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Traiciones y reparaciones. Ya era hora de que Francia empezara a enmendar su deslealtad con los republicanos españoles
IAN Gibson - Escritor - El Periódico de Catalunya - 13/09/2004


De qué novela nos hablaba aquella mañana? Medio siglo después me cuesta trabajo estar seguro, pero creo que de La esperanza, de André Malraux. Yo tenía entonces 17 años, acababa de iniciar mis estudios de francés y de español en el Trinity College de Dublín, y aquel profesor me fascinaba. No era para menos. Owen Sheehy Skeffington, que así se llamaba, era un personaje muy conocido en Irlanda por su defensa, en el Senado y fuera de él, de los derechos humanos, y sus constantes enfrentamientos con la Iglesia católica, cavernaria a más no poder en la isla allá por los años 50 del pasado siglo (hasta el punto de que aún era casi imposible conseguir un ejemplar del Ulises).
Skeffington parecía no conocer el miedo. Además, sus credenciales para decir públicamente lo que quería eran impecables porque los británicos le habían fusilado al padre cuando los tiempos difíciles (the troubles), y él mismo tenía un historial de nacionalista irlandés muy consecuente, aunque --allí estaba el problema-- nacionalista declaradamente agnóstico. Brillante orador y polemista, elegante en su persona y dueño de un carisma arrollador, Skeffington estaba en la cumbre de su carrera política cuando yo empecé a asistir a su curso de las nueve de la mañana sobre la novela francesa. No me perdía nada de lo que decía. Era el maestro que necesitaba en aquellos momentos. Y nunca he podido olvidar el día en que, en relación con el libro aludido, fuera o no La esperanza, nos habló de la guerra civil española y de lo que él había visto, con sus propios ojos, en Cerbère en febrero de 1939.
Gendarmes senegaleses maltratando a los miles de fugitivos que llegaban a la frontera; la gente desesperada; gritos, sollozos, lágrimas, terror; y la lluvia que caía inmisericorde. Poco tiempo después de terminar mis estudios en Dublín vi Morir en Madrid y pude darme cuenta de la magnitud de aquella trágica diáspora. Y, claro, poco a poco me fui enterando algo más de la historia de la guerra, ayudado sobre todo por el libro de Hugh Thomas.

PERO cuando hoy pienso en las terribles escenas que tuvieron lugar en la frontera, en la angustia y el sufrimiento de tanta gente forzada al éxodo, tengo la impresión de estar escuchando todavía a Skeffington, que sabía mezclar, en perfecto equilibrio pedagógico, la anécdota y el dato pertinaz. Y recuerdo, también, el desprecio con el cual comentó aquella mañana la traición de la Francia del Frente Popular para con la República española, traición mucho peor que la del Gobierno británico del momento, pues ¿qué se podía esperar de los conservadores? Su tono de voz aquella mañana, el brillo de los ojos, su indignación... se me quedaron grabadas en la memoria e incidirían poderosamente sobre el futuro curso de mi vida.
Desde entonces no he dejado jamás de recordar a aquel magnífico y valiente profesor, muerto hace ya décadas. Y nunca tanto como estas últimas semanas, con la celebración en París de los 60 años de la liberación de la ciudad y el reconocimiento, por fin, de la aportación española a dicha magna empresa. Como cualquier amante de la capital francesa he pasado numerosas horas de mi vida holgazaneando por el Barrio Latino y otros quartiers céntricos, y siempre me han llamado la atención las discretas placas con que allí se recuerda a los caídos de la Resistencia (En este lugar murió por Francia...). Pero sólo fue al leer el monumental libro de Eduardo Pons Prades, Los republicanos españoles en la segunda guerra mundial, cuando me di cuenta de que 3.500 españoles, nada menos, habían luchado en la Segunda División Blindada del general Leclerc, encuadrados en la novena compañía, La Nueve, y que, entre los tanques que llegaron primero a París aquel agosto de 1944, no pocos llevaban nombres que aludían a las batallas de la guerra civil: Guadalajara, Belchite, Teruel...
De aquellos 3.500 españoles, de quienes unos 130 perdieron la vida en París, parece que hoy sólo queda el catalán Lluís Royo Ibáñez. Sus palabras estos días han sido tajantes. Para él, como para la gran mayoría de sus compañeros, la lucha contra los nazis era la continuación de la guerra perdida en España. "Yo no luché por liberar Francia, sino contra Hitler, Mussolini y Franco --ha declarado--. Y esa lucha pasaba por entrar en París". Claro que sí. ¿Cómo olvidar la traición de la Francia del Frente Popular? ¿Cómo olvidar los malos tratos infligidos en los campos de concentración franceses de 1939? ¿Cómo olvidar, ya con Vichy, la disyuntiva: devolución a la España fascista, la España de la cárcel, tortura y muerte, o incorporación a la Legión francesa?

LO QUE no podían sospechar los republicanos españoles que después de tanto esfuerzo e ilusión habían llegado a París era que, una vez acabada la pesadilla nazi, vendría una nueva traición: la negativa de los aliados a acabar con el régimen de Franco.
El reconocimiento francés a los republicanos españoles de La Nueve llega demasiado tarde, es verdad. Pero ha llegado. Lo cual no es el caso todavía para los otros muchos españoles que participaron en la Resistencia y cuyas hazañas han sido historiadas tan brillantemente por Pons Prades. A los franceses les cuesta trabajo aceptar que no se liberaron solos, y Vichy es una úlcera que no deja de supurar. Pero poco a poco la verdad se impone. Sheehy Skeffington, mi viejo maestro, estaría contento.