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La heterodoxia recuperada. JUAN GOYTISOLO denuncia el silencio a que ha sido sometida la obra literaria de Azaña
SUPLEMENTO DE CULTURA DE La Opinión A Coruña . sábado, 28 de febrero de 2004




EL LUCERNARIO.
LA PASIÓN CRÍTICA DE MANUEL AZAÑA
Juan Goytisolo
Península. Barcelona, 2004
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES


LA LUCIDEZ DE UN POLÍTICO HUMANISTA  

En buena parte de la obra de Azaña se percibe

su sensibilidad admirable frente a la religiosidad

ramplona que se le quiere imponer

 

Para que don Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) pudiera concluir como mandan los cánones su obra Los heterodoxos españoles tendría que haber sobrevivido a Azaña que, además de ser “el último afrancesado" como lo definió maliciosamente Antonio Tovar (y, sin querer, acertó, haciendo del vituperio elogio merecido), es también el último heterodoxo de fuste en las letras españolas, cuya cesura a partir de la guerra civil es de sobra conocida. La pena es que hayan tenido que transcurrir tantos años para que un escritor como Juan Goytisolo, fascinado de continuo con la heterodoxia en las ideas estéticas y éticas, “recupere" a Azaña en tan notable rótulo. La pena es que por el largo interregno transcurrido Azaña haya pasado una infame fase de silencio, seguida de otra no menos innoble de apropiación indebida. Una gran mayoría de escritores e intelectuales de izquierdas, anclados en un izquierdismo demasiado tópico, dejaron fuera de susantoral laico a todos aquellos que pudieran ser ajenos al marxismo de culto en el que tanto creyeron. Así, de las generaciones del 98 y del 14 sólo salvaron a Antonio Machado, considerando a todos los demás “burgueses". El agravio es mayúsculo si se piensa que en una de las pocas entrevistas concedidas por Azaña, don Manuel se definió como “un español, un intelectual y un burgués". Pero resulta que este burgués fue una de las figuras más lúcidas de la heterodoxia española, al tiempo que su prosa sobrepasa con creces lo extraordinario. Azaña, tras el silencio de décadas, sufrió una apropiación indebida, insultante a más no poder. Ya en 1981, Fernando Morán escribió: “No hay nada más curioso para el espectador de la vida parlamentaria española que escuchar en discursos de hombres que provienen de la derecha citas de Azaña" (1). Aznar, antes de ganar las elecciones, mostró su admiración por Azaña. Tal despropósito continuó con el libro de Jiménez Losantos, La Última salida de Manuel Azaña, que vino a significar el punto más álgido de esta apropiación indebida de Azaña, (continuando la tradición de Joaquín Arrarás, autor de un vomitivo libro llamado Memorias íntimasde Azaña) mientras la izquierda chapoteaba en el lodazal corrupto del felipismo. Siendo ministra de Educación y Cultura doña Esperanza Aguirre, se produjo el rescate de Los Cuadernos Robados, de Azaña. El Pasajero de Montouban, de José María Ridao, publicado en 2003, cuyo último capítulo se centra en la figura de don Manuel Azaña, constituye acaso el paso previo a esta recuperación de Azaña en el lugar que le corresponde dentro de la más gloriosa de nuestras heterodoxias.

Es obligado este recordatorio antes de pasar al análisis de la obra de Goytisolo que tantas expectativas originó. Y es obligado también consignar un error de bulto injustificable. Azaña no nació en 1888, como se dice en el libro que nos ocupa, sino en 1880. El Lucernario materializa una justicia poética. Son dos heterodoxos frente a frente. Goytisolo da muestras de honestidad al decir que su libro no supone una aportación sobre Azaña tras los estudios que hicieron gentes como Marichal y Santos Juliá. Lo que hace el autor de Señas de Identidad es zambullirse en la obra literaria del autor de Fresdeval. Todos los que hemos escrito sobre Azaña(2) sabemos que hay un riesgo enorme al que es casi imposible sustraerse. Y es que la prosa de don Manuel cautiva por su calidad literaria y también por sus razonamientos impecables e implacables. A partir de ahí, el riesgo de incurrir en la paráfrasis textual es insoslayable. Y Goytisolo no puede sustraerse a ese peligro, cae en él de forma placentera, caída que es un goce estético. La prosa de Azaña es puro imán. Por eso, muchas de las páginas de este libro son paráfrasis textual, glosa de una prosa envidiable. Así pues, El Lucernario, de Goytisolo, ni aporta nuevos datos, ni tampoco la interpretación de la obra de la que esperamos profundos análisis va más allá la mayor parte de las veces de la glosa a textos fascinantes. Esto que digo, y que cualquier lector mínimamente conocedor de la obra de Azaña puede constatar, no invalida la importancia del ensayo de Goytisolo.

Se diría que en El Lucernario se nos invita a que participemos con el autor de un gran descubrimiento. Goytisolo analiza la obra literaria de Azaña. Son de especial interés los capítulos que dedica a la novela, El Jardín de los Frailes, y al texto dramático, La Velada en Benicarló. En uno asistimos al encuentro de dos novelistas, y Goytisolo disfruta sumergiéndose en uno de los filones que sirven para explicar el choque de una sensibilidad admirable frente a la religiosidad ramplona que se le trata de imponer. En el otro, Goytisolo se da perfecta cuenta de la lucidez de la que hace gala Azaña poniendo en boca de sus personajes las causas de la guerra, así como la moral de derrota que los consume. Tampoco hay que perder de vista la incursión que hace Goytisolo en las digresiones de Azaña acerca del libro La Biblia en España, de Borrow, de la que don Manuel hizo una excelente traducción, pues es de sobra conocido el talento del autor de Campos de Níjar para eso que podemos llamar genéricamente literatura de viajes. Emotiva es también la común pasión cervantina que comparten Azaña y Goytisolo, de la que se da cuenta cuando el autor de El Furgón de Cola se ocupa del ensayo de Azaña, La Invención del Quijote.

Otra de las cosas de mayor relevancia de este libro consiste en la denuncia que lo transita de principio a fin preguntándose implícita y explícitamente cómo es posible que, a día de hoy, Azaña como escritor siga estando en la letra pequeña de cualesquiera de las historias de la literatura del siglo XX. En este sentido, la publicación de El Lucernario puede contribuir a que se acabe este afán de orillar a Azaña en la historia de la literatura, situándolo sobre todo en la historia y en la política. Es obligado poner de relieve, en el mismo orden de cosas, que Goytisolo apenas toca los Discursos y los Diarios de Azaña que, además de su importancia histórica, innegable, son también literatura de la mejor. Ya advirtió en su momento Marichal lo mucho que había de literario, de voluntad de estilo, en los discursos de don Manuel. Yo creo que podría irse más allá afirmando que la obra ensayística de Azaña, género por excelencia de la generación de 1914 a la que pertenece, está en sus discursos. En cuanto a la prosa de los Diarios, Azaña incurre, muy a su modo, en ese género que se remonta a San Agustín y que tiene como grandes cumbres a Rousseau y a Amiel, entre la confesión y el diario íntimo.

Tuvo que pasar demasiado tiempo, digo. Goytisolo, muchos años después de reivindicar al conde don Julián y a Blanco White, se encuentra con la heterodoxia lúcida y mordaz que Azaña representa. Se encuentra también con una prosa sin concesiones a la moda, entre la tradición y la originalidad, como dejó Pedro Salinas cuando se ocupó de Manrique. El hecho de descubrir a Azaña ahora salda también una deuda que el progresismo “literario" tenía con Azaña, el de un prejuicio injustificado e injustificable.

Azaña se va recuperando para la heterodoxia casi 29 años después de la muerte del dictador. Es el sino de este hombre “de vocación tardía" según el certero dictamen de Juan

Marichal. Vocación tardía y reconocimiento que se dilató y se prolongó en el tiempo mucho más de lo previsible. Y, si me apuran, hasta de lo tolerable. Pero ya está llegando tan tardíamente la hora del desquite, palabra muy del gusto de Azaña.

 

1. Fernando Morán. ‘Ortega y Gasset y Azaña ante el Estatuto de Cataluña. Cuadernos del Norte’, número 9. Oviedo, Octubre de 1981. Página 8.

2. El que suscribe el artículo es autor del libro, ‘Azaña o el Sueño de la Razón’. Nerea. Madrid, 1990