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Ecos (militares) de resistencia. Creando contrapoder
María Toledano - 10 de mayo de 2004




A Encarnación del Toral, en la noche platinoche




En los sótanos de la izquierda combatiente se esconde un lejano eco de resistencia. Como si fuera un rumor, el murmullo corre por debajo, incluso, de la historia de la conciencia de clase. El sonido que alcanza la desolación de la superficie -el territorio de lo político y sus sofisticadas representaciones simbólicas- llega deformado tras soportar el aguacero de trincheras y derrotas, algunas electorales. En el absurdo conglomerado que llaman sociedad civil, un museo de cristal y reproducciones espectaculares, regentea la mentira con su lengua rizada, el fulgurante neón de los antidepresivos, bostezos de inseguridad y desconcierto emocional (con el sufrimiento que genera) y una perversa hipoteca de oro y salón-comedor adosado a la televisión. El espectro que recorría Europa en 1848 es ahora objeto de estudio. Pero el eco existe.


Pese al comportamiento atolondrado y egocéntrico de la mayoría natural, reflejo directo de la frustración generada por la vida precaria dominada por inconsistentes impulsos y cambios (imprevisibles) de rumbo, es posible encontrar (todavía) estructuras críticas donde la subjetividad -entendida como exaltación del yo político creador o lugar íntimo donde la razón de la multitudo se hace actor político- no ha entrado con su mezquina languidez de jefe de negociado. Estas pequeñas células de agitación, dispersas en su temblorosa soledad, son un imprescindible eje ideológico, el fermento a partir del cual es posible reconstruir la radicalidad objetiva -estudiadas las relaciones de fuerza y las condiciones de posibilidad- de un discurso anticapitalista, revolucionario: el germen del contrapoder. Que estos núcleos de resistencia activa y acción directa -la vuelta del pensar foquista no debería descartarse- formen parte de la conocida nube de mosquitos de la izquierda alternativa, es algo que no resta valor ni determinación a su trabajo transformador.


Para los medios de transmisión de ideología dominante -los encargados de promover la vuelta a lo subjetivo, a un yo ardiente y amueblado según el gusto definido por los cánones de la fea burguesía y las multinacionales- la desaparición de la clase obrera como tal (la misma que era motor de la historia y sujeto activo de los procesos productivos) ha significado un triunfo moral y político absoluto -sobre el escenario dual surgido de la victoria contra el fascismo en 1945- al tiempo que la ampliación de sus potenciales clientes: nuevos consumidores de subjetividad. La desaparición de los grandes centros fabriles y su disgregación en núcleos de producción de menor tamaño ubicados en lugares donde el trabajo carece de derechos y garantías, representa no sólo la ruptura de la unidad formal de la clase obrera y de su representación (masas, banderas rojas, himnos, manifestaciones, etc.), sino la crisis definitiva del acuerdo entre capital y trabajo. El logro -frágil, aunque importante en su día- de una socialdemocracia europea obligada a girar a la izquierda empujada por la fortaleza de los partidos comunistas. Desaparecido este esquema, el imperialismo empresarial tiene, por tanto, manos libres. Libres y sucias. Frente a estos hechos, es preciso recordar que aquella clase, convertida hoy en complaciente aristocracia obrera defensora de las opciones mayoritarias (sean neoliberales o socialdemócratas), ha dejado paso -como nuevo y único sujeto político de la acción- a un desarrapado ejército de trabajadores precarios, inmigrantes, parias de cualquier condición: marginales. Los actuales condenados de la tierra, que diría el olvidado F. Fanon.


La ruptura de la identidad común -y de las señas de lo colectivo impulsadas por la existencia del Ejército Rojo que hicieron poderosa la oposición frontal al capitalismo- ha venido acompañada de la sistemática destrucción, en el Occidente de mercado, del tejido socio-asociativo y de la pérdida constante de referentes concretos de intervención. En este confuso páramo, la división de la izquierda –instigada, en parte, por los mismos que fomentan sin pudor el abandono del pensamiento crítico en beneficio de un acercamiento a los lujos y prebendas de la rampante socialdemocracia- refleja su incapacidad, o su falta absoluta de voluntad, para organizar estructuras de combate, es decir, una o­nda expansiva (política y, si fuera el caso, militar) que incida en lo económico, social y cultural como ariete de los diversos y fragmentados sectores alternativos con el fin de responder a una cuestión elemental. Si somos más -en fuerza numérica, en posibles divisiones- y cada vez conocemos mejor el aparato del poder, sus mecanismos de imposición del (falso) consenso y la maquinaria de la represión ¿por qué la construcción de contrapoder sigue siendo una ilusión que se agota en sí misma? ¿Por qué resulta (casi) imposible organizar, al menos, la resistencia?


Las mujeres y los hombres se desgastan como los huesos de los muertos sobre los cuales se levantan los imperios; la energía (que según parece, ni se crea ni se destruye) se quema en la hoguera de los personalismos (algunos cristianos) y los años pasan, jorobados y nocturnos, camino de un lugar sin retorno. El discurso de la izquierda posmoderna (tan de moda en los países desarrollados y teorizada hasta el paroxismo mediático por gentes de heterogénea condición) habla de redes y de estructuras flexibles, de movimiento y multitud, de otra forma de hacer política alejada de las formas de los partidos tradicionales. Acaso tengan razón. Sin embargo, algunas fórmulas -a estas alturas del discurso- vienen ya con el paso cambiado. Un sol de brujas, como ese que en primavera engaña a las plantas provocando abortos de flores, se agita hasta estrellarse contra un agujereado muro de cal viva.


En un futuro inmediato, la izquierda será otra cosa. Tal vez predomine lo mágico-espiritual sobre las condiciones materiales del trabajo; es posible que las ideas -por llamarlas de alguna platónica manera- sean verdes (como los marcianos) o violetaverdes (como marcianos violetas) o lo rojiverdevioletas (como marcianos mutantes) y asistamos a un renacimiento de las sectas y de las ilusiones convertidas en tul y azúcar multicolor. Quizá, si el viento de la historia se sigue agitando al compás binario de las huestes empresariales y lo preventivo pasa a ser manual de comportamiento, vivamos en una permanente boda real. Es posible que en ese momento seamos felices. Muertos felices. En los sótanos de la izquierda combatiente se esconde, todavía, un lejano eco de resistencia.