Artículos y Documentos

Fotos de recuerdo
Antonio Muñoz Molina - El País. España, mayo del 2004.

http://lainsignia.org/2004/mayo/rev_002.htm



En una sola foto cristaliza una época, con la fuerza simultánea del testimonio y del símbolo: la foto de aquella niña vietnamita que huye desnuda por una carretera, perseguida por el infierno del napalm; la del soldado republicano de Robert Capa, cayendo hacia atrás por el impacto del disparo, en un áspero paisaje español. Cabe preguntarse cuál entre los cientos de fotos que están publicándose estos días como pruebas acusatorias de la brutalidad de los soldados americanos y británicos en Irak perdurará en la memoria del siglo, acabará convirtiéndose en uno de sus símbolos. Quizás la del soldado corpulento y jovial que se sienta a horcajadas sobre un prisionero desnudo tirado en el suelo, que imaginamos de cemento carcelario. O la de ese otro prisionero, también desnudo, azuzado por perros, reculando contra los barrotes de una celda. O la de la soldado England, con el cigarrillo en la boca, mordiendo el filtro con un rictus que parece una sonrisa temible, tirando de la correa que está atada al cuello de un hombre desnudo y encapuchado, o jugando, con el dedo índice extendido, a que les dispara a los genitales a una fila de ellos.

No he visto que se subraye un rasgo particular de la mayor parte de estas fotos: que no han sido tomadas por reporteros, o por fotógrafos clandestinos empeñados en documentar abusos que de otro modo habrían permanecido secretos. Las han tomado los mismos militares, no como testimonio de nada, sino como recuerdos para enviar a la familia, o para mantener viva la memoria y alimentar la nostalgia del servicio militar cuando pasen los años. Los soldados, hombres y mujeres -hay formas de brutalidad que han dejado de pertenecer en exclusiva al siniestro patrimonio de la barbarie masculina- miran a la cámara, con sonrisas de guasa o de camaradería, con la jovialidad que puede atribuirse a gente joven que al vestir el uniforme ha llegado a conocer una vida más intensa, ha viajado, ha conocido el mundo y compartido aventuras inolvidables con los compañeros de armas.

Me recuerdan las fotos que nos tomábamos los soldados en los cuarteles españoles, hace más de veinte años: una camaradería bronca, siempre algo gamberra o beoda, con el principio de chulería que puede inspirar el uniforme y la rutina cuartelaria en gente muy joven. Me acuerdo también de otras fotos más antiguas, que fueron tomadas en el este de Europa -en Polonia, en los países bálticos, en Rusia- según avanzaba el Ejército alemán y se iba haciendo cargo de las ingentes poblaciones judías de aquellos territorios. Con frecuencia, en esas fotos se ve la misma yuxtaposición rara de uniformes y de cuerpos desnudos, de militares jóvenes, fuertes, joviales, que se divierten a costa de personas desvalidas y aterradas.

El cuerpo vestido con un uniforme militar es el reverso exacto del cuerpo desnudo. El uniforme protege, como un caparazón, como una armadura, refuerza el vigor, la invencibilidad de quien lo lleva, está dotado de aristas agudas como los pinchos y pinzas de los crustáceos, subraya la musculatura, la juventud, la pertenencia de quien lo lleva a un vasto organismo agresor, a una identidad colectiva en el interior de la cual se siente protegido, justificado, glorificado. La persona a la que se ha desnudado en público no es nadie, no es casi nada. Se encoge por instinto, queriendo ganar una protección imposible, se contrae como un feto, se encuentra regresada a un desvalimiento primitivo y absoluto, anterior a cualquier civilización y a cualquier idea protectora de identidad personal. Es más débil que cualquier animal, no tiene garras, ni pelo que lo defienda del frío; su piel es tan liviana, tan blanda, que cualquier aspereza puede herirla. Su desnudez y su vergüenza lo aíslan en una soledad que no encuentra abrigo en la cercanía de las otras víctimas desnudas. Quisiéramos establecer leyes universales de la justicia, pero hasta ahora lo único que ha existido universalmente son las leyes de la infamia y de la tortura: casi en cualquier lugar del mundo, en cualquier tiranía, se deja desnudos a los prisioneros para aniquilarlos de antemano, para someterlos al pánico de una fragilidad que resalta el poderío impune de quienes van a torturarlos. Cuerpos desnudos, vendas en los ojos, capuchones en la cabeza: en todas partes se han repetido, en las cárceles sofocantes del trópico y en el frío de las celdas de castigo soviéticas, en las celdas de Argentina y de Chile en los años setenta, en Irak y en Guantánamo ahora mismo.

No hay mayor omnipotencia que la del uniformado sobre el que está desnudo: en Auschwitz, para separar a los condenados que aún podían seguir viviendo de los que irían de inmediato a la cámara de gas, se les hacía correr desnudos ante una comisión de expertos (el doctor Mengele, entre otros) que evaluaban su estado físico, los restos de vigor que aún les quedaran en los músculos, las heridas o los achaques -una cojera, un pecho demasiado hundido- que los hacían del todo inútiles para el trabajo esclavo. En los llanos desolados de Polonia y de Rusia, hombres y mujeres desnudos, contraídos por el miedo y el frío, corren en las fotos hostigados por los soldados alemanes o permanecen agrupados frente a las fosas que ellos mismos han terminado de cavar, y a las que serán arrojados dentro de poco sus cadáveres.

Hay otra foto que cristaliza un tiempo, una guerra: un soldado alemán apunta con su fusil a la cabeza de una mujer judía que tiene un bebé en los brazos, y a la que un instante después habrá ejecutado. Sabemos el nombre del soldado, el lugar y la fecha de la ejecución, porque él mismo le mandó a su familia la foto en una carta, y es posible que padres, hermanos y amigos celebraran la gallardía del hombre joven, lo bien que le sentaba el uniforme, al mismo tiempo que leían ávidamente la carta, que agradecían a la Providencia que el chico estuviera vivo. Pero las más normales no son las fotos que atestiguan un acto de bravura, o de heroísmo, como las que celebran un momento de merecido jolgorio en medio de la dureza de la guerra. Parece que el humorismo de los verdugos es tan universal como las artimañas de la tortura: hay fotos de soldados alemanes que se divierten tirándole de la nariz o de la barba a un viejo judío, o celebrando una carrera montados sobre un grupo de ellos, o embutiéndoles en la boca una salchicha, o haciéndoles barrer una calle empedrada con cepillos de dientes. Las caras abatidas, agraviadas, miedosas, contrastan con las sonrisas francas de los militares que se amontonan los unos sobre los otros para no salirse del encuadre, para no quedar fuera de una foto memorable. Sesenta años después, en Irak, las formas de diversión se han vuelto más retorcidas, como corresponde a una época más adiestrada en la pornografía, más habituada a los despliegues barrocos y escenográficos de violencia: ahora la gracia es amontonar a los prisioneros desnudos como si participaran en una orgía de película porno, o hacerles fingir acrobacias eróticas, escenas de sadomasoquismo o de sexo oral.

Cambian los detalles, pero la diversión es la misma, a juzgar por las caras abotargadas y felices de quienes posan en las fotografías. Cambian los tiempos, pero los cuerpos desnudos, despavoridos en una oscuridad de gritos, golpes, ladridos de perros, amontonados como en un matadero, pertenecen a la misma genealogía de todos los cuerpos que fueron sometidos a la desnudez y a la tortura a lo largo del último siglo, despiertan una memoria de cosas demasiado inmundas. La crueldad más aterradora y escalofriante puede brotar no en psicópatas vocacionales ni en individuos intoxicados por ideologías venenosas, sino en personas del todo normales, vestidas de uniforme, adiestradas para cumplir ciertas tareas. Lo que da más miedo de esa joven soldado norteamericana que arrastra a un prisionero desnudo mientras se fuma un cigarrillo es su cara de perfecta y tranquila bondad, casi de dulzura un poco desvalida. Cumplía órdenes, dice ahora, como han dicho siempre todos los cómplices mayores o menores de las infamias del siglo, como cumplían órdenes los soldados alemanes, los matarifes argentinos, los esbirros españoles de la Brigada Político-Social. La soldado England actuó obedeciendo órdenes de sus superiores, pero no es improbable que reciba un castigo, dada la severidad con que se persiguen ciertas prácticas ilegales en Estados Unidos. Quizás le impongan una sanción por fumar en acto de servicio.

(*) Artículo aparecido en El País, de España. La redacción de este diario recuerda a sus lectores que en nuestras páginas sólo tienen cabida los textos externos que cuenten con los debidos permisos de reproducción de autores y/o publicaciones. Cualquier excepción, como la actual, se hace siempre en virtud del carácter no lucrativo de La Insignia, ante situaciones de evidente interés informativo o social y a condición de no provocar perjuicio alguno a la fuente de origen.