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Salvar al soldado Eusebi. ESTÁ PENDIENTE la película que nos muestre la crudeza de la Guerra Civil, sin costumbrismos
MIQUEL MOLINA - 20/09/2004 - La Vanguardia

http://www.lavanguardia.es/web/20040920/51163463473.html


En la edición de La Vanguardia de ayer, al menos tres de las esquelas publicadas correspondían a personas que fallecieron después de superar los 80 años. Además de la extinción de tres vidas humanas, lo que constataban estos obituarios era la pérdida para la memoria colectiva de otros tres adolescentes de 1936, es decir, del testimonio de tres personas que vivieron los sucesos más desdichados y trascendentales de la historia española reciente a una edad en la que los recuerdos empiezan a fijarse ya con cierta solidez en los archivos cerebrales. Quienes tenían 14 años cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio cuentan ahora 82, y los que combatieron en el frente ya rondan los 90. Preocupados como estamos por resolver el destino de los documentos catalanes sobre la República y la Guerra Civil en poder del Archivo de Salamanca, da la impresión de que día tras día dejamos escapar la oportunidad de conocer, fijar, analizar, valorar la versión directa de quienes fueron testigos presenciales. Fallecidos los protagonistas, el recuerdo oral quedará limitado a los hijos y los nietos, testimonios ya de segunda y tercera mano sin el valor de la experiencia vivida y que, alejados de los hechos en el tiempo, difícilmente van a transmitirnos el horror que envuelve toda situación de guerra y posguerra.

Que alguien se dedique sistemáticamente a recabar testimonios de los españoles de la guerra es importante en un país en el que apenas están señalizados los parajes en los que tuvieron lugar las batallas. La voluntaria amnesia autorrecetada en las décadas posteriores al conflicto puede tener justificación por la necesidad de seguir conviviendo en paz con quienes lucharon en la trinchera de enfrente, el gran drama de toda guerra civil. Es verdad que resulta menos arriesgado reconstruir las atrocidades del pasado cuando el enemigo ni siquiera existe (un testigo aliado refiriéndose a una Alemania nazi ya desmantelada) que avivar por ejemplo el recuerdo de la represión franquista en un pueblo en el que la línea fronteriza entre las dos Españas divide familias y barrios. Es cierto que la verdad revelada tanto tiempo después puede enfrentar a los descendientes de los verdugos y las víctimas de uno y otro bando, pero, actuando siempre con la mayor prudencia, en la balanza debería pesar más la fidelidad a la memoria que el olvido terapéutico. En eso están los colectivos que reclaman la apertura de las fosas que albergan los restos de miles de víctimas de la guerra y del genocidio posterior. Y quienes promueven la conversión en museos de los campos de batalla, una iniciativa especialmente activa en las comarcas del Ebro. El efecto relativizador del paso del tiempo y, tal vez, el hecho de que la contienda española sea considerada cada vez menos como un conflicto interno y más como el primer capítulo de la guerra de los aliados contra Hitler, pueden favorecer un acercamiento menos costumbrista y más descarnado a lo sucedido hace más de medio siglo.

Por ejemplo, en el cine. Recientemente se ha estrenado Iris, la última inmersión de un cineasta local (Rosa Vergès) en la España de 1936. La película omite las referencias explícitas a los bandos enfrentados o a la ciudad en la que se desarrolla la acción, que en cualquier caso recuerda mucho a la Barcelona republicana, y se sirve de la guerra básicamente como contexto de una historia de amor y desencuentro. Sea por la falta de medios o por la vocación intimista del filme, el caso es que el conflicto bélico se nos muestra como un desastre amortiguado, difuso. Los refugios subterráneos son tan espaciosos que en pleno bombardeo es factible que los protagonistas celebren un discreto encuentro sexual, y el liviano estallido de las bombas recuerda demasiado a los petardos de Sant Joan. Iris nos evoca así la Barcelona en guerra de La plaça del Diamant (Francesc Bellmunt, 1981), donde se pretendía ilustrar la efervescencia revolucionaria del momento con grupitos de manifestantes transitando por una Gràcia semidesierta. Pero sucede que, entre aquella película y la que ahora comentamos, Spielberg (Salvar al soldado Ryan, 1998) nos ha enseñado ya cómo ensordece el estallido de las bombas y lo estremecedor que resulta el silbido de las balas, igual que Polanski nos transmitió el desasosiego de la multitud amenazada (El pianista, 2002).

Evidentemente, Vergès rodó la película que quería rodar, sin sentirse obligada a cubrir un vacío histórico en nombre del mundo del cine. Otros directores han retratado con realismo aspectos muy concretos de la guerra (Ken Loach, Tierra y libertad; Jaime Chávarri, Las bicicletas son para el verano), pero aún está pendiente la película que nos obligue a apartar la vista de la pantalla al mostrarnos sin costumbrismos la brutalidad de los combates de Belchite, Guadarrama o el Ebro. El soldado Eusebi, que combatió en 1938 en las sierras de Pàndols y Cavalls, se merece reencarnarse en Tom Hanks y que vivamos con él los efectos devastadores del miedo en la primera línea del frente.