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Memoria y desmemoria histórica de la transición española
José Antonio Pérez Pérez - hika.net - 02-11-2004

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=7012


La transición política española constituye mucho más que un convulso periodo de nuestra reciente historia. Fue, y es, ante todo, una verdadera construcción ideológica. La necesidad de presentar y escenificar la reconciliación de las dos Españas tras la guerra civil y la dictadura franquista facilitó el éxito y la consolidación, no sólo de un determinado modelo de transición política, a pesar de sus incansables apologetas, sino de un modelo de memoria histórica. Podría incluso afirmarse que ese pretendido ejemplo de convivencia y madurez, del que dieron cuenta las mentes más preclaras de nuestra clase política, ha ido adquiriendo la categoría de verdadero mito gracias a la consolidación de un determinado consenso de la memoria que ha forjado de una manera un tanto artificiosa la memoria del consenso.

A todo ello han contribuido, qué duda cabe, diferentes factores, como la influencia de los medios de comunicación y especialmente de determinados grupos y creadores de opinión. Su aportación ha sido imprescindible para garantizar ese consenso sobre la memoria histórica de la transición. ¿Sólo medios de los comunicación? Evidentemente, la participación interesada de los más importantes en la narración del propio proceso les convirtió directamente en protagonistas del mismo. El más destacado de todos ellos por su capacidad de influencia fue El País -y en menor medida Diario 16-, que se convirtió en un símbolo de nuevo periodismo, de las nuevas maneras de hacer dentro de un país -éste con minúsculas- que cambiaba a pasos acelerados. ¿Pero cuál ha sido el papel de los historiadores llamados a interpretar con otras herramientas y planteamientos el proceso de la transición? ¿Ha existido entre ellos ese mismo consenso de la memoria? En parte sí.

Existen dos grandes líneas de interpretación que dependen en gran medida de la importancia que se conceda a las diferentes perspectivas con que se enfoca el proceso y, sobre todo, a las razones que lo impulsaron. Una de ellas entiende que la transición política, la transformación del régimen político, dependió de condiciones objetivas, económicas y sociales. En este sentido, tal y como ha explicado el profesor Santos Juliá se habla normalmente un lenguaje de determinación, es decir, se busca por qué tiene éxito una transición y se postulan explicaciones. En el caso de la transición española y dicho de un modo más sencillo: el desarrollo económico, la modernización y las transformaciones sociales, impulsaron o al menos facilitaron la llegada de la democracia. Una interpretación especialmente delicada, por cuanto ha permitido su utilización interesada por aquellos que defienden el carácter democratizador del franquismo y que de una manera ciertamente esquemática y provocadora se ha resumido en la imagen de que la libertad llegó en un 600.

Dentro de esta interpretación, que ha tenido un profundo calado en la memoria colectiva de toda una generación, subyace un intento por legitimar al propio régimen franquista, especialmente a partir del acceso de los tecnócratas a finales de los años cincuenta; como si la dictadura, fascista en su origen, hubiera dado paso –y en cierto modo así lo hizo, pero con muchos matices- a una nueva clase de políticos preocupados únicamente por conseguir a medio plazo el reconocimiento internacional de España y su incorporación al Mercado Común europeo. Una interpretación, en todo caso, que destaca únicamente los logros económicos del desarrollismo sin reparar en los enormes costos sociales que tuvo y en el giro represivo que la acompañó a partir de finales de la década de los sesenta.

La segunda línea de interpretación, aunque no desdeña la importancia de las condiciones sociales, pone el acento en las decisiones tomadas por las élites políticas que procedían en gran medida de las instituciones franquistas, y protagonizadas en primera línea por el rey Juan Carlos y los políticos reformistas, como el propio Adolfo Suárez o Torcuato Fernández Miranda. Se trata de una interpretación claramente interesada en la legitimación de la Monarquía, que presenta al rey Juan Carlos como piloto de una nave que había comenzado a ensamblarse en los astilleros del régimen franquista. Esa legitimación sería confirmada la noche del 23 al 24 de febrero de 1981, donde la figura del rey se engrandece como garante y salvadora de la democracia.

En ella han participado no sólo cronistas de palacio, periodistas más o menos informados y grupos mediáticos, sino también un importante sector de historiadores. Resulta curioso que incluso algunos sectores de la extrema izquierda y el abertzalismo radical coincidan, aunque con posiciones diferentes, en una versión de los acontecimientos que presenta la transición como una operación diseñada desde las instituciones franquistas que a su juicio, cambió un reducido número de elementos, personas e instituciones, pero mantuvo la base e inspiración del régimen franquista. Una coincidencia en los planteamientos muy curiosa, como ha señalado el profesor Père Ysàs.

No son estas dos las únicas teorías al respecto. Desde una perspectiva social encontramos a los que interpretan la transición por omisión del sujeto social, es decir, que destacan el valor pasivo de las clases populares como máxima contribución al éxito final de la democracia y que en realidad. En nuestra opinión, ésta sería una versión más depurada y estilizada que las anteriores.

Otras teorías recientes apuntan cómo la transición de los de abajo fue igual a la de los de arriba. E incluso existen otras versiones que plantean la importancia del aprendizaje de un determinado lenguaje democrático en la explicación del devenir histórico; una teoría que destaca que la máxima aportación tanto de la oposición como del régimen no fue olvidarse, o si se quiere, superar, el pasado dramático y establecer un determinado consenso que también afectó a la memoria, ni siquiera la lucha por las libertades que desarrollaron las formaciones y grupos más activos, sino el aprendizaje del denominando lenguaje de la democracia.

Lejos de entrar en flagrante contradicción, todos estos planteamientos parecen converger en una determinada versión e interpretación del proceso que tiende a minusvalorar el papel jugado por los movimientos sociales y la acción política de la oposición en la progresiva erosión del régimen franquista. Su acción imposibilitó cualquier vuelta a un sistema que no fuera ya abiertamente democrático. Probablemente la transición española sería incompresible sin la existencia de las transformaciones económicas desde comienzos de los años sesenta, sin la evolución y protagonismo de una parte significativa de la clases política del régimen franquista, e incluso sin la del entonces príncipe y luego rey Juan Carlos, pero tampoco sin la activa participación de todos aquéllos que desde la década de los sesenta se implicaron activamente en la oposición antifranquista.

Afortunadamente existe otra línea de investigación e interpretación histórica, representada entre otros por el citado Pere Ysàs y Carme Molinero, que analiza la transición como un fenómeno complejo, condicionado ciertamente por las transformaciones sociales y económicas que se produjeron en España desde comienzos de los años sesenta, pero también por el ascenso de los movimientos antifranquistas. No se trata de un acto voluntarista, ni de una versión militante del fenómeno, sino de una línea de interpretación que trata de valorar en su justa medida y sobre investigaciones extremadamente rigurosas todos los factores que concurrieron en el proceso.

Minusvalorar la importancia que tuvo la oposición antifranquista en el recorrido que llevó al sistema democrático, por mucho que se nos recuerde con un cierto desprecio y autosuficiencia que Franco murió en la cama, no constituye sólo una sesgada interpretación de la transición, sino una meditada y elaborada reconstrucción ideológica de su memoria que ensalza la moderación y el consenso, como objetivos finales de un plan atado y bien atado.

Hay, en ocasiones de una manera un tanto disimulada y en otras mucho menos, un intento por moldear, subvertir o tergiversar la propia memoria de la transición presentándola como un modelo de gestión política, de perdones y renuncias colectivas. Y ciertamente que de todo eso hubo en mayor o menor medida, a veces obligados por las circunstancias y en otras veces de un modo deliberado. La renuncia a la bandera tricolor republicana y la aceptación de la monarquía por parte de quien fue probablemente la formación antifranquista más activa, el PCE, exigió una gran dosis de bicarbonato digestivo para sus cuadros y militantes. Pero además no se puede olvidar que la transición se planteó como el cierre final a la herida de la guerra civil. Por tanto, la memoria de la transición es en realidad una memoria póstuma sobre la II República, la guerra civil y la dictadura franquista. Una memoria que pretende ser hegemónica y borrar cualquier posible ruptura de ese idolatrado consenso político e intelectual.

Sin embargo, esta solución de compromiso, recibida y asumida con una más que evidente autocomplacencia entre amplios sectores de la intelectualidad, no puede llevarnos, sobre todo a quienes investigamos y tratamos de interpretar el franquismo, su origen y sus consecuencias, a quedarnos únicamente en la espuma de los acontecimientos, sino a profundizar en las claves de todo un complejo proceso.

Resulta curioso observar cómo desde determinados medios, incluso de los denominados y percibidos como progresistas, se aplauda alborozadamente los intentos por juzgar a los responsables de otras dictaduras como la chilena y sin embargo hayan renunciado a investigar los crímenes cometidos durante la dictadura franquista. No sólo los producidos durante la guerra civil y la más inmediata posguerra (sólo los fusilados desde el final de la contienda hasta 1945 rondaron los 50.000 en cálculos del historiador Julián Casanova). También los producidos durante los años sesenta, como los de Julián Grimau, los anarquistas Delgado y Casado, los fusilamientos de 1975 y por supuesto, los de la transición, como resultado de los excesos policiales cometidos durante esos años. En este caso las circunstancias resultan si cabe más dolorosas para quienes las padecieron, al producirse durante un periodo que impide, al menos hasta el momento, ser considerados como víctimas del franquismo. Los sucesos tan cercanos del 3 de marzo de 1976 en Vitoria o de Normi Mentxaka en Santurce tan sólo constituyen dos ejemplos de un proceso alumbrado en medio de una dura represión que deslucen el brillo del acabado modelo de transición que con tanto éxito se ha vendido.

La reciente publicación de una serie de libros sobre el mundo penitenciario, los campos de concentración o los esclavos del franquismo ha roto en cierta forma este consenso de la memoria, aunque estas aportaciones hayan tenido una calidad muy desigual y no siempre respondan a presupuestos históricos. Otro tanto puede decirse del movimiento denominado como de recuperación de la memoria. Sin embargo, estamos ante un fenómeno muy delicado, donde se trata con un material tan sensible como el dolor humano, oculto durante décadas y por ello mismo, a flor de piel. El olvido del que han hecho gala los sucesivos gobiernos democráticos o una utilización política y una gestión tan nefasta como la desarrollada por algunos grupos (como es el caso de Ezker Batua en el Gobierno Vasco) puede frustrar cualquier intento serio de reconocer a las víctimas del franquismo, ahondando más si cabe en la frustración alimentada por las expectativas generadas entre las victimas del franquismo.

El éxito, probablemente el más logrado de la transición, no consistió en procurar un cambio moderado y tranquilo hacia un sistema democrático, sino en dotarse a sí misma de una determinada memoria y de una determinada amnesia, seguramente necesaria en aquellos momentos, pero que hoy, casi treinta años después de la muerte de Franco y sesenta desde el comienzo de la guerra civil, debe obligarnos, sobre todo a los historiadores, especialmente a nosotros, a reflexionar y profundizar en un proceso que para muchos fue herida más que cicatriz.

Bibliografía citada
:

Casanova, Julián (coord.): Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco. Barcelona, Critica, 2002;

Juliá, Santos: "Obreros y sacerdotes: cultura democrática y movimientos sociales de oposición", en Tusell, Javier: La oposición al régimen de Franco, Madrid, UNED, 1990;

Mainer, Juan Carlos y Juliá, Santos: El aprendizaje de la libertad, 1973-1986, Alianza, Ensayo, Madrid, 2002;

Molinero, Carmen e Ysàs, Pere: Trabajadores disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictividad laboral en la España franquista. Madrid, Siglo XXI, 1998.