Los gritos de la memoria
JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS, Catedrático de Psicología de la Memoria, Universidad Autónoma de Madrid - marzo 2004
El día que aquel anciano
de noventa años "perdió la cabeza" de manera
irreversible, la diosa Mnemosyne aprovechó la falta de vigilancia
en su "teatro de la conciencia" –según expresión
del psicólogo Bernard Baars– para sacar a escena lo
que durante décadas había permanecido oprimido, silenciado
por el miedo y la ignominia, en el gulag privado del lado prohibido
de su memoria: los recuerdos aterradores de sus años de
posguerra. El calendario decía que aquello había
ocurrido sesenta años atrás, pero sus recuerdos gritaban
como quien de tiempo no entiende. Negros recuerdos de agresores
fanáticos formando parte ineludible del paisaje de su propia
memoria, recuerdos anegados de terror y de rabia forjados entre
la muerte gratis y la vida desahuciada del "batallón
de trabajadores" al que fue arrojado como premio a sus principios
democráticos y a su integridad moral. ¿Qué importaba
que hubiese transcurrido más de medio siglo desde aquella
barbarie si la memoria no entiende la lengua del tiempo oficial,
si la memoria –como señala el escritor Mauricio Rosencof– no
tiene calendario? Antes de ser ingresado en un servicio de urgencias,
en el que sería diagnosticado de "estado confusional
delirante por probable demencia vascular", aquel anciano de
cabello abundante y blanquísimo no dejó de pedir
ansiosamente a sus hijos, durante un día interminable de
agitación extrema y profunda angustia, que consultasen los
periódicos para comprobar si su nombre figuraba en la lista
de los que serían fusilados al amanecer. ¡Qué imagen
tan descorazonadora, qué injusticia tan brutal! ¡Hasta
el final de sus días, aquel inocente iba a ser torturado
por el terror inoculado sesenta años atrás por los
sicarios del franquismo!
A veces, la crueldad del destino resulta insaciable.
Como tantos otros miles de inocentes, víctimas como él de la
humillación y el oprobio de los vencedores, este hombre
tenía que soportar todavía una última y diabólica
risotada más de parte de sus agresores. Y es que nadie puede
escapar a los efectos perversos de una memoria traumatizada a la
que no se le ha dado la oportunidad de lavar sus heridas, de una
memoria a la que se ha amordazado y aplastado privándola
de la mínima ocasión para expulsar definitivamente
de su territorio a los verdugos que ocuparon furtiva e impunemente
su propia casa. Ésa es la doble ofensa que sufren todas
las víctimas: la agresión física de sus verdugos
y la tortura psicológica de llevárselos a todos en
su memoria. Una memoria emponzoñada por la presencia permanente
de los verdugos es la herencia perversa y cruel de todos los fascismos.
De ahí la necesidad que la memoria individual tiene de gritar,
de hablar en voz alta, de no esconderse, de ser escuchada y desahogarse
compartiendo sus experiencias con otras memorias en un contexto
social de reconocimiento y de respeto. Sólo así podrían
ser separados, disociados, los componentes emocionales, que tanto
dolor provocan, de las imágenes frías del escenario
de la agresión.
Las incontables víctimas morales del alzamiento militar
de 1936 y del terror institucionalizado durante la larga dictadura
franquista, no sólo no tuvieron oportunidad de hablar entonces
sino que fueron condenadas a reprimir sus recuerdos, ante la esperanza
vana de sus opresores de que el tiempo acabaría borrando
lo que otros no deberían conocer. A caballo de la misma
falacia sobre la aniquilación de la memoria por el paso
del tiempo, los nuevos dirigentes conservadores han hecho oídos
sordos durante años al clamor de las víctimas (cada
vez más escasas) y de sus descendientes (cada vez más
concienciados de la tragedia de sus padres y abuelos) que exigen
la restitución de la dignidad que les fue arrebatada. Y
así, la memoria traumática de la contienda y de la
dictadura franquista, que envuelta en un tenebroso y doloroso velo
de silencio se fue instalando clandestinamente en la mente de millones
de españoles, continúa extraditada de la España
oficial, o peor aún, continúa vagando furtivamente,
como un apátrida, como un "sin papeles", en busca
del reconocimiento que los gobiernos conservadores sistemáticamente
le niegan. Es cierto que las Cortes Españolas aprobaron
de forma unánime, el 20 de noviembre de 2002, una resolución
en la que se explicita el reconocimiento moral de las víctimas
de la Guerra Civil y de todos cuantos padecieron la represión
franquista, pero los hechos vienen a demostrar una y otra vez que
el compromiso del Partido Popular con aquella resolución
carece de credibilidad. Un ejemplo reciente: dentro de los actos
conmemorativos del 25º aniversario de la Constitución,
todos los grupos parlamentarios, a excepción del PP, rindieron
un homenaje a las víctimas del franquismo. El PP no sólo
no asistió sino que, haciendo gala de su proverbial desprecio
por todo lo que, en el fondo, le deja en evidencia, calificó dicho
acto –a través de su portavoz parlamentario– como "un
revival de naftalina", un homenaje "a no se sabe quién".
No saben qué hacer con la "memoria del franquismo" nuestros
gobernantes, y por eso cada día les quema más, como
recientemente denunciaba el profesor Amalio Blanco (El País,
31-XII-2003). Y les seguirá quemando mientras su altanería
inmisericorde les ciegue para comprender una de las verdades más
solemnes de todo ser humano: que su condición de persona,
su identidad, su Yo, dependen de la integridad de su memoria. Nuestra
memoria es nuestra vida. "El valor de un ser humano está en
que contiene todo lo que ha experimentado y todo lo que experimentará",
escribió Elias Canetti; por eso, cada persona se aferra
a su memoria, aunque le duela, y luchará contra todo aquel
que pretenda robársela o borrar parte de ella, herirla o
mutilarla. No será el tiempo el que devuelva la reconciliación
a las dos Españas mientras existan memorias amordazadas,
torturadas, esperando un gesto, un compromiso político de
verdad para reconstruir la memoria compartida de ese período
negro de nuestra historia. El tiempo como tal no resuelve ni cura
nada, y menos aún cuando no sólo no se acompaña
de acciones positivas sino cuando incluso se impide abiertamente
poner en marcha procesos de revisión y análisis del
drama vivido, que son los que permitirían neutralizar los
componentes emocionales asociados a la evocación de los
sucesos dolorosos. Porque no se trata de olvidar –y esta
es una cuestión fundamental– sino de que la memoria
individual y compartida del franquismo metabolice adecuadamente
unas experiencias traumáticas que, como tales, trastocaron
la vida y las aspiraciones de millones de ciudadanos y ciudadanas
de nuestro país.
Pero, ¿de qué están hechos los recuerdos
de estas víctimas para causar tanto sufrimiento después
de tantos años? ¿No residirá su fuerza y su
violencia en el hecho de haber permanecido amordazados desde los
tiempos de su génesis? Sólo las víctimas de
una tragedia tienen capacidad real, y legitimidad moral, para fijar
cuándo dicha experiencia está o no está superada.
Nadie más. Y mucho menos sus verdugos o los que contemplaron
o siguen contemplando, desde la complicidad o desde la indiferencia,
las acciones execrables de aquéllos. Esta es una idea básica
en cualquier situación terapéutica con personas que
intentan superar el recuerdo doloroso de una experiencia traumática.
Por eso, llega a resultar sorprendente tener que explicitar una
obviedad como ésta, aunque parece evidente que sigue resultando
necesario hacerlo cuando, ante el análisis de una cuestión
tan crucial y tan determinante para la sociedad española
como "¿Qué hacer con la memoria del franquismo?" (EL
PAIS, 15-XII-2002), el diputado nacional Manuel Atencia, secretario
ejecutivo de Comunicación del PP, no tiene el más
mínimo reparo en responder con un artículo titulado "Un
pasado superado", ni en afirmar que "Cada cual tendrá el
recuerdo que quiera, o pueda tener, pero lo más relevante
es que tanto la guerra civil como el régimen autoritario
del general Franco están en la historia para que puedan
ser analizados, serenamente, por los historiadores". Ante
una afirmación tan contundente y tan fría como ésa,
me atrevería a matizar un par de cosas: Primera, nadie tiene
los recuerdos que quiere, y mucho menos cuando éstos son
el resultado de experiencias dolorosas y cruentas; y, segunda,
la Guerra Civil y las atrocidades cometidas por el régimen
fascista de Franco, no cabe duda de que "están en la
historia", pero no en la historia que reposa cogiendo polvo
en los anaqueles de los archivos oficiales, sino en la historia
que sigue palpitando y causando todavía mucho dolor, porque
continúa viva en la memoria de muchos ciudadanos y ciudadanas
españolas. Nadie que no haya experimentado como víctima
aquella tragedia o las interminables secuelas que trajo consigo
está autorizado para decir –como hace el señor
Atencia– que "Es tiempo ya de dejar de mirar atrás
para dedicar toda nuestra atención y nuestros esfuerzos
a los retos que tiene planteada España, y todo ello en beneficio
de todos, en beneficio de las víctimas...".
Creo que acierta de lleno el profesor Reyes
Mate (El País,
27-IX-2003) cuando sostiene que los políticos saben muy
poco de la memoria; tan poco, que ignoran algo tan fundamental
como que las víctimas del franquismo son los depositarios
naturales del testimonio de aquella barbarie. Por eso, sólo
los que sufrieron sus horrores tienen la autoridad moral para sentenciar
sobre la superación de aquel doloroso pasado. Sólo
ellos tienen la última palabra. Sólo de ellos depende
el veredicto de "punto final". Porque sólo ellos
saben por qué grita su memoria.
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