunábamos y comíamos en el tajo, ya que la jornada laboral duraba 18 horas y después volvíamos a dormir sobre unas tablas rellenas de paja».

Soportando unas temperaturas inferiores a los 10 grados bajo cero, los prisioneros no podían encender fuego para que no fuera avistado por los británicos. «Una vez, a un murciano estuvieron a punto de matarlo porque prendió una hoguera», señala Andrés, quien tampoco se libró de los castigos.

De hecho, permaneció cinco días atado de pies y manos a una cama porque, como miembro de los grupos de sabotaje que entorpecían el trabajo de los nazis con «pequeños accidentes», hacía descarrillar trenes al cambiar las agujas o, incluso, provocaba explosiones en arsenales. Pero una de estas proezas estuvo a punto de costarle la vida, ya que, «por mi cara de bueno, fui el único que se libró de morir fusilado de los cinco prisioneros que volamos un convoy de munición». Aunque el miliciano logró salvarse, no pudo evitar que los nazis le inyectaran la «vacuna disolvente» con la que dejaban estériles a todos los que iban a ser asesinados en las cámaras de gas. «Ocurrió cuando, aprovechando un salvoconducto, me colé en el pasillo de Danzig para huir a Varsovia, pero me detuvieron y estuve esperando durante tres días a que me gasearan», relata impasible Andrés a pesar de que «cada día me sacaban a un patio del que se llevaban a los presos para gasearlos».

Pero este longevo republicano siempre ha sido «un hombre con suerte» y, por eso, la providencia quiso que, a la tercera jornada, se encontrara con un ingeniero alemán para el que había trabajado, Otto Mayer. «Él me salvó y, aunque me llevó a un hospital donde estuve más de tres semanas, no pudo impedir que aquella maldita inyección me dejara estéril», confiesa Andrés con todo el pesar de quien jamás ha podido ser padre.

Posteriormente, otra de sus espeluznantes aventuras tuvo lugar cuando, al escaparse de nuevo de un campo de trabajos forzados, «me vi obligado a ocultarme en un vagón de tren que estaba lleno de cadáveres». Haciéndose el muerto, huyó de la Gestapo y pudo regresar a Marsella, donde vivió con ilusión la toma de París por parte de la Brigada Leclerc y el fin de la guerra.

No obstante, Andrés tardaría todavía muchísimo en volver a respirar la libertad, ya que, al regresar a España, pasó 10 meses en la cárcel antes de que, con una nueva dosis de suerte, se librara de la represión franquista y lograra un trabajo como portero en Sevilla.