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Lalia y el pueblo olvidado
Eduardo Castro - 15 de abril del 2004 - Rebelión

http://www.rebelion.org/spain/040415lal.htm


Mientras usted me honra con la lectura de estas líneas, y siempre que no haya habido contratiempos, un grupo de 25 personas estaremos viajando de regreso a Granada desde los campamentos saharauis de Tinduf, en el desierto argelino.

Y no es que nos hayamos ido tan lejos para huir del estruendo anual de los tambores y trompetas semanasanteros, sino que la visita que cada primavera organiza allí la asociación granadina de Amistad con la República Árabe Saharaui Democrática ha coincidido casualmente con estas fechas. Pero, como quiera que tenía que dejar esta columna escrita con antelación (allí no habré podido disponer de teléfono móvil ni correo electrónico), me permitirán que en lugar de hablarles hoy de una experiencia que aún no se ha producido, les cuente la historia de Lalia, la pequeña protagonista del cortometraje de Silvia Munt que los responsables de la asociación nos mostraron antes de nuestra partida para que viéramos los campamentos que íbamos a visitar y las penosas condiciones en que desde 1975 sobreviven los saharauis, abandonados por España, acosados por Marruecos y olvidados por el resto del mundo.

Mientras su madre prepara en el interior de la 'jaima' los tres tés («uno suave, otro amargo y otro dulce: como el amor, como la vida y como la muerte»), Lalia recrea en una vieja libreta la historia de su familia, añorando el mar que nunca ha visto, pero sabe que «está ahí, más allá de la arena», y soñando con el país que un día perteneciera a su pueblo, pero que ella no conoce y sólo puede ver con los ojos del corazón: «Si cierras los ojos, puedes ver lo que quieras, porque los ojos que miran no son los ojos de ver, los ojos de ver están en el corazón», le dice su madre.

«Cuando era pequeña -cuenta Lalia, echada sobre la alfombra de la 'jaima' y con el lápiz entre los labios-, mi madre ayudaba a la abuela a remendar las redes para la barca de pescar y el abuelo la pintaba con alquitrán, aquella pintura negra que marea. Enfrente está el mar. Cuando se enfada, el mar grita el 'yu-yú' con mucha lengua que vibra y en el agua trotan cabras locas. La luna después le hace guiños al mar, que empieza a brillar con el color de los ojos que lloran o de los labios que ríen. Cuando amanece, al sol le gusta acariciar al mar con una mano muy tierna, pero muy, muy grande. Tan grande como es el mar y tan tierno cuando le hace cosquillas el sol».

Aunque Lalia repite varias veces que el mar y el desierto se parecen mucho, en el fondo lo hace por consolarse a sí misma, pero ella sabe que no es verdad: «Yo nací aquí, dicen que es el infierno. Éste es el desierto más triste de todos los desiertos, lejos del mar. Y si no cantamos, si mi madre no nos cuenta historias, se te encogen los dedos y te entran ganas de llorar. Pero si cierras los ojos puedes oír el mar y puedes ver lo que quieras, lo que quieras». Y así, cerrando los ojos para contemplar con el corazón ese mar que un día fue de su pueblo y al que los 200.000 refugiados de los campamentos de Tinduf esperan llegar de nuevo algún día, Lalia pone fin a su historia con este hermoso canto de esperanza: «Volveremos a nuestro país, seguro. Lo dice mi madre, y mi madre nunca dice mentiras». Ojalá que el sueño de Lalia pueda verse un día hecho realidad, y ojalá que ese día no se retrase otros 30 años. Se repararía así una de las últimas infamias del franquismo, una de las mayores injusticias internacionales de la geopolítica contemporánea y uno de los mayores fracasos diplomáticos de la historia de la o­nU.